miércoles, 4 de septiembre de 2013

Capítulo 58. 'Los tributos'.

-         Annie Cresta.
Finnick sintió un tirón en los pulmones, como si un cordón de metal tratase de sacárselos del pecho. Tuvo que poner toda su fuerza de voluntad para no dejarse caer al suelo.
No era posible. No, ella no. Debía haberlo oído mal.  ¿Cómo iba a haber salido Annie? Era imposible. Una posibilidad entre ocho. No podía ser.
Entonces, Annie empezó a gritar. Fue un jadeo al principio, y Finnick desvió la mirada hacia la chica que amaba, mordiéndose el interior de las mejillas para reflejar en el exterior el dolor que sentía por dentro. Annie cayó al suelo, tapándose el rostro con las manos, y el chico sintió la necesidad de ir a recogerla, como siempre había hecho. Pero era buen actor, o eso creía hasta que sintió las lágrimas escocer en sus párpados. Finnick vio cómo Mags se inclinaba hacia Annie y la recogía con cuidado, a pesar de los movimientos frenéticos de la chica. Los Agentes de la Paz acudieron a buscarla para acompañarla al escenario.
Finnick no sabía qué hacer. Entonces, Mags lo miró, con sus profundos ojos grises rodeados de arrugas. Lo miró un segundo, un sencillo segundo en el que le dijo un millón de cosas que él no tuvo tiempo de entender. De repente, la anciana salió tras Annie y le puso una mano en el hombro.
-         ¡Me… pre… sento… vol… unta…ria!
Eso consiguió derrumbarlo. Casi podía escuchar su corazón partiéndose en su interior, derrumbándose como si fuese de cristal, y esos trozos punzantes se clavasen en su carne, hiriéndolo más de lo que ya estaba.
Quiso pedirle a su madre que no lo hiciese, pero ella lo miró de nuevo antes de que los agentes soltasen a Annie y la agarrasen a ella por los codos. Mags le dedicó una sonrisa y se agachó junto a Annie.
-         O te peocupes – susurró, lo suficientemente alto como para que Finnick pudiese oírlo.
Annie se tapó los ojos y chilló de nuevo. Fue Dexter el que tuvo que ir a recogerla, con las mejillas empapadas y los ojos rojos e hinchados.
Finnick cerró los puños con fuerza, observando la lenta marcha de Mags hacia el escenario. Parpadeó varias veces para contener las lágrimas, casi sin éxito. Notaba un ochenta por ciento de las miradas puestas en él. No podían verlo frágil, ¿pero cómo podía aparentar fuerza cuando todo dentro de él era tan débil como una pompa de jabón? Casi rió ante la ocurrencia, pensando en Annie con un pompero. ¿Estaría volviéndose loco él también?
Mags se colocó junto a Radis y contestó a las preguntas con secos movimientos de cabeza. Entonces, a mujer del Capitolio se dirigió hacia la urna de los hombres contoneándose.
-         ¡Y ahora el tributo masculino!
Finnick ni siquiera oyó su nombre cuando sacó la papeleta. Estaba tan concentrado en los gritos de Annie que ni siquiera oyó los que se produjeron cuando Radis leyó su nombre. ‘Finnick Odair’. Se vio transportado diez años atrás, cuando era un niño de catorce años que temblaba por el miedo a entrar en la Arena.
Ese niño no podía haber desaparecido si aún temblaba.
Se dirigió con pasimonia al escenario, con los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo. Sentía que podía flotar en el aire y hundirse en el mar, las dos cosas al mismo tiempo. Tenía en los oídos los gritos de Annie, repitiéndose en bucle, y la mirada de Mags en los ojos. Tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera del escenario para no caer.
Radis anunció que ese Vasallaje sería épico, y eso fue quizá lo que hizo reaccionar a Finnick. Apretó la mandíbula y los puños, con un intenso deseo de pegar a esa mujer. Sin embargo, ese sentimiento de odio fue sustituido por otro mucho más fuerte y doloroso: pérdida.
Sabía que había muy pocas posibilidades de regresar. Esta vez no estaría rodeado de niños con poca o nula experiencia. Esta vez estaría rodeado de iguales, gente que había vivido lo mismo que él, que había hecho lo mismo para ganar. Rodeado de asesinos. Miró hacia Annie, que seguía abrazada a Dexter, escondida tras la solapa de su chaqueta. Si no se hubiese controlado, las cámaras habrían captado cómo se doblaba sobre su estómago, agarrándoselo, contraído por el intenso dolor que sentía en el pecho. Si no se hubiese controlado, las cámaras habrían captado las lágrimas que amenazaban con manar de sus ojos. Si no se hubiese controlado, todo Panem habría escuchado su jadeo de dolor. Pero se controló y actuó.
No se enteró muy bien de lo que pasó tras la cosecha. Recordaba vagamente cómo había visto desaparecer su distrito, la gente, el resto de tributos, Annie y Dexter tras las puertas del Edificio de Justicia. Recordaba haber escuchado a un agente decir que tenían menos tiempo para ver a sus familiares, y que era un privilegio reservado para los distritos profesionales. Recordaba cómo lo habían empujado a la sala de visitas.
Pero solo hasta que estuvo sentado en el sillón, con la mirada perdida, y la puerta se abrió, no fue consciente de en lo que lo habían metido. Y comenzó a llorar.
-         Finnick.
Dexter se arrodilló junto a él, abrazándolo, y comenzó a susurrar en su oído.
-         Solo tenemos un minuto. Es lo que nos han dado a cada uno, así que escúchame. Lucha. Sobrevive.
Finnick negó con la cabeza y se apartó de su amigo. Dexter tenía el abrigo prácticamente desgarrado, lleno de arrugas, el pelo despeinado y las mejillas y los ojos mojados y al rojo vivo. Finnick le apartó las lágrimas de los ojos.
-         Cuida de ella – gruñó.
-         Finnick.
El chico se inclinó con furia y lo besó en los labios, acallándolo. No sabía por qué lo había hecho, o quizá era la manera de decirle que confiaba en él, probablemente más que nadie que hubiese conocido antes, a excepción de Mags y Annie. Cuando se apartó, Dexter lo miraba con los ojos muy abiertos, blanco como la cera.
-         Cuídala. Cuídala como si fuese oro, porque lo es. Prométemelo.
Dexter apartó la mirada.
-         Finnick, no sé si ella…
-         Dexter – interrumpió Finnick, sin apartar las manos del cuello de su amigo -. Yo cuido de tus secretos. Quiero que hagas lo mismo con el mío.
El hombre lo miró a los ojos, a tan solo unos centímetros. Finnick sabía que se les acababa el tiempo, así que lo abrazó con fuerza, como si estuviese abrazando a su hermano.
-         Cuídala por mí – repitió -. Cuídaos ambos.
El agente abrió la puerta y se acercó para llevarse a Dexter, que se resisitió levemente a soltarlo. Finnick le puso los dedos en la muñeca una vez antes de que el Agente de la Paz diese un último tirón y se lo arrancase de los brazos.
-         ¡Sobrev…!
La habitación volvió a quedarse en silencio. Finnick se frotó la cara con las manos, sin acabar de asimilar muy bien lo que había pasado apenas diez minutos atrás, y se levantó hacia la ventana. Apenas había llegado cuando la puerta volvió a abrirse.
Lo primero que sintió fue un tremendo y completamente nuevo derrumbe en su pecho, como si se hubiese esforzado por construir rápidamente un muro a su alrededor, algo que rechazase los golpes, pero era demasiado endeble. Y más aún para un golpe como era Annie Cresta.
La chica se tiró a sus brazos, llorando, y Finnick la abrazó y lloró con ella.
-         Eh – susurró, acariciando su pelo.
-         Vuelve.
-         Annie…
-         Vuelve. Por favor, vuelve, por favor…
Finnick la estrechó con más fuerza. Annie se apartó de él y, agarrándole la cara con las manos, lo obligó a mirarla a los ojos.
-         Vuelve.
-         Todo lo que quiero – musitó Finnick, tragando saliva – es que estés segura y a salvo.
-         ¡No me importo yo! – gritó Annie, besándolo -. ¡Quiero que vuelvas!
El chico la besó de nuevo. Probablemente sería la última vez que la viese. Obviamente iba a luchar por verla de nuevo, por estar con ella de nuevo. Casarse, vivir a su lado el tiempo que les quedase… Pero las posibilidades de salir vivo de la Arena eran mínimas. Con los Juegos del Hambre, solo había una oportunidad de sobrevivir. No dos.
-         Prométeme que vas a volver – susurró Annie contra su boca -. Prométemelo.
-         An…
-         ¡Prométemelo!
Finnick la miró a los ojos con profundidad. No podía decirle algo así. No podía decirle que iba a volver con la seguridad de que lo haría. No podía mentirle.
La puerta se abrió.
-         No, no aún.
El Agente de la Paz cogió a Annie del codo y tiró de ella para levantarla del regazo de Finnick.
-         ¡Prométemelo! – gritó Annie, arañando al agente.
Finnick empujó al Agente de la Paz y tiró de la muñeca de la chica una vez más para abrazarla. Colocó los labios en la piel de su hombro y le dio un beso, un beso con el que pretendía decirle que, pasara lo que pasase, él siempre iba a estar con ella. Que nunca iba a estar sola.
-         Te amo – susurró, muy bajito, para que solo ella pudiese escucharlo.
Annie empezó a apartar los brazos de su cuello cuando el Agente de la Paz regresó para llevársela, pero algo cayó de su mano y la chica no tuvo oportunidad de recogerlo.
-         ¡Y yo! – gritó, mientras el agente la dirigía hacia la puerta -. ¡Regresa! ¡Por favor, vuelv…!
Finnick no supo si Annie continuó gritando o se calló en cuanto la puerta se cerró. Conociéndola, probablemente seguiría gritando un par de horas. El chico se agarró el pecho y recogió  lo que se le había caído a Annie antes de salir.
Era un papelito pequeño, doblado varias veces, con la inconfundible y pulcra letra de Annie. Una poesía.
Quería leerla, pero sabía que, si lo hacía, si se atrevía a pasear su mirada por las líneas que ella había escrito, que ella había sentido, se rompería aún más, y no estaba preparado. Dobló la hoja y, guardándosela en el bolsillo del pantalón, esperó hasta que fueron a buscarlo.
Se pasó las manos por el pelo.
Mags y él. ¿Por qué todo era tan injusto? ¿Por qué ellos? ¿No se merecían felicidad, sobre todo ahora que las cosas empezaban a ir bien? ¿No se merecían eso, después del infierno que habían sufrido?
Por supuesto que no.
¿Recuerdas ese día, en el Capitolio, cuando acabaron los Septuagésimo Cuartos? ¿Recuerdas cuando Annie te besó delante de todos? ¿Y si alguien se dio cuenta? Solo te digo que pienses en ello, Finn.
Snow se había dado cuenta. No se le escaparía un detalle así. Al fin y al cabo, él tenía muchos más juegos dentro de los Juegos del Hambre. Juegos contra la persona individual. Quería verlos destrozados. Y habían sido sus dos nombres los que habían salido en la cosecha. Snow era listo. Seguramente, no era casualidad.
Pero Annie estaba sana y a salvo. Al menos a salvo.
Finnick se mordió los labios cuando la puerta se abrió de nuevo y los Agentes de la Paz entraron para llevárselo al tren. Se levantó, limpiándose la cara con la manga de la camisa y salió con dignidad de la sala, erguido.
Mags estaba junto a él, seria. Lo miró a los ojos y él, por fin, entendió todo lo que ella había querido decirle cuando se presentó voluntaria por Annie.
No te preocupes.
Quiero hacerlo.
Sé lo que significa para ti.
Está a salvo ahora.
Te toca sobrevivir a ti.
Yo ya he vivido demasiado.
Y a vosotros os falta una vida entera juntos.
Finnick respiró hondo, a pesar del intenso dolor que le recorría el cuerpo. Se sentía a punto de desfallecer.
Las cámaras captaron el momento en el que subieron al tren, pero ninguno de los dos dio muestras de debilidad ante ellas. Lo hicieron serios, incluso dejaron escapar algunas sonrisas cuando su distrito, su gente, les lanzaba gritos de apoyo. Finnick se giró antes de que las puertas del tren se cerrasen, solo para comprobar si Annie estaba allí, solo para verla una última vez, pero no hubo suerte.
Casi era mejor así.
La mano de Mags se cerró en torno a la suya, enredado los dedos de ambos, y le dio un suave apretón. Finnick se rozó el papel de Annie que aún guardaba en el bolsillo con los dedos de la mano libre.
‘Que comiencen los Juegos’, pensó para sí.
Las puertas del tren se cerraron y ambos dijeron adiós a su vida, tal y como la conocían.


'¡Hola, patos y otras criaturas! Espero que os vaya muy bien a todos y esas cosas. ¡Cada vez somos más! No sabéis lo que significa eso para mí, todo esto, de verdad. Cada comentario, cada nuevo seguidor, las visitas cada día, los tuits en Twitter... No puedo más que daros las gracias.
Sin embargo, siento deciros que hasta aquí ha llegado la segunda parte del fic. ¿La razón de que haya colgado todos estos capítulos seguidos? Bueno, la verdad es que tengo que abandonaros un tiempo. Veinte días, quizás un poco más. Es decir, Septiembre va a ser un mes sin 'Calma bajo las olas'. Probablemente en Octubre empezaré con la tercera, última y más dura parte del fic, así que...
Espero que os haya gustado y que estéis disfrutando la historia, de verdad, significa un montón para mí. Seguid comentando y, sobre todo, seguid leyendo :)
¡Nos vemos en Octubre, bichillos!
Os quiere, Pato <3'.

martes, 3 de septiembre de 2013

Capítulo 57. 'Una entre ocho'.

Annie hizo su cuarto desgarrón en la hoja y, tras arrancarla del cuaderno y hacer una bola con ella, la tiró al centro de la mesa, junto con las catorce hojas arrugadas que había usado.
La chica soltó el lápiz y se pasó las manos por el pelo. Ni siquiera podía escribir. Apenas faltaban horas para el día de la cosecha y eso la ponía nerviosa. No dejaba de ver cosas a su alrededor, como si el pasado hubiese regresado a ella. Tan pronto tenía a Finnick practicando con el tridente ante sus ojos como a Kit con un cuchillo corto. Tan pronto estaba rodeada de espuma en la bañera como de hojas y sangre. No sabía qué estaba pasando, no sabía que veía. Pero lo peor eran las voces.
No eran voces propiamente dichas. Eran más susurros, como el sonido que hace el viento. Pero ella lo entendía como su fuesen palabras dichas en voz alta. O, más que las palabras, entendía quién hablaba.
La primera vez, había sido su madre. La había sentido detrás suya, con unos labios intangibles como el humo pegados a su oreja. Se había girado para verla, pero no vio más que la pared de su habitación. Entonces, al girarse de nuevo, había hablado.
Annie.
Annie la escuchó. Tenía la misma voz que había tenido años atrás. Se la imaginó poniendo sus brazos alrededor, sonriéndole, y vio esas arrugas que se formaban a ambos lados de la boca.
Annie, ¿recuerdas esto? Tienes que tejer la red con suavidad, sin tirar mucho de las hebras. Son muy frágiles, y se rompen con facilidad.
Annie se había mirado las manos, desconcertada. Sentía la red, raspando contra la piel delicada de sus palmas, pero ella no estaba allí. Ni la red, ni su madre.
Con Kit había sido peor. No recordaba lo que él había susurrado, pero se recordaba a sí misma gritando y lanzando cosas contra las paredes. ‘¡Estás muerto! ¡Yo te vi, estaba ahí, estás muerto!’.
Annie se frotó las palmas de las manos contra los pantalones y volvió a coger el lápiz. Nunca le había costado tanto, siempre había algo dentro de ella que quería salir y la manera más sencilla de hacerlo era mediante palabras. Siempre había sido eso. Como una especie de lema. No sientas, escribe lo que sientes. Había momentos en los que no había nada dentro de ella que mereciese la pena escribir, o simplemente no sentía inspiración para hacerlo. Pero en ese momento, se sentía más impotente de lo que se había sentido nunca. Era capaz de sentir, pero era un torrente tan grande se sentimientos que se quedaba en… nada. Y eso no podía manifestarse a través de palabras.
Volvió a intentarlo una vez más, colocando la punta del lápiz sobre la hoja, pero no tuvo éxito. Lanzó el lápiz y el cuarderno a la ventana con un  grito.
-         ¡Annie!
Finnick entró corriendo. Había estado hablando con Dexter mientras ella trataba de escribir algo.
-         ¿Estás bien? – preguntó, agachándose a su lado con un tono de preocupación en la voz.
-         No puedo escribir. Es como si no supiera.
Finnick le cogió una mano.
-         An…
Annie empezó a llorar. Rabia, impotencia, dolor, miedo… Lo sentía todo pesado en su pecho, como si se lo hubiesen rellenado con piedras. O peor, más pesado.
-         Tengo miedo – susurró, entre lágrimas.
Finnick la sentó en su regazo y la abrazó. Annie esperó a que él le dijese algo, aunque fuese una mentira. Un ‘no tienes por qué tenerlo’, ‘no voy a dejar que te pase nada’, pero ni siquiera el gran Finnick Odair podía controlar lo que salía de las urnas. Él no podría evitar si era su nombre…
Annie se tapó los ojos con las manos.
-         No, no, no – empezó a susurrar.
El chico le besó la sien, sin dejar de acunarla, como si fuese un bebé. Ella se sentía así a veces, como si fuese una niña a la que hubiese que cuidar. No quería ser así, pero no podía evitarlo. Era igual o incluso más vulnerable de lo que lo había sido antes de la Arena.
-         Es injusto – lloriqueó.
-         Lo sé – respondió Finnick, acariciándole un mechón de pelo.
Annie arrugó la tela en su puño. Entonces, al abrir y enfocar más los ojos, se vio a sí misma, cinco años atrás, en un baño demasiado refinado. Ella estaba con Finnick, y se abrazaban, aunque en ese momento ninguno de los dos supiese lo que iban a significar el uno para el otro. Annie había dicho que tenía miedo, que no era valiente.
-         Hay muchos tipos de valentía – recordó, en un susurro -, y hay que ser muy valiente para decir que tienes miedo.
Finnick se quedó quieto,  con una mano posada en el lado derecho de su cuello. Lo recordaba. Tenía que recordarlo.
Finnick la abrazó con más fuerza, apoyando la mejilla en su cabeza. Annie se dejó abrazar.
No se dieron cuenta del tiempo que pasaron así, simplemente abrazados, disfrutando de la proximidad del otro, de su compañía, en el más completo silencio. Quizá deberían haber aprevechado el día mejor. Quizá deberían haber hecho algo antes de que sus vidas pudieran quedar destrozadas sin remedio. Pero a Annie no se le ocurría mejor forma de emplear el tiempo que hacerlo con Finnick.
Cuando él rompió el silencio, ya era de noche.
-         ¿Tienes sueño? – preguntó.
-         ¿Cómo podría? – murmuró ella, rozándole la piel del cuello con los dedos.
Finnick la cogió en brazos y la subió a su habitación. La llevó hasta la cama, le quitó la ropa y se metió bajo las sábanas con ella. Annie tiró de las mantas hasta que cubrieron su cabeza y, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, lo miró directamente a los ojos.
-         Te amo – musitó, sin apenas emitir sonido -. Te amo, te amo.
Finnick la besó, con delicadeza, como si quisiera alargar el momento todo lo que pudiera. Annie enredó las piernas con las suyas, se apretó contra él y le devolvió el beso.
-         ¿Cuánto tiempo tenemos? – susurró ella contra su boca.
Él la besó de nuevo, con una mano en su nuca y la otra en la parte baja de su espalda. Las sábanas aún los cubrían completamente, como una burbuja a su alrededor.
-         ¿A quién le importa? – gruñó Finnick, besándole la clavícula -. No tenemos un final, ¿recuerdas?
Y Annie recordó aquel día en la playa.
Finnick siguió besándola el resto de la noche, acariciándola, abrazándola. Nada más importaba, solo él. Le recorrió el cuerpo con los dedos, memorizando cada poro de su piel. Había olvidado y perdido demasiado. No quería que eso pasase con su Finnick. Así que, cuando ella le observó mientras dormía, entendió que las palabras no iban a transmitir todo el miedo, el dolor, la rabia, la impotencia y el odio que sentía, pero podrían transmitir mucho más. Así que bajó al piso de abajo y escribió.
Escribió durante toda la noche. Escribió sobre ella, sobre sus recuerdos. Sobre su madre, sobre la niña que había sido, sobre Kit. Pero, sobre todo, escribió sobre Finnick. Sobre cómo habían llegado a quererse de esa manera, irremediablemente, con necesidad.
Fue Finnick el que la despertó, con suavidad, pero serio. Annie lo miró una vez, una sola vez antes de ir hacia su habitación. Mags, con el cuidado de una madre, la bañó, pasándole la esponja por la piel pálida como si estuviese acariciando seda. Annie miró a la anciana. No podía imaginar qué clase de mente perversa podría obligar a alguien como Mags a pisar la Arena de nuevo.
-         O te peocupes – repitió Mags, balbuceante.
Eso era prácticamente lo único que había escuchado de su boca en los últimos meses. ‘No te preocupes’. ¿Cómo no iba a hacerlo? Apenas quedaban horas, pero un extraño temblor se adueñó de su cuerpo. Mags la sacó de la bañera, evolviéndola en una toalla mullida y caliente.
En el setenta y cinco aniversario, como recordatorio a los rebeldes de que ni siquiera sus miembros más fuertes son rivales para el poder del Capitolio, los tributos elegidos saldrán del grupo de vencedores.
Annie se giró, envuelta en su toalla. El Presidente Snow había susurrado eso en su oído apenas un segundo atrás. Lo había sentido. Incluso había olido su hedor a rosas y sangre.
Mags la agarró antes de que sus rodillas diesen con el suelo.
-         No quiero – lloró Annie, agarrando a la mujer del codo -. No quiero.
Mags la abrazó, repitiendo una y otra vez que no se preocupase. Pero Annie no podía tranquilizarse. Notaba el corazón a mil, golpeándole el pecho con fuerza.
El grupo de vencedores.
Los miembros más fuertes.
Como recordatorio a los rebeldes.
-         No somos los más fuertes – lloriqueó, sin soltar a Mags.
La anciana aún tenía fuerzas para levantarla y sentarla en la bañera. Le secó el pelo, se lo peinó con la destreza que solo su madre tenía. Annie pensaba que le haría un recogido similar a los que Yaden le hacía, pero solo le dejó el pelo suelto, cayendo castaño en hondas a ambos lados de su cara. Le puso un vestido blanco y la ayudó a levantarse.
-         ¿Ien?
Annie intentó sonreír, pero lo único que le salió fue un sollozo.
Por dios, descerebrada, deja de llorar.
La chica buscó a Johanna Mason en el baño, pero era evidente que no estaba allí. Era solo su voz, grabada en su cabeza, como si fuese un charlajo.
Finnick ya estaba abajo, con Dexter, vestido completamente de azul. Annie sintió cómo escocían sus ojos en cuanto lo vio. El azul era el color de pérdida del distrito. El color de despedida. Finnick avanzó hasta ella y le quitó las lágrimas de la cara.
-         Te quiero – dijo, besándola.
Mags fue la que acompañó a Annie hasta la puerta. Hacía un día soleado. Los demás vencedores del distrito que continuaban vivos salieron de sus casas prácticamente al mismo tiempo que ellos, algunos acompañados de sus parejas, otros incluso con niños que lloraban o trataban de parecer serios y orgullosos, por sus padres.
Niños que, en unos años, tendrían que dirigirse a esa plaza de la misma forma que sus padres lo habían hecho y hacían de nuevo.
Dexter cogió a Annie del brazo y tiró de ella entre el pequeño grupo de tributos.
-         ¿Cómo estás? – preguntó, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar.
Annie miró hacia atrás. Mags caminaba junto a Finnick, seria y segura. El chico la miró un segundo, un solo segundo antes de girar la cara hacia la anciana. ‘No te preocupes’, había querido decir Annie, pero no sabía cómo hacerlo sonando convencida.
-         No quiero volver – rogó, apretando la manga de Dexter.
El médico se paró a la entrada de la lúgubre plaza, en la que ya estaba reunido el distrito. Los tributos comenzaron a entrar en el silencio más absoluto, dirigiéndose a las partes de la plaza que les correspondían, separándose por sexo. El silencio era horrible. Era la clase de silencio que hay en los entierros.
-         Annie, sé fuerte – comenzó Dexter -. Solo es una posibilidad entre ocho. Recuerda eso.
Annie se mordió el labio. Una posibilidad entre ocho. Solo una.
Comenzó a caminar sola hacia el sector de mujeres, delimitado con unas tiras de terciopelo. Mags la cogió de la mano en cuanto llegó.
Annie desvió la mirada hacia el grupo de hombres. Finnick era el más joven de todos. Estaba al frente, con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en la multitud. Annie se mordió el labio con más fuerza.
El ritual fue el mismo que había sido siempre. Radis habló, presentó un vídeo especial por el Vasallaje, alentó al público a ver los Juegos y disfrutar en tiempos difíciles. De no ser por la firme mano de Mags sujetando la suya, Annie se habría tapado los oídos más de una vez.
-         O te peocupes – susurraba una y otra vez.
Annie miró hacia el escenario.
Miedo.
Incertidumbre.
Nervios.
Pero sobre todo, miedo.
Miedo y recuerdos.
Volvía a tener quince años. Estaba entre la multitud, esperando. ‘No voy a salir’, se decía una y otra vez. ‘No seré yo. Solo hay seis papeletas. Seis entre mil. No voy a salir’. Se había sujetado el estómago nerviosa mientras Radis, vestida de blanco, había empezado a hablar.
Radis caminó hacia la urna de las mujeres, pero Annie ya no distiguía cuál de las dos era, si la Radis del pasado o la del presente. No sabía el número de papeletas que había en esa urna, si una entre ocho o seis entre mil. Empezó a temblar.
-         ¡Las damas primero! – chillaron las dos Radis a la vez.
Annie se soltó de la mano de Mags.
Solo seis entre mil, se repitió. Una entre ocho.
Annie abrió mucho los ojos cuando Radis retiró la mano y, en el momento en el que la mujer se disponía a leer el papel, supo lo que iba a pasar.
Escuchó su nombre antes de que Radis pudiese leerlo.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Capítulo 56. 'Sueños, pesadillas, realidad'.

Finnick desplazó el largo tridente de madera hacia la derecha, evitando la estocada de Dexter. El hombre era rápido y ágil, más de lo que Finnick había esperado, pero nunca llegaría a luchar como un tributo vencedor. Sin embargo, no estaba mal refrescarse la memoria después de casi diez años sin pelear.
El chico golpeó la rodilla de Dexter, que perdió el equilibrio y cayó al suelo, soltando la vara que simulaba una espada. Finnick le puso el tridente bajo el cuello, agachándose a su lado.
-         Estás muerto.
Dexter levanto las manos y Finnick se apartó de él, con un deje orgulloso en la mirada. Llevaban meses practicando, y el día de la cosecha era cada vez más cercano, pero para Finnick no había descanso. Practicaba por la mañana, por la tarde y algunas veces por la noche. No siempre lo hacía con tridente, y no siempre eran luchas, sino que apredía trampas y algunos nombres de plantas venenosas para evitarlas en caso de verlas. No estaba seguro de qué o quiénes iba a encontrar en esa Arena, pero si estaba seguro de que tenía que demostrar que era difícil de matar.
Igual que Annie.
Finnick la vio aparecer por la puerta trasera de la casa, con un cuchillo corto en la mano derecha y una lanza en la izquierda, todos de madera. Dexter los había mandado hacer con el peso exacto de armas de metal del Capitolio, por lo que no tendrían que preocuparse por el cambio de peso al llegar a la Arena.
Annie avanzó con paso firme, serena, sujetando con fuerza sus armas. Ambos, junto con Mags, se habían propuesto entrenarse, prepararse, para tratar de demostrar algo. Finnick ni siquiera había intentando negarse cuando la había visto aparecer, a los tres o cuatro días de saber la noticia, con una de las armas de madera. Simplemente entrenaban.
Sin embargo, la posibilidad de verse ambos en la Arena era más que dolorosa. Finnick había soñado con ello meses atrás, aunque el sueño, o más bien pesadilla, no se le iba de la cabeza. En él, Finnick y Annie luchaban en una Arena que no era más que una niebla grisácea, cenizas de un intento de rebelión. Y, al final, cuando únicamente quedaban ambos, Finnick se había inclinado, con lágrimas en los ojos y en los labios, y le había dado un último beso antes de clavarse un puñal en el estómago. Pero el sueño no acababa ahí. Ese final, el final que debería haber sido de Katniss Everdeen y Peeta Mellark, se había vuelto mucho más trágico cuando Annie, con la misma serenidad que presentaba ahora, se había clavado el puñal en el pecho.
Finnick había despertado entre gritos, con el sonido de los dos cañones resonando en los oídos.
No le importaba morir si con ello salvaba a Annie. No le importaba sacrificarse si sabía que ella estaría a salvo. Pero la idea de perderla, la idea de que ella pudiese resultar herida o muerta, le producía un dolor en el pecho semejante al escozor de una yaga, aunque ni eso era suficiente. Era como ser quemado vivo. Era como sentir los pulmones explotar en tu interior y el aire escapándose. Era como una mole de cemento sobre los hombros, empujando hasta aplastarte.
-         Otra vez – gruñó, mirando a Dexter.
El hombre sudaba por todos los poros de su cuerpo. Les había puesto una dieta especial a los tres para tratar de recuperar la masa muscular que habían perdido con el paso del tiempo, pero solo Finnick parecía llevarla adelante, o bien era el único al que se le notaba. El médico se pasó una mano por el pelo, poniéndose en guardia de nuevo.
Finnick atacó una y otra vez, sin descanso, hasta que tuvo el brazo de Dexter atascado entre una dos brazos del tridente. El hombre sonrió con desgana.
-         Descansa por hoy, yo me encargo de Annie.
Finnick se pasó una mano por el pelo empapado de sudor y miró a Annie. La chica tenía la mirada perdida en algún punto del patio, con ambas armas flácidas en sus manos. Finnick casi quiso llorar. ¿Por qué no podían dejarlos vivir una vida normal, juntos? Habían planeado casarse, pero eso ahora era absurdo. Cualquiera de los dos podía morir en menos de unas semanas. La idea de una vida a su lado era una especie de sueño insustancial.
Annie se levantó y se dirigió hacia Dexter al mismo tiempo que Finnick caminaba hacia la casa. Se cruzaron y Annie lo miró.
-         ¿Estás bien? – preguntó.
Finnick parpadeó, evitando mirarla.
-         ¿Podemos estarlo?
Annie le acarició el dorso de la mano con un dedo antes de girar la cabeza hacia Dexter, que se limpiaba el sudor de la cara con el borde de la camisa.
-         Te quiero – murmuró antes de empezar a andar.
Finnick apretó los puños en torno al mango del tridente hasta que estos se pusieron blancos. Si había algún dios que fuese justo, ninguno de los dos saldría seleccionado en la cosecha.
Mags estaba sentada en el sofá del salón, con una aguja entre las manos. Toda la superficie de la mesa estaba cubierta de anzuelos de todo tipo hechos a partir de cualquier cosa. Ese era el don de Mags, un don que había tratado de enseñarle a él, sin éxito. La anciana levantó la mirada en cuanto lo vio entrar y dejó la aguja sobre la mesa.
-         ¿Inik? – preguntó, con la voz ronca.
Finnick la miró, con la mandíbula apretada. Ella era una anciana. ¿Cómo iba a poder luchar contra personas de veinte años, con una experiencia mucho más reciente que la suya? El muchacho agitó la cabeza. No había sabido hasta que punto era cruel el Capitolio hasta que anunció el tercer Vasallaje.
-         Voy a ducharme – se excusó Finnick, dejando el tridente apoyado en la pared.
La mujer lo miró con tristeza, pero volvió a sentarse y concentrarse en sus anzuelos. Finnick se marchó.
En la ducha, con el agua caliente resbalando por su piel desnuda, enumeró cada momento feliz de su vida, una especie de juego que había ideado durante esos meses. Era la manera de recordarse que merecía la pena vivir.
Momentos como recordar a su padre arropándolo por las noches. O Mags cuando él salió de la Arena, con una sonrisa de madre orgullosa en los labios. O el día que su distrito recibió la paga por su victoria. O Annie, diciéndole que era suyo. O aquella noche en la playa, o el día que nació la idea de un matrimonio…
Finnick agitó la cabeza, abriendo los ojos. No estaba funcionando.
Sin embargo, cuando se giró, descubrió que no estaba solo.
Annie estaba junto a él, completamente vestida y empapada, y lo miraba con una mirada triste e interrogante. Finnick se quedó helado, mirándole a los ojos. Apenas se habían tocado desde el anuncio del Vasallaje, concentrados únicamente en entrenarse. Era irónico, pues ambos se estaban encargando de buscar la protección del otro y lo único que estaban consiguiendo era alejarse.
-         ¿Qué nos pasa? – susurró Finnick, inclinando la cabeza.
Annie le pasó una mano por el pelo aplastado por el agua y empezó a llorar.
-         No es justo – repitió.
Finnick la abrazó, apoyando los labios en su hombro. El agua caía a su alrededor como una cortina, golpeando en sus pieles.
-         Por supuesto que no lo es – agregó Finnick, introduciendo las manos en el pelo castaño de la chica.
-         No quiero ir, Finn – admitió Annie -. No quiero.
Finnick se separó, apoyando los labios en su frente.
-         Lo sé. Yo tampoco.
Annie le abrazó por la cintura. Fnnick le apartó las gotas de agua que pendían de sus mejillas con los pulgares y ella se estremeció junto a su pecho. Él volvió a abrazarla.
-         No es justo, no es justo…
La chica cayó al suelo, agarrándose las rodillas. Finnick cerró el grifo, cogió una toalla y, tras anudársela en torno a la cintura, se sentó a su lado, obligándola a separar la cabeza de las rodillas.
-         No dejaré que te pase nada – prometió Finnick, repitiendo la misma promesa que le había hecho años atrás -. No voy a permitirlo.
-         ¿Cómo? – gimió ella.
Finnick la miró y vio en sus ojos el miedo, la tristeza y una chispa de algo que no supo identificar, pero no era debilidad. Vulnerabilidad y debilidad no eran lo mismo, y Annie era vulnerable, pero no débil. Una persona vulnerable es una persona frágil, que puede ser herida, pero eso no implica que no pueda reconstruirse. Una persona débil es una persona que se rompe, que no tiene ninguna clase de fuerza. Y Finnick estaba convencido de que solo una persona fuerte sería capaz de pasar por todo lo que Annie había pasado, de ver todo lo que ella había visto, y seguir viva. Ya no cuerda, porque Annie no lo estaba, pero viva. Finnick conocía a muchos tributos que habían tratado de quitarse la vida en numerosas ocasiones para huir de sus recuerdos, y Annie no lo había hecho. Para él, eso era fuerza suficiente.
-         Haré lo que sea – musitó él.
-         No quiero que vayas tampoco. No podría soportarlo.
Annie se puso las manos en las sienes y empezó a apretar. Toda esa serenidad que aparentaba era una simple máscara que escondía todo ese dolor y dudas. Finnick puso las manos a ambos lados del cuello de Annie y la obligó a mirarlo.
-         Te quiero – dijo -. Te quiero, Annie Cresta. Recuerda eso.
Annie rompió a llorar. Finnick puso los labios en su frente y lloró con ella. Era demasiado injusto. Se preguntó si el resto de tributos lo estarían pasando igual de mal que ellos dos. Se preguntó si a todos les dolería volver o había algún loco que disfrutaría haciéndolo.
Y pensó en Katniss y en Peeta, sin saber por qué. Quizá porque ambos también eran vencedores y pareja, aunque su situación era bien distinta. Katniss era  la única vencedora del distrito. Estaba obligada a ir, sí o sí. Y las posibilidades de Peeta tampoco eran muy alentadoras. Ellos eran tan trágicos como los amantes del distrito 12.
Agitó la cabeza y unas cuantas gotas de agua cayeron sobre sus ojos. No. Lo que ellos sentían era real. Totalmente real. No era un objeto de atención, de hecho, nadie lo conocía. Era suyo.
Finnick acostó a Annie esa noche con él, pero él no fue a la cama tan rápido. Bajó a despedirse de sus dos amigos antes de acostarse. Mags ya estaba dormida, pero Dexter estaba sentado en el salón, mirando la televisión sin verla realmente.
-         Dex – saludó Finnick, sentándose con él.
El hombre se giró para mirarlo. Tenía unas profundas ojeras, algo extraño de ver en alguien del Capitolio, y el pelo muy revuelto.
-         ¿Recuerdas ese día, en el Capitolio, cuando acabaron los Septuagésimo Cuartos?
Finnick asintió, apoyando el mentón en la palma de su mano izquierda.
-         ¿Recuerdas cuando Annie te besó delante de todos? – El chico volvió a asentir -. ¿Y si alguien se dio cuenta?
Finnick negó con la cabeza, cerrando los ojos.
-         Lo dudo. Todos estaban pendientes de la pantalla.
-         Solo te digo que pienses en ello, Finn – susurró Dexter.
El chico se quedó solo en cuanto el médico se marchó. La televisión seguía encendida, mostrando un documental de los Juegos anteriores. Setenta y cuatro años de Juegos, de muertes y de victorias.
Finnick regresó a la cama sin acabar de ver el programa, con el labio hinchado de tanto mordérselo. Ni siquiera pensó en su conversación con Dexter. Ni siquiera pensó en el
Vasallaje. Simplemente se acostó con Annie, la abrazó y se quedó dormido.