martes, 31 de diciembre de 2013

'Never let this go'.

El aire que respiraba estaba repleto de humo y sudor. Pesado. La música retumbaba en mis oídos, música que, de haber estado sobrio, jamás me habría detenido a escuchar. Me llevé una mano a la cabeza, pasando los dedos por mi pelo húmedo. El estómago me daba vueltas, aunque todo se movía a mi alrededor. El alcohol, suponía. Caminé pegado a la pared, chocando con varias chicas que extendieron hacia mí sus brazos, pero estaba demasiado ocupado tratando de llegar hasta la puerta del local. Había dejado a Lisa sentada en un sofá, con la mirada perdida por las drogas que se había metido. Diría que estaba loca, pero nada me importaba, si soy sincero. No esa noche, ni probablemente me importaría el resto de mi vida. Lisa había puesto una pastilla en su lengua y me había besado, depositándola en mi boca. A veces, podía ser como una boa, de esas que abrazan hasta la asfixia, y no tuve otro remedio que tragármela. Probablemente por eso me deslizaba por el pasillo como si mis pies fueran gelatina mientras la gente me hacía muecas.
Tras tres intentos en los que no hacía más que agarrar el aire confundiéndolo con el pomo de la puerta, conseguí salir al exterior y respirar aire limpio. Estaba sudando y temblando al mismo tiempo. Me apoyé en la pared, metiéndome los dedos hasta la garganta para echar todo lo que había en mi estómago. Era asqueroso. Unas chicas me vieron, las escuché insultarme, pero no me importaba. Solo quería desintoxicarme, de todo. Absolutamente todo.
Apoyé la cabeza sobre los fríos ladrillos. Yo nunca había sido así. Siempre había sido tranquilo. Sin fiestas, sin alcohol, sin tabaco, sin drogas. Pero las circunstancias cambian, la gente cambia. Y cambiar, o al menos en mi caso, no significaba madurar. En mi caso, significaba destrozarme.
Volví a entrar. Me daba igual. Ya estaba destrozado. Romperme la cabeza habría sido mucho menos doloroso que romperme a mí por completo. Físicamente, estaba bien. Físicamente, estaba entero. Pero me faltaba lo más importante, lo que nadie veía. Y por eso, nadie se daba cuenta. Aceptaban al nuevo yo con sonrisas o ceños fruncidos, incluso con alguna que otra bofetada, pero ¿qué me importaba? Eso decían mis amigos. No debía importarme.
El calor dentro del local era apabullante, tanto que necesité al menos tres minutos para estabilizar mi paso. Caminé directo a la barra. Había dejado a Lisa al cuidado de Greg. Él siempre la cuidaba.
Y tanto que la cuidaba.
Decir que me jodió que se estuviesen enrollando sería mentir, así que no puedo explicar por qué me puse tan violento. Me abalancé sobre ellos, pero unos brazos me detuvieron antes de que pudiese estampar mi puño en sus caras. Un tío enorme me sacó de la discoteca a empujones y me cerró la puerta en las narices, dejándome tirado en mitad de la calle. Me levanté, loco de rabia, y golpeé con toda mi fuerza la pared. Ni siquiera sentí el momento en el que se me rompieron los nudillos. Quizá quería demostrar así que era muy hombre, pero en realidad, no era más que un niño que se puso a llorar en cuanto vio la sangre.
No sabía qué hacer. Quería ponerme en mitad de la carretera, dejar que me atropellasen. Quizá así…
Me saqué el teléfono del bolsillo, manchando la pantalla de sangre. Me costó encontrar el número, hacía siglos que no lo usaba. Esas son las consecuencias del cambio, supongo. Todas las cosas que dejas atrás. Marqué, sabiendo que era muy probable que me encontrase con una negativa o, mejor, que me colgasen directamente. En ambos casos, ya tendría vía libre para tirarme por un puente.
Sin embargo, descolgó el teléfono.
Esperé, quizá para oír un insulto o el pitido que me indicaría que ya no estaba al otro lado. Pero solo escuché silencio, si es que eso es posible. Supuse que me tocaba a mí hablar, pues.
-      ¿Puedes venir a por mí?
El teléfono se colgó. Me miré los nudillos, desesperado. Me había destrozado a mí mismo y a todo lo que me rodeaba. Estaba solo.
Quizá alguna vez os hayáis sentido solos. Yo, de hecho, nunca me había sentido así. No como esta vez. Siempre hay alguien. Pero esta vez, era como si estuviese en una burbuja. Rodeado de gente que no podía oír mis gritos ni ver mis lágrimas. Y me había costado darme cuenta de que esa burbuja la había creado yo.
Me puse las manos en la cabeza. Por fin, entendía qué era sentirse solo. Era estar vacío. Era ver cómo todo el mundo seguía su curso, cómo te dejaban atrás. Cómo todos encontraban unos amigos en los que confiar mientras tú ibas simplemente tanteando, conociendo a muchos y queriendo a ninguno.
Y era horrible.
Dicen que la peor sensación es el dolor. Estoy en desacuerdo, la peor sensación es la soledad.
De repente, un coche paró delante de mí. Levanté la vista, limpiándome los surcos de las lágrimas de la cara. Era un coche negro, con marcas de barro en las puertas. Una chatarra, más bien. Me levanté, frotándome la cabeza, confuso. Quizá las drogas estuviesen haciendo su efecto. O el alcohol. Debía de ser mi imaginación.
Pero no lo era. Vic alargó la mano y abrió la puerta, devolviendo la vista al frente, sin alterar ni un músculo de su cara. Echaba de menos verla sonreír, y parecía mentira que no me hubiese dado cuenta hasta ahora. Me metí en el coche y, sin haber cerrado aún la puerta, ella arrancó.
-      Lo siento – gruñí con voz ronca.
Vic miró por el retrovisor y rebuscó detrás de su asiento, sin mirarme. Un mechón pelirrojo cayó sobre sus ojos oscuros cuando se inclinó para ofrecerme una caja.
-      Tienes sangre en la cara. Límpiate.
Abrí la caja y saqué un pañuelo para limpiarme. No aguantaba su indiferencia. Prefería su odio, no… esto. Me coloqué otro pañuelo sobre los nudillos.
Vic aparcó delante de su garaje a los veinte minutos. Veinte largos minutos sin hablar, sin mirarnos. Un ‘lo siento’ no valía. ¿Cómo podía explicárselo? No tenía excusa. Y lo peor es que a ella le daba igual.
-      Vamos a curarte eso.
Salió del coche, sin dedicarme una mirada. Me habría enfadado, pero sabía que no debía hacerlo por dos razones: la primera, no tenía ningún motivo; la segunda, estaba exhausto. La seguí hasta el garaje, donde sacó un botiquín y me obligó a sentarme en una mesa. Me cogió la mano y ni siquiera se inmutó. Cuando el alcohol rozó mi piel, no me aguanté más.
-      ¿Me odias, Vic?
Ella paró, dejando el algodón a medio camino de la herida, helada. O no se lo esperaba o no tenía respuesta. Me mordí el labio aún así, esperándola. Sin embargo, se limitó a presionar el algodón sobre mi piel, más fuerte de lo que debería. Me lo merecía, supongo.
-      No te odio – respondió.
-      ¿Entonces, por qué no me miras?
Vic se apartó de mí.
-      Mírame.
Levantó la vista, clavando sus ojos oscuros en los míos. Esos ojos que habían estado mirándome toda la vida. Esos ojos oscuros que se llenaban de brillo con una simple entrada para el cine.
-      ¿Por qué, Troy?
Esta vez fui yo el que no tuve respuesta.
¿Por qué? ¿Cómo explicárselo? ¿Por dónde empezar, mejor dicho? Pensé en todo lo que había pasado. Pensé en lo que había hecho. Meses atrás, mi vida había empezado a caerse. Mis padres se habían divorciado y ¿cuál de los dos querría quedarse con un adolescente enfermo? Yo os lo diré: ninguno. Mi familia me dio la espalda. Cuando me diagnosticaron la amnesia, pensé que ellos serían valientes por mí, pero se asustaron. Creo que tenían miedo de que los olvidase, así que decidieron olvidarme ellos. Aún no me cabe en la cabeza cómo un padre puede abandonar a su hijo en una situación así, pero he decidido no cuestionarlo. Mi abuela accedió a quedarse conmigo, pero ella estaba más enferma que yo. No quedaba muy claro quién cuidaba a quien. Sí, mi mundo empezó a derrumbarse. Odiaba a mis padres por abandonarme, odiaba a la enfermedad, un extraño tipo de amnesia que sólo se da en uno de cada mil jóvenes menores de treinta años alrededor del mundo. Espero que los novecientos noventa y nueve chicos que están en mi grupo estén disfrutando de su vida sin preocupaciones. Me odiaba incluso a mí mismo por tener tan poca suerte, así que decidí que, si la enfermedad iba hacerme olvidar, sería mejor que me adelantase a ella.
Y así fue como empecé a apartar de mí todo lo que me importaba. Incluso yo mismo. Incluso Vic, que había sido mi mejor amiga desde que gateábamos. No le conté lo que me pasaba. Me limité a humillarla, una y otra vez. Y ella siempre me perdonaba. Y, mientras tanto, empecé a destruirme a mí. Empecé a fumar paquetes de tabaco por día para destruir mis pulmones. Me desmayaba borracho en los bares para matar a mi hígado. Hice la vida imposible a mi abuela hasta que no pudo más y también se marchó, les pedí a mis padres que nunca me llamasen, y todo para destruir mi familia. Así que, cuando aquella mañana, en el instituto, dije aquellas cosas horribles sobre Vic, destruí también mi corazón.
Cuando dices que tienes el corazón roto, la gente suele pensar siempre lo mismo: un amor no correspondido, alguien a quien amaste hasta la saciedad y que te traicionó, una relación que no funcionó a pesar de los intentos. Pero pocos se fijan en lo mucho que rompe el corazón perder a un amigo.
Sigo creyendo que la gente no valora lo suficiente la amistad. La tienen en un segundo puesto, por debajo del amor, cuando en realidad es lo mismo. Incluso más importante. Y más dolorosa.
Miré hacia el suelo, sin saber qué decir. Vic estaba delante de mí, con los ojos llenos de lágrimas. Había oído que había dejado el instituto. Que se encontraba constantemente las taquillas llenas de pintadas, llamándola todo lo que yo la llamé ese día. Me había obligado a que no me importase, pero me importaba. Me rompía, más bien. Me sentía un hijo de puta.
¿Cómo contarle todo eso a Vic? No quería decirle que estaba enfermo. No quería recuperar su amistad para olvidarla más tarde. Y tampoco podía excusarme para que me perdonase. No podía. Recordé un libro que había leído en clase dos años antes, un libro que no había entendido bien. En ese momento, lo hice.
El libro se llamaba El camino, de un escritor alemán. Cuando lo leí, me pareció que el tío iba muy fumado cuando lo escribió. No tenía ningún sentido. Pero ya lo entendía. El camino era la vida del protagonista. En uno de los capítulos, Jesse se encontraba en una encrucijada. Solo podía elegir uno de los dos caminos que se le ofrecían, a pesar de que los dos eran difíciles de atravesar. Así estaba yo.
-      Vic…
-      Ha sido un infierno, Troy – continuó ella, limpiándose las lágrimas -. No sabes lo que ha sido.
No, no lo sabía. Porque yo había causado esa destrucción tratando de destruirme a mí.
-      Y lo peor – continúa – es que no lo entiendo. No entiendo qué hice para que me humillases así. Si lo supiera, sería menos doloroso. Si lo supiera, al menos podría pensar que me lo merecía.
Me levanté de la mesa, alargando la mano hacia ella, pero Vic se apartó. Ese paso hacia atrás me dolió más que la indiferencia, el odio y cualquier cosa que hubiese hecho antes.
-      ¡No me lo merecía, Troy! ¡No lo entiendo!
¿Que qué hizo Jesse en el libro? Se suicidó y el libro se acabó. Fin.
La conclusión que tuve la primera vez fue que era un libro de mierda. Ahora, creo que entiendo lo que el escritor quería decir. No era una incitación al suicidio. No quería decir que debíamos huir cuando había problemas. Quería que nos diésemos cuenta de cuan estúpido había sido Jesse, de lo cobarde que era. Normalmente, los libros te ofrecen héroes en los que inspirarte. Lo que El camino te ofrecía era el anti-héroe que debías evitar ser.
-      ¿Por qué? – repitió Vic.
Estaba llorando. La había visto llorar muchas veces. Por la muerte de algún personaje de su serie de televisión favorito. Cuando murió su abuelo. Cuando su hermano se fue de casa. O cuando ese novio del que estaba tan enamorada la dejó. Pero nunca como esta vez. Nunca.
-      No lo sé – respondí.
Pero sí lo sabía.
-      ¿Esa es tu respuesta? – chilla -. ¿Hace falta que te recuerde lo que dijiste?
Por desgracia, mi enfermedad no había eliminado eso. Lo recordaba perfectamente, estaba grabado a fuego en mi cabeza.
-      Perdió la virginidad con Matthew Collins el día del baile, en los vestuarios de los chicos. Y se acostó con los hermanos Gramm. ¿Te los turnabas, Victorie? Ah, y cómo olvidarnos de Greg… estuvo bien aquella mamada, ¿verdad?
Vic paró de hablar, tragando saliva. Había dicho cosas peores, pero prefería no oírlas de nuevo.
-      Y ninguno de ellos lo negó.
Asentí. ¿Por qué iban a negarlo? Eran unos campeones, como decía Greg.
De repente, me encontré a Vic sobre mí, golpeándome con sus puños en la cara, en los brazos, en el estómago. Mi primer instinto fue defenderme, pero me lo merecía. Eso y más. Sé que lloré mientras me golpeaba. No por el dolor de los golpes. No por lo que había hecho. Lloré por mi corazón roto.
Paró de repente, sentándose en el suelo. Llorando. Me arrastré hacia ella como pude, ignorando el dolor de las costillas. Ignorando cómo me sangraba la ceja partida. Me quedé a una distancia prudencial. Definitivamente, si me hubiese odiado hubiese sido menos doloroso que esto.
-      Me importa… una mierda – gimió, levantando la cabeza – que me llamen puta y que estén viniendo a mi casa para ‘alquilarme’. Me da igual, Troy. Me duele porque fuiste tú.
Fui yo y sin más razón que el egoísmo. Tenía tan metido en la cabeza que todo el mundo me abandonaría que nunca me planteé que Vic, que había estado siempre conmigo, como cuando me rompí la pierna y obligó al médico a dejarla dormir a mi lado en el hospital, pudiese preocuparse por mí. En ese momento, viéndola llorar a mis pies, comprendí que lo hubiese hecho con los ojos cerrados.
-      Vic.
-      Ahora estoy bien – dijo, limpiándose las lágrimas -. Nos vamos a Boston, así que…
-      ¿A Boston?
La voz se me rompió. Boston estaba a una hora de camino, no estaba lejos, pero que se trasladase a Boston significaba que ella ya no iba a estar en el pueblo, que… que había perdido un año con ella.
-      Empezar de cero – musitó -. Y no quiero…
Y no me quería a mí para destrozar su vida. Lo entendía. Me levanté, desorientado. Si había tenido la esperanza de recuperar a mi mejor amiga, se había esfumado, y volvía a estar solo. Perdido. Pensé en mi casa, sucia y descuidada, llena de botellas de alcohol vacías y colillas de cigarros ensuciando la alfombra. Así era yo, más o menos. Salí del garaje casi corriendo. Una vez en la calle, me senté en el bordillo, frente a la carretera, y empecé a llorar. Lo había perdido todo, y seguiría perdiendo. Me lo había tomado como una carrera contra la enfermedad, un juego que no podía ganar. Había buscado la manera de combatirlo, aun sabiendo que no existía, en lugar de aprender a vivir con ello. Empezaba a sentirme con Jesse. Perdido, andando sin vivir realmente. Derrumbándome ante los problemas. Me había convertido en el anti-héroe de mi propia historia.
-      Troy.
Me giré.
-      Estoy enfermo – solté.
Vic abrió mucho los ojos, llevándose las manos a la boca. Se sentó a mi lado, sin dejar de mirarme. Supongo que, en ese momento, no sabía cómo sentirse. Si hubiese sido una persona normal, estaría feliz y pensaría en que era una suerte que existiera el karma. Pero era Victorie Davis. Ella no pensaba así.
-      ¿Te vas a morir, Troy?
Reí. Probablemente, pero no por la enfermedad, sino por mí mismo. Quizá yo era mi propia enfermedad.
-      No, Vic. Es…
Y se lo conté todo. Le conté cómo mis padres se largaron. Cómo dejé de confiar. ¿Si no podía contar con mis padres, con quién podría entonces? Cómo empecé a matarme. Suicidándome inconscientemente. Cómo me obligué a que ella me odiase. Cómo quería quedarme solo.
Y cómo, ahora que sabía lo que era, me arrepentía.
-      Sé que no es excusa – dije, acariciándome los nudillos rotos.
-      ¿Por qué no me lo contaste?
-      Ya te lo he dicho – dije, demasiado brusco -. Vi a mi madre cerrarme la puerta. La llamé y me dijo que no podía. ¿Crees que pensaba que tú sí ibas a poder, Vic?
Vic se acercó a mí, mordiéndose el labio. Había dejado de llorar.
-      Me destrozaste – señaló, retorciendo las manos -. Y fue horrible.
-      Lo sé. Y lo siento. De verdad.
Vic me golpeó de nuevo, con los ojos llenos de lágrimas. Esta vez, quise frenarla, pero ella se retorció.
-      ¿Por qué no me lo contaste? – gritaba, entre golpe y golpe -. ¡Te habría ayudado! ¡Lo sabes! ¡Jamás de abandonaría, yo…!
La cogí por las muñecas, frenándola. Vic me miró a los ojos antes de cerrarlos con fuerza, dejando caer un par de lágrimas. Me gustaría poder decir que en ese momento dije algo inspirador, algo que le devolviese su confianza en mí, que hiciese que me perdonase, pero lo cierto es que no pude decir nada. Me quedé en silencio, esperando a que ella dijese algo.
-      Eres un estúpido, Troy Walters.
Le dediqué una media sonrisa. Eso era algo, al menos. Me coloqué más cerca de ella hasta que nuestras pieles se tocaron. Me estaba muriendo de frío, y ella también. Ambos temblábamos, pero me daba miedo levantarme y romper el poco roce que teníamos.
-      ¿Te duele?
¿Que si me dolía? Me escocía, más bien. No me había dado cuenta de en lo que me había convertido hasta que la había visto llorar. No me importaban mis padres, que me habían dado la espalda. Me importaba la gente a la que yo había dado la espalda injustamente.
Escuchaba a Greg y a Lisa diciéndome que no debía importarme nada. Que yo era libre, que no podía depender de nadie. Me habían convencido de eso, pero sí dependía. Aunque nuestra felicidad y nuestra vida dependan solo de nosotros, estamos ligados a  las personas que nos rodean. Y ellos dos no entendían eso, hasta que algún día lo hicieran. Espero que lo hayan hecho.
-      Los nudillos – aclaró Vic, acariciándomelos con el pulgar -. ¿Te duelen?
Asentí. Me cogió de la muñeca y volvió a meterme en el garaje. Vic repitió el proceso con el algodón, limpiando la herida y poniéndole encima una gasa.
-      Vic.
Levantó la vista. Ya no había indiferencia en sus ojos hinchados. No estaba seguro de si me había perdonado o no, pero por lo menos me había demostrado que se preocupaba por mí. Eso es lo que pasa cuando te enfrentas a malos momentos: no te das cuenta de quién está ahí y seguirá ahí y quien no lo hará.
-      Troy…
-      No puedes perdonarme. Lo sé y lo entiendo. No te estoy pidiendo eso.
Vic dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo, mordiéndose el interior de la mejilla. Conocía ese gesto. Era el que siempre ponía cuando quería decir algo, pero las palabras no acudían. Estiré una mano para cogerle la mano, pero algo me detuvo. ¿Miedo? Creo que fue exactamente el miedo a estropearlo todo lo que me echó para atrás. Vic no dejó pasar ese movimiento y clavó sus ojos oscuros en mis dedos.
-      Yo… - comenzó – puedo intentarlo.
No me la merecía. No me merecía su amistad. No me merecía que hubiese cogido su coche para venir a por mí. No me merecía que estuviese curándome la mano, ni que estuviese intentando perdonarme, después de lo que le hice. Me levanté y corrí a abrazarla. Al principio, se quedó rígida, inmóvil, sin responder. No me importaba. Llevaba un año sin hacer esto.
Las manos de Vis se anudaron en torno a mi cintura, apoyando la frente en mi pecho.
-      Estás raro – musitó. Reí entre dientes -. Estás más grande.
La estreché más fuerte. Vic me cogió la mano y me llevó de vuelta al coche. No podía ocultar la sonrisa, a decir verdad. Ninguno de los dos podíamos. Ella se mordía el labio para evitar que yo la viese sonreír, pero la veía. De alguna manera u otra.
-      ¿Quieres ir a cenar?
Asentí y saqué la cartera de mi pantalón. Aún me quedaban veinte dólares, lo justo para invitarla. Era lo menos que podía hacer.
-      ¿Han cambiado tus gustos? – preguntó, girando en una rotonda.
Por supuesto que habían cambiado. No me había dado cuenta de que éramos completos desconocidos. En un año, habían cambiado demasiadas cosas, nosotros dos incluidos. Yo había dejado de estudiar y me había hecho un tatuaje. Ella había dejado de usar las sudaderas anchas y las había sustituido por jerséis de mangas largas que le cubrían los dedos. Como he dicho, las cosas cambian y las personas, también.
Pero esa noche, no me apetecía cambiar.
-      No – susurré, frotando las manos frente al radiador del coche -. Necesito una buena pizza.
Vic sonrió por fin. Los conocidos hoyuelos se le marcaron en las mejillas y pareció que hubiésemos regresado, que estuviésemos como siempre habíamos estado. La miré. Parecía que no había pasado nada entre nosotros.
Esa noche entendí algo, algo que he comprobado durante el resto de mi vida. Entendí que Vic era mi mejor amiga no porque no nos enfadásemos, ni porque fuésemos inseparables, porque la amistad no trata sobre eso. La amistad no es ser inseparables, sino superar las separaciones.
-      ¿Flat Breads?
No había cambiado nada.
-      Flat Breads.
Dos horas después, me llevó a un parque. Nos sentamos en un banco, mirando la ciudad amanecer. Vic me cogió la mano, sorprendiéndome. La cena había sido incómoda para ambos, si soy sincero. Habíamos compartido anécdotas, pero ese año había sido un infierno para ambos y ninguno de los dos quería recordarlo. Y cuando me cogió la mano, un escalofrío me recorrió la espalda.
-      Sabes que voy a estar aquí – dijo, con la vista aún clavada en el frente -. Ayudándote a recordar cuando haga falta.
La miré, acariciándole la palma de la mano con el pulgar.

 
Han pasado cinco años y sigue manteniendo su promesa.
Cierro el libro de memorias. Leo partes todos los días, devolviéndome los recuerdos poco a poco. En mi época oscura, como Vic la llama, pensaba que la única manera de ganar a mi enfermedad era destrozarme antes de que ella lo hiciese; ahora entiendo que la manera de ganarla es arreglándome mientras ella actúa.
Mentiría si dijese que no la olvidé. Recuerdo perfectamente ese día, no hace falta consultar el libro. Me desperté y la vi entrar por mi puerta, como si fuese su propia casa. Dejó la bolsa de la compra sobre la mesa y me sonrió.
-      ¿Quién eres? – pregunté.
Creo que fue su cara lo que hizo que recordase ese momento. Le empezó a temblar el labio inferior y se acercó corriendo, extendiendo hacia mí los brazos. Me aparté, asustado.
-      ¿Quién eres? – repetí.
-      ¿No me recuerdas?
Eso me rompió.
Al final, ella me ayudó a recordar gracias al libro. Ella siempre me ayuda a recordar. Siempre está conmigo. Sigue siendo mi mejor amiga, a pesar de todo lo que pasó ese año. Cojo el teléfono de la mesilla y marco su número, pero me quedo trabado en el último. No lo recuerdo. Lucho por averiguarlo, pero podría ser cualquiera. Me empiezan a temblar las manos. Y, en ese momento, mi teléfono suena. Lo cojo, aliviado.
-      ¿Troy?
-      Vic – trago saliva -. No… no podía recordar tu número.
Vic calla al otro lado. Siempre se ensombrece cuando se trata de la amnesia. Me lo repite dos veces y hago todo lo que puedo por recordarlo.
-      Troy, estás bien. Tienes el libro.
-      Te tengo a ti.
Vic ríe al otro lado del teléfono.
-      Me tienes a mí – asegura -. ¿Ibas a dormirte ya?
-      Sí. He leído el libro y he escrito un par de páginas antes.
-      Voy a salir con Jake, vamos al cine. ¿Quieres venir?
¿Jake? Agarro el libro y rebusco. No encuentro su nombre por ningún lado.
-      No…
-      Troy.
-      No sé…
-      Troy.
Agarro el teléfono y me obligo a tranquilizarme.
-      Vic, no sé quién es Jake.
-      Vamos a tu casa. Vístete.
Cuelga el teléfono. Aún estoy nervioso, siempre me pongo así cuando la enfermedad aparece. La duda por saber quién es el misterioso Jake me corroe y me disgusta. No recuerdo si quiera haberlo mencionado alguna vez en mi vida. Me pongo una sudadera y espero, sentado en el sofá, con el libro entre las manos. Estoy leyendo las últimas hojas que he escrito hoy cuando llaman a la puerta. Vic está en el felpudo, con el pelo recogido en una coleta. Me sonríe, mostrándome sus inolvidables (y lo digo en serio) hoyuelos. Y detrás de ella está un chico rubio, de ojos claros, que me sonríe tendiéndome la mano.
-      ¿Me recuerdas, tío?
Jake. Sonrío, aliviado. El novio de Vic, tan implicado en mí como ella. Sé que a veces me siento como un bebé cuando estoy con ambos, y ellos mis padres, constantemente preocupados por que no olvide qué es el kétchup o cuál es el nombre del camarero del restaurante al que solemos ir.
Cojo las llaves y salgo de casa. La mano de Vic se enlaza con la mía. Jake nunca ha estado celoso de mí. No tiene motivos, pero otras parejas de Vic siempre la obligaban a dejarme ir. No él. Para Jake, soy parte de ella.
Sé que Vic teme que la olvide. Yo también lo hago, y creo que incluso Jake está preocupado porque eso suceda. Pero Vic me prometió que me ayudaría a recordar, y lo mantiene. Y yo me prometí a mí mismo que no la olvidaría.
Y no lo haré. Porque es inolvidable.



*Holi, criaturitas. Antes de nada, ¡feliz año nuevo! Bueno, hacía tiempo que no subía nada mío. Mucho tiempo. No sabéis lo nerviosa que me pongo cuando tengo que subir algo que no es un fic. Este fic en cuestión lo empecé a escribir hace bastante, y lo he acabado hoy porque quería compartirlo con vosotros. El título, igual que Bring me to Life, hace referencia a una canción de Paramore. Creo que la canción explica un poco el fic, al menos a mi parecer. Y bueno, ¿por qué esta historia? Por dos cosas, principalmente. La primera: cuando lo empecé a escribir, me estaban pasando cosas muy similares a la época oscura de Troy. Perder a un amigo importante, alejar inconscientemente a todos de ti porque crees que te van a abandonar y no quieres que te hagan daño... Siempre escribo cosas con las que me identifico, y este sea probablemente uno de los que más me definirían. Y segundo: quería escribir algo en lo que no tuviese que incluir una historia de amor, sino profundizar en algo que considero más importante, como es la amistad. Espero que os haya gustado, de verdad, y... ¡feliz 2014 desde el estanque!*

lunes, 30 de diciembre de 2013

Capítulo 71. 'Sangre y caos'.

Siempre se había sentido a salvo en su casa, tras esas paredes que le ofrecían protección del mundo exterior. Sin embargo, desde que Mags y Finnick se habían marchado de allí, quizá para no volver, sentía que el aire allí dentro era más pesado, y más aún cuando los Juegos estaban a días, quizá horas, de terminar. Necesitaba salir, respirar aire fresco, sentirse recogida dentro del distrito al que siempre había pertenecido. Por eso, se había sentado con su gente a ver los Juegos.
Pero Annie Cresta no esperaba que acabasen tan rápido.
Las pantallas se apagaron cuando las explosiones en la Arena comenzaron. Solo se vio la chispa al comenzar a arder el estadio, y después, nada. Annie miró a Dexter, que seguía con los ojos clavados en la pantalla, imperturbable.
-      Se habrán roto – murmuró el hombre, pasándose una mano por el cuello, gesto que había tomado de Finnick.
Annie se retorció las manos heridas. Había visto a Finnick abalanzarse hacia Katniss y perseguido por Enobaria. ¿Y si lo habían matado? La chica empezó a temblar. No, él va a volver. Tiene que volver.
Dos Agentes de la Paz observaban minuciosamente la pantalla y las estructuras que la sostenían delante del Edificio de Justicia. El distrito guardaba silencio, expectante. Uno de los agentes movió la cabeza en señal de negación y el otro le dio una patada al suelo, furioso.
-      ¿Qué está pasando? – preguntó una anciana al lado de la chica.
Annie se giró hacia ella. Había algo raro en la situación. El Capitolio vivía por y para los Juegos. No podían permitirse un fallo en las pantallas que los retransmitían, todo estaba perfectamente controlado.
-      No están rotas – comentó Annie, devolviendo la mirada a las pantallas.
-      ¿Qué? – preguntó Dex, extrañado.
-      Que no están rotas. Algo ha pasado que no quieren que veamos.
Emer tiró de la muñeca de Annie, insistente, y la obligó a mirar a una de las entradas a la plaza. Un camión de Agentes de la Paz frenaba silenciosamente, mientras el murmullo del distrito comenzaba a aumentar.
-      Dex…
-      Algo gordo está pasando – dijo él, irguiéndose para observar el camión.
-      Algo que no quieren que veamos – repitió Annie.
Las cámaras habían captado a Katniss lanzar la flecha al cielo. Habían captado la Arena explotando. Y después nada. Annie se estremeció. Finnick tenía que estar vivo, se lo prometió…
Entonces, los Agentes comenzaron a salir del camión, un pelotón que no hacía más que aumentar. Quizá hubiese más camiones, pero pronto la plaza se llenó de Agentes de la Paz que dispersaban a la multitud. Dexter cogió a Annie por el codo y tiró de ella, que a su vez tiraba de Emer. Se metieron en un portal, observando cómo los Agentes recorrían la plaza a empujones y golpes.
-      Escúchame – dijo Dexter, mirando a la chica a los ojos -. Quédate aquí y espérame. No vuelvas a casa. Si pasa algo, corre hacia la playa y escóndete hasta que vuelva a por ti.
-      Pero Dex…
-      Voy a comprobar que todo está bien en casa y vuelvo. Pero quédate aquí. Prométemelo.
Annie asintió. Dexter salió corriendo, haciéndose paso a empujones. Annie miró a Emer, que observaba la escena temblando. Su último encuentro con Agentes de la Paz no había sido precisamente bueno, y mucho menos para Dexter.
Los minutos pasaban y Dexter no volvía. Annie se mantenía agarrada a la mano de Emer en las sombras, tratando de ocultarse de los Agentes. Ya había visto a un par de ellos coger a una vencedora y zarandearla mientras le hacían preguntas. La mujer se había girado, buscando a alguien al que no había encontrado. Y lo mismo había ocurrido  con la anciana que había estado sentada junto a Annie, que había señalado el lugar en el que la chica había estado.
Un extraño hormigueo comenzó a corroerle el estómago. Dexter tardaba demasiado. Algo iba mal en casa. Sabía que le había prometido que no se movería de la plaza a menos que pasase algo malo, pero ya era suficientemente mala la sensación de que a su amigo le había pasado algo. Y Annie Cresta había aprendido que había promesas que había que romper cuando estaba la vida en juego.
Se soltó de la mano de Emer y corrió. Atravesó el distrito, evitando las calles concurridas, aunque teniendo en cuenta que todo el pueblo estaba prácticamente en la plaza, había demasiadas calles vacías. Pasó bajo la verja de la Aldea de los Vencedores, que estaba extrañamente silenciosa y corrió hacia su casa. La puerta estaba entreabierta cuando se paró frente al umbral.
-      ¿Margaret? – susurró, poniendo un pie en el interior.
De repente, una mano se cerró en torno a su tobillo. Annie sintió el grito abrirse paso en su garganta, pero se obligó a cerrar la boca en cuanto vio que era la anciana mujer. Se arrodilló junto a ella. Tenía el pelo blanco manchado de sangre que manaba de una herida en su cabeza, y estaba blanca como la espuma. Temblaba tanto que su cuerpo daba golpecitos en el suelo, pero aún le quedaban fuerzas para llevarse los dedos a la boca y pedirle silencio.
-      Vete – murmuró, tragando saliva con fuerza -. Escón… dete.
Annie negó con la cabeza. ¿Qué amenaza podía ser una anciana como Margaret para que le hubiesen hecho eso? ¿Quiénes, era la cuestión? Annie se levantó, recogiendo un trozo de madera roto del suelo. Irónicamente, después de cinco años, las lagunas del año de sus Juegos empezaron a llenarse. Recordaba los entrenamientos, como había aprendido a clavar un cuchillo y un espadón grande. El trozo de madera no era ninguno de los dos, pero tenía el extremo astillado y puntiagudo. Serviría.
Se había avivado una Annie que no conocía en su interior. Ya habían hecho bastante daño a su familia.
-      Niña – musitó Margaret desde el suelo, tratando de levantarse -. No vayas….
Annie se llevó los dedos ensangrentados a los labios y se dirigió a la cocina. De repente, escuchó un golpe y un quejido. Se paró en seco.
-      Dinos dónde está. No te queda mucho tiempo.
-      Sois unos ingenuos si creéis que un par de golpes me van a hacer hablar.
Dexter. Annie escuchó cómo le daban más golpes a pesar de sus quejas y se acercó, con el trozo de madera en la mano, cuyas astillas comenzaban a clavarse en la piel de su palma.
-      Dónde está Annie Cresta.  
Annie pegó la cara a la puerta entreabierta de la cocina. Dexter estaba en el suelo arrodillado, atado de pies y manos. La sangre corría por el lado derecho de su cara, salpicando su camisa gris, y tenía el labio partido y el ojo izquierdo cerrado. Annie se tapó la boca. Irrumpir en la habitación armada con un trozo de madera solo conseguiría que la matasen, a ella y a Dexter.
Uno de los Agentes golpeó a Dexter en el brazo roto, provocando que éste soltase un alarido de dolor.
-      ¿Dónde está?
-      Protegida. Lejos de ti. Lejos de Snow. Díselo cuando vayas.
-      Quizá puedas decírselo tú – dijo el otro, golpeándolo en la cabeza -, antes de que te corten la lengua.
Dexter escupió sangre en el suelo, Annie sintió una de las astillas penetrar en su carne.
-      Sabemos que está por aquí, en alguna parte. No ha podido salir del distrito.
-      Es una buena nadadora.
Otro golpe, está vez en la boca. Dexter escupió un diente.
-      Te crees muy listo, ¿verdad? Gracioso incluso – El Agente colocó el cañón de una pistola en la sien del hombre, tirándole del pelo -. ¿Te parecería gracioso que te metiese una bala en el cerebro?
-      Me parecería estúpido – balbució Dexter -. Solo os quedaría un cadáver y ninguna respuesta.
Annie sintió una lágrima caer por su mejilla. Tenía que hacer algo, no podía dejarlo morir ni permitir que lo matasen. Él lo había sabido. Había sabido que estarían en casa. Que la estaban buscando a ella. ¿Pero por qué la buscaban? La Arena. Todo estaba relacionado con lo que había pasado en el estadio. Con el fin de los Juegos.
La mente de Annie se puso a trabajar a toda velocidad, como hacía años. Con la misma fluidez que cuando escribía. La estaban buscando por Finnick, de eso estaba segura, lo que significaba que él aún seguía vivo. Pero ¿en qué condiciones? ¿Por qué era ella necesaria? Un escalofrío le recorrió la columna. ¿Qué querían de ella? Si el caso fuese el contrario, si estuviese en el lugar del chico, lo que más podría herirla sería que le hiciesen daño a él. Entonces, si la buscaban para hacerla daño y así herir a Finnick…
Dexter se ganó un nuevo golpe, esta vez en el pecho. El hombre se arqueó, apoyando la frente contra el suelo. Una gran mancha de sangre se extendía por las baldosas.
-      Responde – advirtió uno de los Agentes, poniéndole el cañón en la frente.
-      No voy a decírtelo.
-      Esa no es la respuesta que quiero.
-      Pues es la única que tengo.
-      Esa tampoco es la respuesta.
El Agente movió el dedo sobre el gatillo y Annie gritó.
No se escuchó ningún tiro que ahogase su grito. No se escuchó nada, en realidad. Solo su voz. Como la de los charlajos que habían atormentado a Finnick. Todos se quedaron inmóviles, incluida ella misma. Annie tiró el trozo de madera y se alejó de la puerta, pero era demasiado tarde.
-      Ahí está – gruñó el Agente en cuanto la vio.
Annie echó a correr, pero el hombre fue más rápido. La cogió del pelo y tiró con fuerza, haciéndola caer. Se echó sobre ella, presionándole los brazos en la espalda mientras enroscaba unas esposas alrededor de sus muñecas. Annie se retorció, pero el hombre era mucho más fuerte que ella. El Agente le golpeó la cara para mantenerla quieta, pero ella no dejó de moverse.
-      ¡Suéltame! – gritó, lanzando mordiscos al aire.
El Agente la levantó del suelo tirando de su pelo y la arrastró hacia la puerta. Margaret seguía allí tumbada, con los ojos abiertos, mirándola con la tristeza reflejada en sus ojos. Annie escupió y se giró para ver cómo el segundo Agente cargaba con Dexter, que la miraba con un único ojo abierto.
-      ¿Qué hacemos con ésta? – preguntó el que cargaba con Dexter, señalando a Margaret con la cabeza.
-      Está medio muerta. Déjala ahí, qué más nos da. Si no se muere ahora, no le va a quedar mucho.
Annie miró a la Margaret, que tenía los ojos cerrados. Quizá ya estuviese muerta. Quizá solo estuviese inconsciente. Quizá hubiese cerrado los ojos, resignada al ver que no había nada que hacer. Annie sintió las lágrimas manar con fuerza de sus ojos.
-      ¿Y éste?
El Agente que agarraba a Annie se giró, obligándola a girarse también. Nunca, en toda su vida, había visto a nadie en tal mal estado como lo estaba Dexter en ese momento. Había revivido mil veces en su cabeza la muerte de Kit. Había visto las sangrientas muertes del Vasallaje en la pantalla de la televisión, observando por la fina rendija que le permitían los dedos sobre sus ojos. Pero eso había sido un momento. Dexter estaba vivo aún, todo lleno de sangre. La miraba fijamente, aunque ella no era capaz de adivinar qué quería decirle exactamente, aunque sabía que era algo muy parecido a ‘por qué has vuelto, me lo prometiste’. Annie se mordió el labio.
-      Lo siento – susurró, sin emitir sonido, simplemente moviendo los labios.
Dexter inclinó la cabeza, dejándose caer. Su pelo goteaba sangre.
-      No lo sé – contestó el otro agente -. Haz lo que quieras con él. Vale lo mismo vivo que muerto.
Annie empezó a gritar. Decía cosas, una detrás de otra, mientras el agente la arrastraba hacia la calle, pero ningún sonido llegaba a su cerebro. Era como si estuviese bloqueada.
El Agente se colocó junto a Dexter, dejándolo caer en el suelo. El hombre ni siquiera tenía fuerzas para mantenerse en pie. Levantó la cabeza y la miró con el ojo bueno, moviendo los labios, pero Annie no llegó a entender qué decía. El agente colocó el cañón de la pistola en la cabeza de su amigo mientras el otro agente la sacaba en volandas de la casa.
Sus gritos ahogaron el sonido del disparo.
Todo pareció nublarse. De nuevo, se encontraba en la Arena, en un inmenso anillo con palmeras y un inmenso muro que giraba y parecía no tener fin. De nuevo, corría, atravesaba la jungla para alejarse del cadáver decapitado de su amigo. Pero entonces, comenzaba a llover sangre, como en el Vasallaje. Sangre caliente y espesa, repetía Johanna Mason una y otra vez. Sangre que no la dejaba ver, si hablar, ni respirar siquiera. Y los cañones. Uno por su madre, uno por Kit, uno por Mags, uno por Dexter, uno por Margaret.
Gritó tanto como le permitieron sus pulmones mientras sentía un pinchazo en mitad de la espalda. Gritó por sus muertos. Gritó hasta que las drogas la durmieron y se sumió en una pesadilla de cadáveres, sangre y caos.