domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo 24. 'No dejes de mirarme'.

Dolor.
La ola volvía a llevarla de un lado para otro. Veía gente a su alrededor, con la cara distorsionada, de colores diferentes, con pestañas demasiado grandes y bocas abiertas bajo una niebla de color blanco. Escuchaba gritos en torno a ella, y la ola los acercaba y los alejaba. Unos brazos de agua empezaron a rodear su piel, y los arañó para que desaparecieran, pero no se iban. Nunca se iban, y solo le hacían daño. Entonces, algo la sujetó.
-         Es suficiente.
Alguien le cogió la cara y la sacó de la neblina. Vio dos ojos verdes.
-         Mírame, Annie. No dejes de mirarme.
Y ella no lo hizo.
Finnick la cogió en brazos, y los brazos de agua que la envolvían desaparecieron. También los gritos.
-         Finnick, la entrevista… - decía otra voz.
-         He dicho que es suficiente.
Finnick comenzó a llevarla, y se sentía balanceada de nuevo, pero no del mismo modo. Cuando la ola la trasportaba, la hundía. La golpeaba de un lado a otro, no dejaba que se quedase quieta en ningún sitio. Sin embargo, los brazos de Finnick eran como un barco, un barco que recogía su cuerpo hundido y lo mandaba de vuelta a la orilla, sin importar cuán lejos estuviera ésta.
-         No puedes hacer esto – gruñó alguien.
-         Lo estoy haciendo.
Finnick golpeó a alguien con el hombro, pero no dejó de proteger el cuerpo de Annie. Ella se pegó contra su pecho.
-         Deja de gritar, Annie, estoy contigo. Tranquila.
Ella ni siquiera era consciente de que estaba gritando. Se pegó aún más a Finnick, arrugando su camisa blanca en un puño. Volvió a mirarlo.
No dejes de mirarme.
Annie había oído hablar de los ángeles, pero no sabía cuándo ni dónde. Sabía que eran criaturas aladas, bellos, tanto que dolía mirarlos.
Finnick no podía ser un ángel, porque mirarlo era algo que calmaba todo su dolor. Pero debía serlo, porque era todo lo bello que un ángel podía ser.
No dejes de mirarme.
-         Eso es, Annie. Tranquila. Estoy aquí, estoy contigo. Eso es.
Annie sintió que Finnick se paraba y oyó unas puertas cerrarse. Entonces, Finnick apoyó la barbilla en su cabeza y continuó susurrando. Sin embargo, Annie no le oía bien. Los sonidos le llegaban como si estuviese muy lejos. Todo a su alrededor se distorsionaba, como si alguien estuviese arrastrando los dedos por los contornos de las cosas.
-         Estás bien, Annie. Vamos a volver a casa, y estarás bien. Vas a recuperarte.
Annie giró la cabeza y se vio a sí misma. Vio sus ojos verdes hinchados y rojos, llenos de lágrimas, que habían provocado surcos brillantes en su cara. Tenía dos grandes arañazos rojizos en la cara, justo bajo el pómulo, y salía sangre allí donde se estaba mordiendo el labio para no gritar. El vestido blanco estaba desgarrado en múltiples partes.
-         Lo siento – susurró Annie, observando la preciosa tela rota.
Finnick la depositó en el suelo, junto a un espejo frío, y la obligó a mirarlo a los ojos. Annie estalló a llorar.
-         ¿Qué está mal, Annie? ¿Qué ves?
Annie encongió las rodillas y escondió en ellas la cabeza, sin dejar de sollozar. Estaban en una especie de casita donde nada ni nadie podía tocarlos, y la casita se movía hacia arriba, como si algo tirase de ella. Sentía las luces sobre su cabeza y el frío de un cristal a su izquierda. Finnick se levantó y escuchó un pitido. Entonces, la casita dejó de moverse.
-         Annie, háblame – susurró Finnick.
La muchacha levantó la cabeza y lo vio, acuclillado a su lado, con el hombro derecho de la camisa empapado. Se preguntó si la ola también lo habría arrastrado a él.
-         Lo siento – repitió Annie, sujetando la tela rota del vestido entre las manos. Se sentía horriblemente mal por haber destrozado algo tan bello.
Sintió el grito en lo más profundo de su garganta, y se puso las manos sobre la boca para evitar que saliese a la superficie. Si Finnick decía que debía parar de gritar, tenía que hacerlo.
‘Lo siento, lo siento’, pensaba, sin dejar de observar el vestido.
-         Annie, ¿qué te pasa? – dijo Finnick, rozándole la mejilla con el dedo -. Olvida el vestido. ¿Qué está mal?
Annie se colocó los dedos sobre los párpados de los ojos. Estaban congelados, como si los hubiese metido en una gran masa de hielo. ¿Qué estaba mal? ¿Por qué no podía evitar las sombras? ¿Por qué la perseguían?
-         Annie, por favor – susurró Finnick -, di algo.
La chica levantó la cabeza y buscó sus ojos verdes. Todo a su alrededor se movía, como si se encontrase en una caja que alguien estuviese zarandeando.
-         Quiero que pare – murmuró.
-         ¿Qué tiene que parar?
-         ¡Haz que pare, Finnick! ¡Haz que deje de moverse!
Annie se levantó, palpando las paredes de lo que antes pensaba que era una casita, una especie de lugar donde nadie podría alcanzarlos. Sin embargo, ahora se daba cuenta de lo que era. Era una prisión, y las sombras la estarían esperando fuera. Golpeó las paredes, buscando una salida. Alguien gritaba, y sentía que intentaban atraparla, pero tenía que salir de allí. Se sentía ahogada, como si estuviesen presionando con fuerza su garganta. Como si la muerte la hubiese cogido de nuevo, como aquella vez que intentó ahogarla. Escuchó el cristal romperse, y cayó de rodillas en un mar de pequeños cristales rotos.
Los cristales desgarraron la piel de sus piernas, y sentía un líquido caer por su mano. Abrió los ojos, asustada, creyendo que la ola la había alcanzado de nuevo. Pero no era agua lo que caía por su brazo, si no… sangre.
Vio una lanza atravesando un cuello, cubierta de aquel líquido rojo.
Vio una cabeza rodando por el suelo, rodeada de un charco de sangre.
Vio un palo clavado en su abdomen.
Y sintió dolor en cada fibra de su cuerpo.
Empezó a gritar y llorar, agarrándose el estómago con las dos manos. Le dolía, le dolía mucho.
-         Annie, por favor, dime qué te pasa.
Finnick estaba muy cerca de ella. Annie podía ver que estaba asustado, como si él también sintiese las sombras. Y supo que tenía mucho miedo.
-         Sácame de aquí – rogó, enterrando la cara en el hombro del chico.
Finnick la cogió en brazos y volvió a pulsar un botón. A los pocos segundos, unas puertas se abrieron, y abandonaron la caja.
Annie levantó un poco la mirada para comprobar si las sombras se abalanzaban hacia ella, pero no vio nada. Sonrió. Mientras estuviera con Finnick, ellas no podrían tocarla. Él era luz sobre ellas.
Finnick la llevó a su habitación y, tras cerrar la puerta de una patada, la llevó al baño. Le quitó el vestido y comenzó a quitarle los cristales de la piel, con cuidado. Annie se quedó quieta, observando los trocitos de vidrio salir de su piel. ¿Y si todo el mundo estaba hecho de cristal? Eso explicaría la fragilidad con la que las personas podían romperse como ella se rompía.
Cuando acabó, Finnick limpió sus heridas con una esponja mojada y se las vendó. Después, volvió a cogerla en brazos y la metió en la cama, tapándola con el edredón hasta la barbilla. Finnick se sentó a su lado y le acarició el pelo.
-         Dime algo – susurró.
Annie se fijó en que unos surcos brillantes recorrían sus mejillas. Alargó una mano para tocarlas y comprobó, sorprendida, que eran lágrimas. Finnick, a quien ella tenía como un héroe, era capaz de llorar. Se preguntó si él también estaría hecho de cristal, y si se estaría rompiendo.
-         No llores – le pidió.
Finnick se limpió los ojos con el dorso de la mano y sonrió.
-         No estoy llorando.
Annie se tumbó de lado, subiéndose el edredón hasta la nariz. Se sentía protegida. A pesar de que Finnick estuviese llorando, eso no evitaba que siguiese manteniendo a las sombras alejadas de ella. Cerró los ojos.
Vio una jungla. Las palmeras parecían brillar a la luz del sol, y más allá había un río, con el agua cristalina. Se acercó al río y vio que no era transparente, sino rojo. De un rojo fuerte, oscuro.
Abrió los ojos.
Finnick seguía allí, con la cabeza entre las manos, y sus hombros estaban hundidos. Annie vio las sombras sobre su cabeza, pegadas al techo, pero sin atreverse a acercarse.
De repente, Finnick hizo ademán de levantarse, y las sombras sonrieron, lanzando gritos de satisfacción. Muerta de terror, Annie alargó la mano y cogió la tela de la camisa de Finnick, con fuerza. Él la miró. Tenía los ojos brillantes, incluso en la oscuridad.
Annie tiró de su manga hasta que él se sentó de nuevo.
-         No me dejes sola – murmuró, temblando.
Vio una lágrima casi invisible caer por la mejilla de Finnick, tan rápida y pequeña que creó haberla imaginado. Finnick le cogió la mano, entrelazando sus dedos, y le acarició la mejilla con la otra.
-         Nunca, Annie.
Annie volvió a tumbarse del todo, sintiendo la palma caliente de Finnick sobre la suya. Él no dejó de acariciarla, delicadamente. La chica podía ver cómo él no paraba de llevarse los dedos libres a los ojos, y, cada vez que la tocaba, estaban mojados. Sus párpados se cerraron poco a poco.
‘Él va a quedarse aquí’, pensó Annie. ‘No va a irse’.
Annie sintió los dedos de Finnick apretándole la mano, con fuerza, pero sin llegar a hacerle daño. Todo volvía a moverse, a un lado y a otro, pero él era su ancla. Escuchaba a las sombras moverse por el techo, a un lado y a otro, pero como si se encontrasen a kilómetros de ella. Escuchaba una ola a lo lejos, amenazando con hundirla a las profundidades, pero Finnick era el barco que la mantenía a flote. Mientras él estuviese con ella, no le pasaría nada malo.
-         Va a quedarse – se dijo a sí misma.
Finnick apretó su mano de nuevo, y, segundos después, sintió sus labios presionando su frente. Eran cálidos y suaves. Tranquilizadores. Como una anestesia. Se sintió calmada de repente, y dejó de oírlo todo. Desde las sombras hasta la ola. Se quedó sorda, pero lo agradecía. Esa era la mejor medicina que podían haberle dado.
Cuando vovió a abrir los ojos, no vio a Finnick. Sin embargo, seguía sintiendo los dedos de él sobre los suyos. Se miró la mano y descubrió que él seguía allí, tumbado en el suelo, con la boca entreabierta. ‘Bello’, pensó.
Entonces, distinguió una sombra acercándose a él, por el suelo, sigilosamente. Annie gruñó y, soltando la mano de Finnick, se lanzó a por ella.
Finnick era su escudo. Y ella sería el de él.
-         ¡Annie!
Annie chilló cuando atravesó a la sombra y cayó de rodillas al suelo. Las vendas que llevaba en las piernas se llenaron de sangre roja de nuevo, y Annie tiró de ellas para apartarse aquel líquido de la piel. Se sentía ardiendo.
Finnick se agachó junto a ella y le cogió la cara entre las manos.
-         Mírame. No dejes de mirarme.
-         Las sombras…
Finnick levantó las cejas, frunciendo el ceño.
-         No hay sombras, Annie.
-         Tú no las ves, pero están. Y quieren hacerte daño.
Finnick la levantó de nuevo, llevándola a la cama. Sin embargo, esta vez se colocó junto a ella, sobre el colchón, tumbado. Annie le miró. ‘No dejes de mirarme’.
Annie se apretó contra él, apoyando la frente en su pecho duro. Finnick la abrazó. Y sintió, más que nunca, que él estaba ahí para ella.
-         No van a tocarme, Annie – susurró Finnick, apoyando la boca en su cabeza.
-         Pero quieren hacerte daño…
-         Annie, no lo harán – Finnick sonaba convencido.
Annie se obligó a creerlo también.
-         No – dijo, cerrando de nuevo los ojos -, porque eres luz.
Él era su ancla.
Él era su barco.
Él era su escudo.
Él era su luz.

sábado, 23 de febrero de 2013

Capítulo 23. 'Protección'.

Finnick se quedó con ella hasta que las drogas se la llevaron. Después de observar durante unos minutos como el rostro de Annie se volvía relajado de nuevo, se levantó de la silla y se marchó.
Había escuchado lo que los doctores decían, lo que Mags decía, pero no quería creerlo.
La Señorita Cresta tiene perfectamente las constantes vitales, pero es su cerebro el que está potencialmente dañado.
Ella ya no es la misma, Finnick. Tienes que entender eso.
Muchos vencedores han pasado por esto, señor Odair. Las emociones que se viven en la Arena, las experiencias, son traumáticas. Usted debería saberlo también.
No esperes que sea la persona que era, Finnick. Ella está loca.
¿Ha oído hablar de la esquizofrenia, señor Odair?
Las experiencias traumáticas cambian a las personas. Y lo que la señorita Cresta ha vivido ahí dentro no se le va a olvidar nunca.
Está todo en su cerebro. Por desgracia, no se nos permite acceder a él.
Habrá momentos en los que no recuerde absolutamente nada, ni siquiera quién es. Habrá momentos en los que parecerá exactamente la misma persona que antes. Y habrá momentos en los que una simple palabra, o un simple sonido, serán suficientes para que enloquezca.
Si se llevase a cabo una operación, en el caso de tener el permiso del presidente, la dejaríamos sin ningún recuerdo, prácticamente como un recién nacido.
Ella está atada a esta clase de ataques de por vida.
No va a recuperarse. Puede que consiga controlarlo, pero esas reacciones van a seguir ahí.
Finnick se apoyó en una pared, cansado. Se había comprometido a cuidar de Annie, pero ¿cómo podría cuidar de una persona que iba a ser completamente inestable el resto de su vida? Ni siquiera sabía cuidar de sí mismo. Había pensado que esa histeria que había aparecido en ella después de la muerte de Kit desaparecería una vez estuvieran en el Capitolio, pero no iba a desaparecer nunca. Annie estaba condenada.
-         Finnick.
El chico se irguió, sin despegar la mirada del suelo. Mags había estado en el Capitolio desde que Annie había salido del estadio, ayudándole en todo lo que podía. Finnick se pasó una mano por la cara. Mags le cuidaba a él. ¿Cómo iba a poder convertirse él en una ‘Mags’ para Annie?
-         Deberías asearte – dijo Mags, colocando una mano en el hombro del muchacho.
Finnick asintió y dejó que Mags ocupase su lugar al lado de Annie. Habían acordado quedarse siempre uno de los dos en la habitación, para evitar que ella se descontrolase.
Era extraño mirarse al espejo ahora y ver lo mucho que había cambiado en los escasos tres días que habían pasado desde que Annie se había proclamado vencedora de los Juegos, o eso pensaba Finnick cuando se miró al espejo de su baño. Nada quedaba de aquel chico vivaz y sonriente que siempre ponía buena cara. Tenía los ojos rodeados de ojeras moradas, los labios agrietados y las mejillas hundidas. Las semanas de mentor habían hecho mella en su interior tanto como en su exterior.
Finnick se duchó, se vistió con su mejor ropa y se atiborró a comida en el comedor, junto a Radis, Carrie y Yaden, para recuperar algo de color en sus mejillas.
-         Tendríais que ver el traje que tengo para esta noche – exclamó Yaden, emocionado.
-         ¿Esta noche? – preguntó Finnick.
-         Hoy es la entrevista. ¿Nadie te lo había dicho? – Radis sonrió con ternura -. Claro, estabas demasiado ocupado con Annie. Es comprensible.
-         Ella no está preparada para una entrevista – gruño Finnick, soltando el tenedor.
Carrion carraspeó, apretándole la rodilla a Finnick con suavidad.
-         No la harían si no tuviesen la seguridad de que ella puede hacerlo, Finnick.
-         Se vuelve loca cada vez que escucha algo relacionado con los Juegos, Carrie. No está preparada y punto.
Sin embargo, Finnick sabía que no podía hacer nada, igual que tampoco podía negarse al negocio de Snow con su propio cuerpo. Apretó los puños y continuó comiendo hasta que le dolió el estómago.
Cuando todos hubieron terminado, Carrie se colocó junto a Finnick.
-         Podemos acompañar a Yaden a vestir a Annie, si quieres.
Finnick asintió. Siguieron a Yaden y Radis hasta la habitación de Annie, donde el equipo ya estaba preparándolo todo. Maquillaje, ropa, zapatos, peines e instrumentos para el cabello… Finnick se sentó en la cama, junto a Carrie, y esperó.
Poco después, llegó Annie.
Iba sentada en una silla de ruedas, vestida únicamente con la túnica blanca que le habían dado en el Centro de Cuidados. Tenía la mirada perdida, y Finnick temió que la hubiesen sedado de más o que estuviese completamente ida.
-         ¿Annie?
La muchacha levantó la cabeza. Finnick se acercó a ella, acuclillándose para quedar a su altura. Tenía el pelo revuelto, y los ojos vidriosos e hinchados. Sin embargo, ya le habían quitado los cables y las agujas, así que supuso que estaría mejor.
-         ¿Cómo te encuentras? – preguntó.
Annie le miró fijamente, pero no dijo nada. Luego, solamente miró hacia sus rodillas, cerrando los ojos, e inspiró con fuerza.
-         Le han puesto una dosis más de morflina – anunció Mags, arrastrando la silla hasta el centro de la habitación – para que podáis prepararla. Cuando acabe aquí, tiene que recibir otra dosis para poder soportar la entrevista.
Finnick siguió a Mags, siempre pegado a la silla de Annie. Cuando Yaden la cogió en brazos y la llevó al baño para ducharla, no dudó en seguirle, pero Mags lo detuvo.
-         Ese no es tu trabajo, Finnick. Yaden no va a hacerle daño.
Aún así, no se atrevieron a cerrar la puerta del baño. Finnick vio a través del espejo cómo Yaden se movía en torno a la muchacha, pero no la veía a ella, aunque sabía que seguía despierta, si a ese estado se le podía llamar ‘estar despierto’. Cuando salieron, iba envuelta en un albornoz blanco perla, con el pelo completamente seco.
-         ¿No se volverá adicta a la morflina? – preguntó Finnick, observando cómo la sentaban en la silla para maquillarla.
Mags lo miró, con las cejas levantadas.
-         ¿De verdad piensas que puede pasarle algo más a la pobre chica, Finnick? Ya no es consciente de sí misma. No creo que sea consciente de lo que la hace estar tranquila.
Finnick asintió, acariciándose los nudillos, que le habían curado mientras velaba por Annie antes de que despertase. Observó a Yaden y el resto del equipo, ayudados por Carrie, parlotear alrededor de Annie, intentando que ella reaccionase, pero seguía respirando con regularidad, sin prestarles atención. Como si estuviera dormida, pero con los ojos abiertos. Era algo estremecedor para ver.
Cuando acabaron, Finnick no pudo evitar comparar a Annie con uno de esos maniquíes que se colocaban en los escaparates de las tiendas. Allí, en el centro de la habitación, de pie, prácticamente desnuda, con esa nueva cara de ángel, seria e inmóvil.
-         Finnick, ¿puedes ayudarnos? – pidió Carrie.
El muchacho se levantó. Yaden llevaba en brazos un vestido blanco, de aspecto frágil, si es que la tela podía ser frágil, y varios miembros del equipo sujetaban más capas.
-         Levántale los brazos – ordenó Carrie.
Finnick se colocó detrás de la chica y, con mucho cuidado, deslizó las manos en torno a sus muñecas. Annie no se inmutó. Finnick levantó sus manos sobre su cabeza y dejó que Yaden introdujese el vestido. Cuando este cayó sobre los hombros de la chica, Finnick le colocó las manos a ambos lados de la cintura y se separó para observarla.
Si pudiera describir el vestido de alguna manera, sería diciendo que parecía la espuma del mar, esa fina capa de espuma blanca que se queda sobre la arena. Sin embargo, no era solo espuma. Era agua también, tela transparente que dejaba al descubierto sus hombros y sus brazos. Yaden le dio los últimos retoques a su rostro y se separó de la chica.
Finnick se acercó a Annie, ignorando la advertencia que siempre daba Carrie de no acercarse mucho al traje. El muchacho colocó una mano suavemente en la parte baja de su espalda y la giró para que quedase frente al espejo.
-         Annie – susurró en su oído -. ¿Puedes verte?
Annie seguía inmóvil, con los ojos completamente perdidos.
-         Annie, respóndeme.
Annie enfocó poco a poco los ojos en el espejo, y Finnick observó cómo su rostro empezaba a tener expresión. Levantó con cuidado las cejas y sus labios se abrieron. Las manos, a ambos lados de su cuerpo, se cerraron en torno a la tela del vestido. Annie inspiró.
-         Bello.
Solo había sido una palabra, pero para Finnick era suficiente. Cerró los ojos, apoyando la frente en la cabeza de la chica. Sabía que ella iba a volver. De dónde fuera que estuviese, ella tenía que volver.
-         Vamos, Finn – dijo Mags, colocando una mano en el brazo del chico.
Este la ignoró y se colocó frente a Annie. Ella cambió la dirección de sus ojos hacia él y lo vio de verdad, observándolo. Él inspiró.
-         ¿Estás bien?
Annie asintió, con cansancio. Finnick acarició su mejilla con mucha delicadeza, como si ella fuese de cristal. En realidad, era más frágil que el cristal.
-         Volveré a por ti, ¿vale? Tranquila.
Finnick no sabía si se estaba refiriendo a que volvería a por ella después de que Mags se lo llevase a donde fuese que se lo estaba llevando o si se refería más bien a que volvería a recuperar a la Annie que había llorado en su hombro antes del estadio. Le daba igual, puesto que solo tenía clara una cosa: que él era la única familia que Annie tenía ahora y era su responsabilidad cuidar de ella.
Mags lo sacó de la habitación y lo llevó hasta la suya, acompañada de Carrie.
-         Vamos a eliminar esas ojeras – sonrió la estilista.
Y Finnick se dejó hacer.
Cuando acabaron, salió casi corriendo de la habitación para volver al lado de Annie, preocupado. Ella ya estaba en el pasillo, cogida del brazo de Yaden, que le hablaba animadamente.
-         Ya le han puesto la dosis – anunció Radis, sonriente -. Está lista.
Finnick se acercó a la chica y la miró a los ojos, que estaban desenfocados de nuevo. Se sintió con ganas de golpear a alguien por dejarla de esa manera, tan inmóvil, tan fría, pero sabía que era la única manera en la que ella podría superar la entrevista. La ayudó a entrar en el ascensor y se colocó junto a ella, con el brazo en torno a su cintura.
Varios acomodadores los recibieron cuando llegaron a su destino. Finnick acompañó a Annie hasta la plataforma de elevación que la conduciría al escenario. Sin embargo, antes de dejarla allí sola, Finnick se acercó a ella, con mucho cuidado. Debería empezar a acostumbrarse a hacer las cosas así, delicadamente.
-         Yo voy a estar allí arriba – susurró, justo en su oído -. Lo que sea, Annie. Házmelo saber.
Y le dio un beso en la mejilla antes de irse.
Entonces, cuando ya se estaba dando la vuelta, la oyó. Apenas un susurro, tenue como una vela a punto de apagarse.
-         No me dejes sola.
Finnick se acercó a ella, al mismo tiempo que Caesar Flickerman presentaba al equipo de preparación en el escenario.
-         Nunca, Annie – dijo, serio, clavando sus ojos en los de la chica -. Yo estoy contigo ahora.
Escuchó los vítores de la multitud y uno de los acomodadores lo empujó lejos de ella para que se dirigiera al escenario. En ese momento, Caesar anunció a Yaden, y la multitud rujió con fuerza. Finnick era el siguiente.
Cuando subió las escaleras, introducido por la potente voz de entrevistador, la gente ya estaba en pie, vitoreándolo. Y su aparición no hizo más que alentarlos para saltar y gritar su nombre. Ese era el efecto que el bello y joven Finnick Odair provocaba allí dónde pisase. Le dio una mano a Caesar, siempre sonriendo, y se sentó junto a Yaden, que estaba llorando de la emoción.
-         Y ahora, señoras y señores – anunció Caesar -, la vencedora, la superviviente, la princesa del océano… ¡Annie Cresta! ¡La vencedora de los Septuagésimos Juegos del Hambre!
La plataforma comenzó a elevarse, y Finnick vio cómo la cabeza de Annie se elevaba desde el suelo para dar paso al cuerpo. No parecía asustada, ni emocionada, ni siquiera seria como se suponía que debía estar debido al sedante. Parecía desconcertada.
Caesar se acercó a ella con cautela y le tendió la mano. Annie lo miró y se la cogió, después de reconocerlo. La multitud aplaudía emocionada.
Caesar condujo a Annie a un pequeño sillón lleno de cojines y, tras un par de chistes, dio paso al espectáculo.
Tres horas. Tres horas llenas de recordatorios, llenas de todo lo vivido en los Juegos. Finnick cruzó los dedos bajo la silla, deseando que la morflina fuese suficiente para que Annie no las sintiese siquiera.
Entonces, se dio cuenta de algo. Mientras todas las luces estaban apagadas y la pantalla, llena de imágenes de Annie, era lo único que iluminaba el auditorio, Annie miraba hacia el suelo, con la cabeza apoyada en las rodillas.
-         ¿Radis? – susurró Finnick, sin perderla de vista.
-         Tranquilo, Finnick – susurró la mujer, junto a él -. Lleva unos dispositivos en los oídos que la aíslan completamente. No oirá nada salvo música durante estas dos horas.
Finnick asintió.
Dos horas después, tras haber revivido la muerte de Kit y la ola gigante, la multitud seguía aplaudiendo, algunos llorando, con las luces apagadas. Entonces, Yaden se levantó, aprovechando la oscuridad, y se acercó a Annie. Le susurró algo al oído y regresó, metiéndose dos pequeños objetos en los bolsillos. Las luces se encendieron de nuevo.
-         Bueno, Annie – comenzó Caesar -. ¿Cómo estás?
Annie bajó las piernas y se alisó el vestido. Finnick no le quitaba ojo de encima, atento a sus reacciones.
-         Bien – susurró.
-         Supongo que todo esto es muy fuerte para ti. ¿Cómo te sientes después de esto?
Finnick agradeció en silencio a Caesar no mencionar absolutamente nada de los Juegos, al menos no directamente.
-         Cansada – dijo Annie -. Confundida.
-         Es comprensible – añadió Caesar, poniéndole una mano en la rodilla -. Demasiadas emociones, ¿cierto?
Annie asintió. Finnick se fijó en que miraba a Caesar sin verlo, respondiendo como una autómata. ¿Se daría cuenta de eso la gente que la estaba viendo? ¿O también veían a Annie sin verla realmente bien?
-         Y dime, Annie. ¿Cómo fue la ola?
Finnick se irguió, asustado.
-         ¿Ola? – preguntó Annie, frunciendo el ceño.
-         Ya sabes – aclaró Caesar, sonriendo -. Debió de ser horrible sentir que esa ola te tragaba. No puedo imaginar el dolor.
Annie volvió a subir las rodillas al sillón, y Finnick vio que temblaba. Todo su rostro, hasta entonces inexpresivo, empezó a cambiar. Sus labios temblaban, los ojos se llenaron de lágrimas.
-         Dolor… - susurró.
Y entonces estalló.

sábado, 16 de febrero de 2013

Capítulo 22. 'Las sombras'.

-         Annie…
La muchacha gimió. No podía hablar, no podía emitir ningún sonido diferente a ese, pero, de haber podido, le habría gritado a ese hombre que se fuera. ¿Quién era él? ¿Qué quería de ella? Lo veía alargando una mano, deseoso de tocarla. Pero no podía dejarlo, no podía. Él quería hacerle daño.
Al principio, le había parecido que era un ángel. Era como deberían ser los ángeles, bello y luminoso. Pero él no podía ser un ángel, porque los ángeles no querían herir a las personas.
-         Annie, soy yo…
El chico alargó de nuevo los dedos, y había muy poca distancia entre ellos y su piel, así que ella se bajó de la cama y se acurrucó en una de las esquinas de la habitación. Escondió la cabeza en su mata de pelo enredado. No podría tocarla allí.
-         Mags – escuchó la muchacha. Incluso su voz sonaba peligrosa.
-         Vámonos. Tienes que dejarla sola.
-         Pero…
-         Nos vamos, Finnick.
Finnick.
Annie se derrumbó en el suelo, con los brazos a ambos lados del cuerpo. Por su cabeza empezaron a pasar miles de imágenes. Un chico sujetándole la mano en una escalera, y recordó que sentía pánico en ese momento. Ese mismo chico mirándola con la boca abierta, y recordó que se había sentido ruborizada. Llorando sobre su hombro, asustada; hablando furiosa.
Finnick.
-         ¿Finnick? – llamó. Su voz sonaba extraña.
-         ¡Annie!
El muchacho se acuclilló junto a ella. Era él, ahora podía recordarlo. Sus ojos verdes, el pelo cobrizo, incluso un conjunto casi invisible de pequeñas pecas en el puente de la nariz. Él nunca le haría daño, porque le había prometido cuidarla. Recordaba eso.
-         Annie…
Ella miró a su alrededor, como si lo viese todo de nuevo por primera vez. Las paredes blancas, sus propias manos, rosadas. Sentía que esa no era su piel, que era demasiado brillante y demasiado incómoda para serlo. Se preguntó por qué no veía palmeras a su alrededor, ni el río, y por qué sus manos no estaban manchadas de tierra.
-         ¿Dónde estoy? – preguntó.
Finnick ladeó la cabeza hacia la anciana, Mags, que simplemente cerró los ojos. Cuando se volvió para mirarla, había un pliegue entre sus cejas.
-         Estás en el Capitolio. ¿Te acuerdas? Te dije que ibas a volver.
-         ¿Y las palmeras?
Finnick se pasó una mano por el pelo.
-         Te sacamos de la Arena, Annie. Pasó algo ahí dentro, y resultaste heri…
La chica intentó concentrarse en Finnick, pero había escuchado algo más allá. Su mente analizó cada una de las palabras que oía.
Su nombre, una y otra vez.
‘Ayúdame’.
Y vio sonrisas, sonrisas y rizos, piel morena.
Kit estaba en alguna parte, y necesitaba su ayuda.
Y vio también sombras, sombras que se cernían sobre ella por las paredes de la habitación y sombras que salían por la puerta, detrás de la anciana, dispuestas a atacar a Kit.
-         ¿Dónde está Kit? – preguntó, con la voz rota.
Finnick frunció más aún el ceño. Mags se acercó a él para ponerle una mano en el hombro, pero él se zafó de ella y se pegó más a Annie, poniéndole una mano en el brazo. Su contacto era extraño sobre su piel, como si le hubiesen colocado una lija.
-         Annie, Kit…
-         ¿Dónde está? – repitió Annie.
Finnick intentó sujetar la cara de Annie con los dedos, pero ella le agarró el cuello de la camiseta e hizo que le mirase a los ojos.
-         Tienes que salvarlo, Finnick.
-         Pero Annie, él…
Ella se apartó, empujándolo. El estómago le ardía. Cuando sintió el hierro de la pata de la cama sobre su columna vertebral, congelado, se acurrucó, abrazándose las rodillas, y enterró la cabeza en ellas. No quería oír más voces, no quería oír los gritos, ni quería ver las sombras.
-         ¿Annie?
Una de las sombras le rozó el hombro, dejando su  piel fría como el hielo. Annie empezó a llorar, asustada. Iban a hacerle daño, e iban a hacerle daño a Kit también.
-         Finnick, tenemos que ayudarlo.
Annie levantó la cabeza y vio que Finnick se había movido de nuevo hacia ella. Tenía la frente arrugada, y sus ojos verdes parecían hundidos en la oscuridad de sus ojeras.
-         ¿Ayudar a quién?
-         A Kit, Finnick. Tenemos que ayudarlo.
Los gritos seguían, cada vez más fuertes.
-         ¡Annie! ¡Annie, ayúdame!
Annie escuchó el estruendo de una ola al romper contra un acantilado y se tapó las orejas. Veía a Finnick mover los labios, pero no escuchaba lo que decía, aunque el sonido de las olas, los gritos de Kit y el susurro de las sombras sobre la pared siguiesen resonando en su cabeza.
-         ¡Ayúdalo, Finnick! – gritó -. ¡Van a hacerle daño, ayúdalo!
Annie sintió que las sombras empezaban a acercarse a ella, cada vez más cerca, rozándole la piel. Arañó allí donde ponían sus manos, pero solo conseguía traspasarlas y perforarse la piel con las uñas. El camisón blanco que llevaba puesto era como una cárcel que la asfixiaba, y las sombras hacían que la tela se le pegase más a la piel. Se la sacó por la cabeza y se acurrucó bajo la cama, con los oídos tapados.
Todo el vientre le dolía como si tuviese agujas clavadas en él. Annie se agarró el estómago, pero lo único que consiguió fue escuchar más y más gritos al destaparse las orejas.
Empezó a gritar también.
De repente, algo tiró de ella para sacarla a la blancura otra vez. Vio caras de colores diferentes con mascarillas blancas. Sabía que las sombras estaban detrás de ellos, preparadas para abalanzarse. Kit, mucho más allá, seguía pidiendo su ayuda.
-         ¡Annie! – gritaba Kit.
-         ¡Annie! – gritaba Finnick.
-         ¡Sálvalo, Finnick, sálvalo! – gritó Annie.
Todos gritaban.
Cuando su mente empezó a nublarse, como efecto de algún narcótico, Annie vio cómo las sombras la abandonaban a ella para ir sobre Finnick. Lo último en lo que pensó antes de que los gritos cesaran fue: ‘No. A él no’.

 Gritos. Ni siquiera durante los sueños había podido librarse de los gritos. De hecho, cuando despertó, lo hizo gritando, pidiendo ayuda. Estaba en el mar, el mismo mar que era como su segunda casa, y se ahogaba. Tiraba de ella, como si estuviese atada a un hilo resistente y alguien la arrastrase desde las profundidades. Sobre ella, por encima de la superficie del agua, veía el cielo blanco, con luces parpadeantes, pero no podía llegar hasta él. Y, de repente, salió fuera.
Annie se tocó la cara y la notó empapada, pero no era agua. Era sudor, sudor frío.
-         Annie.
La muchacha giró la cabeza y vio a un muchacho sentado a su lado. Era alto, musculoso, aunque no eran los músculos más grandes que había visto. Tenía la piel dorada, que contrastaba a la perfección con su pelo de color bronce. Los ojos, de un color verde azulado, como las olas del mar, estaban rodeados por unas enormes ojeras moradas. Llevaba la ropa arrugada, como si hubiese estado durmiendo sobre ella.
Sabía que lo conocía, porque una cara como la suya era difícil de olvidar.
Y su nombre le llegó a la cabeza en el instante en el que lo miró por segunda vez, cargado de recuerdos.
-         Finnick.
El chico sonrió con tristeza y cansancio. Annie se preguntó qué le habría pasado a Finnick para estar en ese estado. Ella lo recordaba fuerte, hermoso, como una especie de héroe. No era para nada lo que tenía a su lado.
Annie hizo ademán de levantarse, pero vio que no podía. Tenía el cuerpo recubierto de cables, enganchados a electrodos en las sienes, en la nuca, en el pecho y en los brazos. Los pitidos de un montón de monitores resonaban entre las cuatro paredes de la habitación.
-         ¿Por qué me han puesto esto? – preguntó, enrollándose el cable a un dedo.
-         Solo son pruebas.
Alguien carraspeó en la puerta. Tanto Annie como Finnick dirigieron hacia allí la mirada y vieron a un hombre alto, con un extraño corte en la barba azul.
-         Señor Odair – saludó, inclinando la cabeza hacia Finnick -. Señorita Cresta, ¿cómo se encuentra?
Annie miró a Finnick, que se había levantado, poniéndose delante de ella. Annie pudo ver la tensión en sus hombros como un cartel de luces que anunciaba ‘peligro’.
-         Qué quieres – gruñó Finnick, apartando a Annie de la vista del hombre.
-         Los doctores consideran que la señorita Cresta ya está perfectamente bien, después de estos días, así que consideran que es hora de presentarla.
Annie soltó el cable y miró al hombre.
-         ¿Presentarme?
-         Como vencedora de los Septuagésimos Juegos del Hambre.
Una jungla. Un enorme muro. El Anillo. Palmeras. Gargantas atravesadas por enormes lanzas y cabezas cortadas. Sangre, mucha sangre. Una gigantesca ola. Muerte, más muerte.
Annie se arañó los ojos, alejando de ella esas imágenes, pero seguían grabadas a fuego en su cabeza. Finnick se abalanzó hacia uno de los monitores, con la mandíbula apretada, y empezó a desenroscar algo.
La droga entró en las venas de Annie antes de que ella se diese cuenta.
-         Vete – escuchó la muchacha decir a Finnick.
Se escuchó un golpe y el crujir de algo. Annie dejó de arañarse los ojos, que le escocían como si tuviese arena, y volvió a tumbarse sobre las almohadas. Eran suaves. Como la arena de su playa. Como las plumas de un pájaro. Como debían ser las nubes.
-         Tranquila, Annie. Yo estoy aquí para protegerte ahora.
Sintió la mano de Finnick sobre la suya, cálida. Recordó que mucho tiempo atrás, lo que parecían siglos, él había cogido su mano cuando ella había tropezado. No sabía cómo ni cuándo. Solo recordaba qué esa había sido la primera vez que él la había tocado. Pero este contacto era mucho más que aquel. Era calidez. Era protección. Cariño.
Finnick. Eso era.