sábado, 30 de noviembre de 2013

Capítulo 66. 'Aliados'.

-      ¡Peeta!
Finnick levantó la vista del suelo. Peeta estaba unos metros más allá, rodeado de una fina y casi invisible capa de humo. Quieto. Demasiado quieto.
-      ¡Peeta!
Finnick se levantó, aún aturdido. No entendía cómo Peeta había salido disparado hacia atrás, e inmediatamente se puso a buscar alguna especie de pared de repulsión o corriente eléctrica, pero él no era del distrito 3. Recogió a Mags del suelo y se acercó corriendo al chico, que continuaba inerte en el suelo.
-      Déjame a mí – gruñó.
Le tomó el pulso y frunció el ceño, apoyando una mano en su pecho. No respiraba, y no había latido. Estaba muerto.
Pero Peeta no podía morir.
Colocó dos dedos en la nariz de muchacho y se acercó.
-      ¡No! – gritó Katniss, lanzándose sobre él.
Finnick empujó a Katniss, golpeándole el pecho con fuerza. Cuando la chica cayó aturdida a unos metros, comenzó a insuflarle aire en los pulmones.
Algo muy común en el distrito 4 eran las clases de primeros auxilios, y Finnick estaba tan familiarizado con ellos como con su tridente. Presionar el pecho, una, dos, tres veces, soplar. Presionar una, dos, tres, soplar. El pecho de Peeta subía y bajaba, pero no por sí mismo.
‘Vamos, vamos’. Uno, dos, tres, soplar. Uno, dos, tres, soplar.
De repente, el chico tosió. Finnick se apartó, exhausto, respirando con fuerza. Le había salvado la vida. Había estado tan cerca de morir definitivamente que había perdido toda la esperanza de poder recuperarlo. Pero lo había conseguido, seguía vivo. Y eso era todo cuanto importaba.
-      ¿Peeta?
Katniss se acercó a él, quizá más temblorosa incluso. Finnick desvió la mirada hacia la flecha clavada en el suelo. ¿Había intentado matarlo? Pensaba que ya habían superado esa conversación. Quizá, habiendo salvado a su trágico amante, la chica en llamas comenzase a confiar un poco más en él.
-      Cuidado – contestó Peeta -. Ahí arriba hay un campo de fuerza. Debe de ser mucho más potente que el del tejado del Centro de Entrenamiento. Pero estoy bien, solo un poco tembloroso.
Finnick sonrió para sí. Esperaba que Dexter hubiese visto eso. Cómo le había salvado la vida a un chico sin más medicina que su propio aire.
-      ¡Estabas muerto! ¡Se te ha parado el corazón! – gritó Katniss.
Entonces Finnick observó algo. Hasta el momento, no había llegado a creerse realmente la pantomima de los amantes del 12. No había llegado a ver verdaderamente ese sentimiento que decían tener. Sin embargo, ahí estaba Katniss Everdeen, la fiera chica en llamas, la muchacha que parecía tener el corazón de hielo detrás de las cámaras, temblando, sin poder hablar, como si hubiese perdido una parte de sí misma. Llorando, y lágrimas de verdad. Sintiendo.
-      Bueno, parece que ya funciona – respondió Peeta, irguiéndose -. No pasa nada, Katniss. ¿Katniss?
La chica no podía parar de sollozar, a pesar de que intentase hacerlo. Era como si su cabeza repitiese el sentimiento de perderlo una y otra vez. Y Finnick comprendía ese sentimiento mejor que nadie. Y sabía que las chicas como Katniss necesitaban buscar excusas para cubrir lo que verdaderamente sentían.
-      No pasa nada – aclaró, pasándose una mano por el pelo empapado -. Son las hormonas. Por el bebé.
-      No, no es… - Sin embargo, rompió a llorar de nuevo.
Era muy extraño. Finnick observó a Peeta, agachado junto a ella, verdaderamente más preocupado por la chica que no podía dejar de llorar delante de él que por sí mismo. Y observó a Katniss. Era muy curioso cómo le cambiaba la mirada cuando lo miraba, agradeciéndole simplemente el hecho de estar vivo. La mano de Peeta se posó en el lateral del cuello de Katniss, obligándola a mirarlo a los ojos. Y esa mirada le bastó a Finnick para revelárselo todo. Era una mirada que solo quien había mirado a alguien así alguna vez podía entender.
Finnick se levantó, sacudiendo la cabeza, y fue a ayudar a Mags, que continuaba en el suelo, observando a los dos chicos. Finnick le dedicó una media sonrisa, ayudándola a levantarse.
-      ¿Estás bien? – susurró.
Mags asintió, apretándole el hombro para reforzar su afirmación. Finnick se pasó la mano por el pelo, girándose.
-      Entonces, ¿queréis que acampemos aquí?
-      No creo que sea posible. Quedarnos aquí sin agua, sin protección… - comenzó Peeta desde el suelo, sacudiendo la cabeza -. Ya me siento mejor, de verdad, siempre que podamos ir despacio.
Caminaron durante horas, cansados y casi deshidratados por el calor y la falta de agua. Katniss subió a un árbol para intentar encontrar agua, sin descubrir más de lo que ya sabían: la única fuente de agua de la Arena era la playa. Y era agua salada, lo que la convertía en un puñado más de tierra. Sin embargo, sí descubrió que el campo de fuerza era una cúpula que rodeaba la Arena, redonda. Finnick recordó el estadio de los Juegos de Annie, el Anillo cambiante, y se estremeció. Los Vigilantes nunca repetían los estadios, y menos aquel, teniendo en cuenta cómo acabó. Pero, si cupiese la posibilidad…
El chico propuso acampar. Estaban pálidos y sudorosos, con las articulaciones entumecidas. Finnick se frotó los hombros mientras Katniss desaparecía en la maleza para cazar. ¿Por qué no había ninguna fuente de agua que pudiesen beber? Intentó pensar en otros Juegos, pero su cabeza solo se centraba en el cansancio, el calor y su lengua seca. Se la pasó por los labios, pero ni siquiera pudo humedecerlos lo suficiente. Katniss regresó con una especie de rata que asaron lanzándola contra el campo de fuerza por ocurrencia de Peeta. Finnick estaba realmente interesado por la caza mientras comía. En el distrito 4, la carne venía en camiones de las granjas de la periferia del distrito, la suficiente como para alimentar a la mitad del distrito, pero ellos habían vivido toda su vida del pescado y el marisco. Para Finnick, cazar en el bosque era casi tan extraño como el animal que estaban comiendo.
-      Vamos, Katniss – replicó, mordisqueando la carne tirante del roedor -. Mags sabe qué frutos son. Deberías confiar en ella.
Katniss arrugó la nariz, haciendo una mueca de desconfianza. Finnick extendió una mano llena de frutos hacia ella, con una media sonrisa.
-      Ya te dije que tenías buen criterio con Mags. Eso es por algo.
Al final, Katniss comenzó a comer los frutos con tantas ganas como el resto.
La noche los cogió en su pequeño refugio, recogiendo los restos de comida. Finnick se situó junto a su mentora, su madre, apretándole el hombro. Los sollozos de Mags comenzaron al mismo tiempo que el himno del Capitolio.
Fres, del 5. Finnick tragó saliva. Apenas había intercambiado un par de palabras con él, pero no había dudado en matarlo, y eso le hacía sentir repulsión hacia sí mismo. Se había convertido en un monstruo mientras el tridente salía volando de su mano hasta clavarse en el pecho de Fres. El adicto del 6, del que ni siquiera sabía su nombre. Cecelia y Woof y los dos del 9, Lisa y Darn, lo suficientemente adultos como para tener gente llorando y esperando las cajas con sus cadáveres en casa. Grann, del 10 y Seeder del 11. Mags se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Finnick solo había conocido realmente a Cecelia, Woof y Seeder, pero el resto eran meramente caras conocidas. Sin embargo, Mags llevaba años reuniéndose con ellos en los Juegos, en fiestas. Los conocía a todos. Finnick entendía su dolor.
De repente, cayó un paracaídas.
-      ¿Para quién creéis que es? – preguntó Katniss, quitándose el sudor de la frente.
-      Cualquiera sabe – dijo Finnick, imitándola -. ¿Por qué no dejamos que se lo quede Peeta, por haber muerto hoy?
El chico abrió el paquete, sacando un pequeño tubo metálico. Finnick lo miró con extrañeza. Si su deseo había sido agua, se desvaneció en cuanto vio esa sencilla barra hueca.
Se lo pasaron entre ellos, haciendo apuestas para descubrir qué podía ser. No emitía ningún sonido. No servía como arma. Ni siquiera Mags, que podía hacer anzuelos de casi todo, podía utilizarlo.
Finnick se sentó, desesperado. No podía ser. Después de todo lo que habían pasado, no podían morir de sed. Era algo tan absurdo que resultaba impensable. Ellos, cuatro vencedores de los Juegos del Hambre, vencidos por la inexistencia de agua.
-      ¡Una espita! – gritó Katniss, levantándose de golpe.
-      ¿Qué?
Katniss cogió el tubo entre sus manos, dándole vueltas y vueltas.
-      Es una espita, una especie de grifo. La metes en un árbol y sale la savia. Bueno, en el árbol apropiado.
Finnick frunció el ceño.
-      ¿Savia?
Katniss lo miró de reojo con el inicio de una sonrisa en los labios. Finnick gruñó. Al parecer, todos sabían lo que era esa savia menos él.
-      Para hacer jarabe. Pero estos árboles deben tener otra cosa dentro.
Finnick le quitó la espita a Katniss de las manos, comprendiendo de golpe, y se dirigió al árbol más cercano, dispuesto a clavarla en el tronco. La sed era demasiado grande como para perder más tiempo.
-      Espera, podías romperla – dijo Katniss, quitándole el tubo de las manos antes de que pudiese golpearlo con una roca -. Primero hay que abrir un agujero.
Peeta cogió el punzón de Mags y comenzó el trabajo, metódicamente y con cuidado, consciente de lo que estaban haciendo. Finnick lo sustituyó con el cuchillo, abriendo un agujero lo suficientemente grande como para meter un dedo. Katniss introdujo la espita y, apenas unos largos segundos después, comenzó a salir un fino hilo de agua, cristalina y cálida, pero eso era mejor que nada.
Finnick se ofreció para hacer la primera guardia, al fin recompuesto. Se sentó junto a Mags, con  el tridente en las manos, y observó el bosque, en silencio, mientras el resto trataba de conciliar el sueño, al menos unas horas. Entonces, comenzaron las campanadas.
Era un sonido estremecedor. Como el sonido de los truenos sobre el mar un día de tormenta. Como el sonido del gong de inicio de los Juegos. Como la ola gigante que inundó la Arena de los Juegos de Annie. Finnick miró al grupo que le rodeaba, pero solo Katniss estaba despierta, erguida, con la mirada llena de alarma.
-      He contado doce – aclaró Finnick. Katniss asintió.
-      ¿Crees que significa algo?
Finnick intentó encontrarle sentido. No dejaba de pensar en el Anillo y la Arena que siempre te llevaba al mismo sitio. Pero no tenía sentido, todo lo que habían visto durante el día había sido distinto. Finnick sacudió la cabeza.
-      Ni idea.
Katniss cerró la boca, apretando la mandíbula. Estaba tan frustrada como él.
-      Vete a dormir, Finnick. De todos modos, me toca a mí.
Finnick arrugó la frente, pero el cansancio acumulado le venció. Se levantó y se tumbó junto a Mags en la entrada del refugio, sin soltar el tridente. Y soñó con Arenas inundadas, con una ola gigante alzándose sobre sus cabezas, chocando con la cúpula del campo de fuerza y precipitándose sobre ellos al mismo que sonaban las campanadas. Cinco, diez, doce. Medianoche. Veía hundirse a Mags a su lado, a Katniss y Peeta, incluso a Annie y a Kit, mientras él trataba de esquivar lo que, tarde o temprano, le alcanzaría. Entonces, se oyó un grito.
-      ¡Corred! ¡Corred!
Finnick abrió los ojos, levantándose como movido por un resorte, con el tridente en posición defensiva. Katniss estaba frente a él, levantando a Peeta, y una densa niebla perlada se extendía tras ella. Finnick cogió a Mags, sin cerciorar si estaba o no despierta, y, echándosela al hombro, comenzó a correr.
-      … Niebla. Gas venenoso. ¡Deprisa, Peeta!
Gas venenoso. Finnick solo miraba hacia atrás para asegurarse de que Peeta y Katniss le seguían, pero el chico era lento. Los daños en el campo de fuerza habían hecho mella, y le costaba respirar más de lo normal. Además, la niebla empezaba a rozarle, haciendo estragos en su cuerpo. Espasmos y ampollas se extendían por todo su lado derecho. Katniss intentaba tirar de él, pero ella también sufría los efectos de la horrible niebla venenosa. Finnick solo podía pensar en seguir corriendo, salvar su vida y la de Mags, pero ambos habían hecho una promesa antes de los juegos, como recordaba el frío metal que llevaba en torno a la muñeca. Aliados, somos aliados. Se mordió el labio y regresó a por ellos.
Trataron de avanzar ayudándose unos a otros, pero la niebla parecía ir cada vez más rápido. Finnick la sintió rozar su gemelo y tragó saliva para evitar gritar. Era como si le hubiesen clavado miles de agujas. Corrieron un poco más, alejándose de la niebla, hasta que Finnick se detuvo.
-      Así no podemos – susurró, con la voz entrecortada -. Tengo que llevarlo yo. ¿Puedes quedarte con Mags?
-      Sí – respondió Katniss, cogiendo a la anciana.
Finnick cargó con Peeta, que no dejaba de agitar la parte afectada del cuerpo. La niebla de alcanzó el brazo izquierdo, que comenzó a agitarse sin control mientras corrían. El dolor y la imposibilidad de controlar su propio cuerpo le nublaban los sentidos, pero tenían que seguir corriendo. La niebla debía detenerse en algún lugar, no podían matar a todos los tributos a base de veneno.
Por alguna razón, o más bien por alguno de los secretos que guardaba en el fondo de su memoria, recordó a Snow, y fue como si él mismo los estuviese persiguiendo hasta a muerte.  
De repente, los espasmos de Katniss la hicieron caer al suelo. Mags quedó sobre ella, apresurándose para levantarse lo más rápido posible. También las ampollas habían empezado a crecer por el lado derecho de su cara.
-      No puedo – musitó Katniss, haciendo lo posible por hablar normal, a pesar de que un lado de su mandíbula empezaba a perder el control -. ¿Puedes llevártelos a los dos? Seguid, ya os alcanzaré.
Finnick tragó saliva. Estaba haciendo verdaderos esfuerzos por llevar a Peeta. No porque el chico fuese pesado, pues en condiciones normales habría podido llevarlo sin problemas, sino por sus brazos sin control  que le impedían sujetarlo correctamente.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia.
-      No, no puedo llevarlos a los dos, mis brazos no funcionan – respondió. Miró a su madre, roto -. Lo siento, Mags, no puedo hacerlo.
Finnick observó cómo la anciana se levantaba del suelo, con el semblante tranquilo. Cómo se dirigía hasta él. Entonces, antes de besarlo en los labios, esa tradición del distrito que compartían madre e hijo, la mujer sonrió. Finnick sintió como su corazón se quebraba. Ni siquiera tuvo palabras para agradecerle todo lo que había hecho por él desde que tenía catorce años. Ni siquiera pudo abrazarla por última vez. Ni siquiera supo cómo demostrarle en un segundo lo muchísimo que la amaba antes de que ella comenzase a alejarse de él.
Finnick cerró los ojos con fuerza. No podía mirar, no podía ser esa la última imagen que le quedase de alguien como Mags. Así que, mientras corría en la dirección opuesta, con el sonido del cañonazo a sus espaldas, pensó en la mañana después de sus primeros Juegos. Cómo ella había estado allí, sonriéndole. Como se había convertido en toda su familia desde entonces.
Sigue corriendo.
No pares.
Sigue corriendo.
Mags, Mags, Mags.
Mags, que se había presentado voluntaria solo para que Annie pudiese vivir. Mags, que se había sacrificado por Annie, por Finnick, por Peeta, por Katniss y por todo el país. Mags, que se había ido igual que había venido, dejando huella y sin hacer mucho ruido. Finnick sintió las lágrimas comenzando a caer por su rostro, haciendo arder las ampollas de la cara.
Sigue corriendo, sigue corriendo. Corre, corre, corre. CORRE, CORRE.
Pero el cansancio y el dolor le vencieron. Cayó al suelo, con Peeta sobre su cuerpo, ambos sacudiéndose. Katniss cayó a su lado, estirándose hasta quedar junto a su prometido. Finnick apoyó la cabeza en la tierra ardiente, gruñendo. Mags estaba muerta, y ellos iban a morir también. Cerró los ojos, esperando simplemente que fuese tan fácil como quedarse dormido. Pero no llegó.
-      Se ha parado – musitó Katniss, con la voz pastosa -. Se ha parado.
Finnick no abrió los ojos, sin embargo. Cuando Peeta se apartó de él, rodando, se abandonó al dolor. Las punzadas atravesaban su cuerpo como agujas, recorriéndole toda la piel. Quería gritar, pero ni siquiera para eso tenía fuerzas. Solo sentía el dolor, aunque estaba seguro de que era mucho más intenso y mucho menos externo. Era su corazón el que sufría. Era Mags la que lo hería. Trató de pensar en ella, pero solo lograba evocar su sonrisa antes de caminar a la Arena. No pienses, no pienses, no pienses.
Pero pensaba.
Por supuesto que pensaba.


sábado, 16 de noviembre de 2013

Capítulo 65. 'La arena mojada'.

Apenas había dormido esa noche.
Haber escuchado el poema que ella había escrito de los labios de Finnick, haber visto a la persona que más amaba en el mundo seducir a millones de personas por televisión, ni siquiera haber dormido con Dexter la había hecho coger el sueño. Annie se rozó una de las ojeras con la punta de un dedo congelado y se estremeció, observando su tenue reflejo en el cristal de la pecera. Esa mañana era la mañana en la que comenzaba el Vasallaje, y se sentía con ganas constantes de vomitar.
-      ¿Ann?
Annie vio el reflejo de Dexter en el vidrio, con la desigual escayola en el brazo. Pálido y mucho más delgado.
-      ¿Se supone que debo estar bien? – preguntó Annie, mirándolo a través del cristal -. Porque no lo estoy. No sé si quiero verlo. He intentado poner mis ideas en orden, escribir, pero he destrozado el cuaderno tanto como estoy yo destrozada por dentro y… - metió un dedo en el agua, provocando que los peces huyesen de la superficie – ni siquiera ellos me soportan hoy.
Dex se acercó a la chica, acuclillándose a su lado. Annie observó que también tenía profundas ojeras moradas bajo los ojos.
-      Annie, esto es duro para todos, pero…
-      ¡No! – gritó la chica, levantándose bruscamente -. ¡Tú no lo entiendes! ¡Tú no le quieres como yo, no vas a perderlo como yo!  ¡No… No puedes entenderlo!
Dexter bajó la mirada, pasándose una mano por la nuca. Annie se quedó frente a él, con el corazón desbocado por el conjunto de emociones: rabia, tristeza, impotencia… Se sentía caer una y otra vez en un enorme abismo del que nadie podría sacarla, porque Dexter no era lo suficientemente fuerte, o, simplemente, porque Dexter no era Finnick.
-      Lo entiendo – susurró Dex -, pero de una manera distinta.
Annie miró a su amigo, sentado en el suelo con las manos en las rodillas, con un aspecto tan desesperado como el suyo, y se maldijo a sí misma por haberle gritado. Dex era su amigo. La chica se arrodilló a su lado, abrazándolo.
-      Lo siento – musitó, cerrando los ojos -. Ya sé que tú también le quieres.
El hombre se puso rígido, pero no tardó en devolverle el abrazo, apoyando la cabeza sobre el hombro de la chica. Entonces, sin ningún motivo, Annie empezó a llorar desconsoladamente.
-      ¿Annie?
-      Es tan… - La chica se apartó de su amigo, acurrucándose sobre sí misma.
Necesitaba estar sola, pero a la vez necesitaba a alguien en quien apoyarse. Era tan contradictorio que creía estar volviéndose loca. Otra vez.
-      Creo que estoy mal – susurró, limpiándose las lágrimas de los ojos.
-      Es entendible, Ann…
-      No. Creo que algo mal en mí. Siempre lo hay, y siempre vuelve, y… - Annie se mordió el puño del jersey, tironeando nerviosa con los dientes -. ¿Por qué yo, Dex?
Dexter la observaba con las cejas levantadas, sin saber qué contestar. Le puso una mano en el cuello, pero ese roce no era respuesta suficiente.
-      Todos se van. Empezó con mi padre, al que nunca he conocido. Mamá, que murió por el dolor de verme a mí en ese lugar malo. Kit murió mientras hablaba conmigo. Mags se presentó voluntaria por mí. Finnick moriría por salvarme. ¡Todos se van, y es culpa mía!
Annie se golpeó las mejillas con las manos. Dexter trató de detenerla, pero ella lo empujó, apartándolo de su lado con brusquedad.
-      Deberías alejarte de mí. Se lo dije a Finnick y no me hizo caso. ¡Tú también te irás y todo estará vacío!
Vacío.
Annie dio un grito, golpeando el suelo con los nudillos hasta que empezó a sangrar. Dexter se abalanzó sobre ella, cogiéndole las muñecas con la mano libre. .
-      ¡Annie! ¡No me voy a ir! ¿Está bien? ¡No hay vacío!
Annie miró a su amigo bajo las lágrimas. En ese momento, la televisión comenzó a anunciar el comienzo del Vasallaje. ‘¡Cinco minutos para el evento del año!’. Annie cerró los ojos.
-      Tu brazo…
-      No fue culpa tuya.
-      Pero…
Dexter le tapó la boca y entrecerró los ojos, mirándola directamente.
-      Nada va a pasar. No va a haber vacío. Él va a volver.
Annie asintió. No porque fuese una certeza, porque desde luego, no lo era, sino porque necesitaba agarrarse a algo para no derrumbarse. Si ella misma se convencía de que Finnick no volvería, se volvería loca. Más aún de lo que ya se sentía.
En ese momento, mientras Dexter la ayudaba a levantarse, Margaret entró por la puerta, con un dedo sobre los labios.
-      Señor Dexter… Hay…
-      ¿Sí? – preguntó el hombre, girándose con una ceja levantada.
Margaret titubeó antes de entrar del todo en la sala de estar, tirando de la muñeca de un niño de no más de ocho años. Tenía un enorme moratón en el lado derecho de la cara, atravesado por un corte desigual, y llevaba el brazo izquierdo vendado. Annie tardó en reconocerlo.
-      ¿Margaret? – inquirió Dexter, acercándose al pequeño -. ¿Qué…?
-      Fue el niño al que pegó el Agente – aclaró Annie, entre sollozos.
Dexter se giró hacia el niño, poniéndole una mano en el hombro.
-      ¿Cuál es tu nombre?
-      Emer – respondió el niño, agachando la cabeza.
Dexter sonrió. Annie se acercó al niño con cautela, sabiendo que no presentaba un aspecto precisamente bueno. Se agachó a su lado y le levantó suavemente la barbilla con un dedo. El niño se sonrojó.
-      ¿Qué quieres? – dijo la chica, dedicándole una media sonrisa.
Emer hizo ademán de volver a agachar la cabeza, pero sonrió con timidez y se encogió de hombros.
-      Quería darles las gracias, señorita Cresta y… señor – Sus mejillas se tornaron aún más rojas -. Mamá dice que me salvaron la vida.
Los ojos de Annie comenzaron a humedecerse. No hacía ni dos minutos que había estado pensando en todas las personas que habían muerto a su alrededor, y ahí estaba ese niño, agradeciéndole su vida. Annie se sentó en el suelo, apoyándose en Dexter, mientras una lágrima silenciosa se deslizaba por su mejilla.
-      Y… si necesitan algo… yo puedo hacerlo. Hacerles la compra, limpiarles la casa, lo que quieran.
Annie dejó escapar un sollozo. Emer la miró asustado y retrocedió.
-      Yo…
-      Tranquilo, chico, no es culpa tuya – aclaró Dexter, sujetando a Emer por el hombro -. No tienes por qué trabaj…
-      Quiero hacerlo. Gratis, no me importa.
Dexter miró al niño con ternura y le acarició la mejilla amoratada. Un pensamiento cruzó la mente de Annie, tan veloz como una estrella fugaz, pero desapareció tan pronto se fijó en él.
En ese momento, la televisión empezó a dar pitidos. Annie se giró, con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho. Un minuto. Miró a Dexter con alarma, colocando las manos en el sofá para evitar caer al suelo.
-      Margaret, llévate a Emer a la cocina y dale algo de comer – sugirió, dándole un ligero empujón al chico.
Dexter cerró la puerta en cuanto salieron y corrió al lado de Annie, que miraba la televisión con los ojos anegados de lágrimas.
-      Lo van a matar, lo van a matar…
La chica clavó los dedos en el sofá. Veinte segundos. Apenas era consciente de la Arena que mostraba la pantalla, ni de la inmensa Cornucopia dorada. Sus ojos buscaban a Finnick, como si su mirada pudiese mantenerlo a salvo.
Diez segundos. La cámara enfocó finalmente a Finnick, que miraba al frente con el ceño fruncido. Annie se acercó a la pantalla y la tocó con los dedos, repasando los rasgos del muchacho como si estuviese allí mismo, en ese salón, a su lado…
Pero no está. No está, no está, lo van a matar.
Cuando el gong sonó, Annie ya estaba acurrucada en el suelo, balanceándose y mordiéndose la manga del jerséis mientras veía el inicio del Vasallaje.
Mientras veía a Finnick lanzarse al agua.
Llegar a tierra.
Coger su tridente.
Dar la vuelta a la Cornucopia y…
-      ¡No! – gritó Annie, lanzándose hacia la pantalla -. ¡NO!
-      ¡Annie!
Dexter la apartó como pudo con el brazo sano, manteniéndola lejos de la televisión mientras miraban la escena.
-      Tú también sabes nadar – decía Finnick, con un atisbo de sonrisa en los labios -. ¿Cómo has aprendido en el distrito 12?
-      Tenemos una bañera muy grande – contestó Katniss Everdeen, apuntándolo con el arco.
Annie sentía el estómago en el cuello.
¿Qué le impedía matarla?
¿O a ella matarlo?
¿Por qué tenían que morir?
Los Juegos, los Juegos….
Cabezas que rodaban por el suelo, agua, agua y más agua, sangre por todos lados…
Annie se apartó de Dexter, tapándose los oídos. Sin embargo, ni siquiera sus manos amortiguaban el sonido de la televisión.
-      Imagino que la habrán construido en tu honor.
-      Qué suerte que seamos aliados, ¿no?
Aliados.
Yo también tuve un aliado.
Kit.
Kit Grobber.
Y lo mataron.
Annie cerró los ojos, pero no fue mucho mejor. Las imágenes se repetían en su cabeza una y otra vez, una y otra vez, golpeando contra sus párpados.
Kit diciéndole que no iba a hacerle daño. Sonriendo. Tirado en el suelo a su lado mientras dormía con la boca entreabierta. Aliados.
Qué suerte que somos aliados.
En las alianzas de los Juegos, siempre hay uno que muere primero.
-      Annie… Ann…
Annie abrió los ojos, sin apartarse las manos de las orejas. Escuchaba gritos de fondo, como si se encontrasen dentro de un fondo profundo. Recordó a la chica que la había perseguido y que había muerto con su propia lanza clavada en el cuello. A ella no le dio tiempo a gritar.
-      Annie, están vivos. Los dos están vivos.
-      Pero siempre hay uno que muere antes – Era extraño escuchar su voz amortiguada -. Uno o los dos. Ahora son tres aliados.
-      Cuatro. Peeta Mellark.
-      Cuatro…
Annie se presionó ambos lados de la cabeza, cerrando con fuerza los ojos de nuevo. Sintió a Dexter junto a ella, poniéndole la mano en la espalda, pero ni siquiera su contacto era suficiente. Se sentía insensible. O demasiado sensible, por otro lado. Estaba en carne viva de nuevo.
-      ¿Está bien?
-      No, Emer, es mejor que…
La chica abrió los ojos y se encontró con la diminuta cara del niño. Tenía el pelo castaño oscuro revuelto y las mejillas llenas de pecas casi invisibles bajo la piel dorada. Pero sus ojos…
Los ojos de Mags eran como el cielo un día nublado. Los de Dexter eran como la miel o el caramelo fundido. Pero nunca había encontrado unos ojos como los de Finnick. Parecía tener todos los colores del océano concentrados en su iris. El verde del mar, el matiz azul de la profundidad, incluso matices violetas de las escamas de los peces. Ninguna descripción que hiciese sería suficiente.
Y de repente, ahí estaban. Unos ojos castaños, del color del chocolate caliente, de la arena mojada. Annie se metió en ellos y vio la inocencia y la pureza que solo un niño pequeño tiene. Y vio el sufrimiento de pasar hambre y ser maltratado. Pero la serenidad con la que la miró con su par de ojos marrones le hizo respirar hondo y quitarse las manos de los oídos. Se quedaron mirándose el uno al otro unos instantes, sin hablar. Annie acompasó su respiración a la del niño. Porque al fin al cabo, era como él. Una niña a la que le habían robado su infancia demasiado pronto como para haberla disfrutado.
Dexter recogió a Annie del suelo y la tumbó en el sofá, acuclillándose al lado de su cabeza mientras le apartaba el pelo de la cara.
-      Emer… ¿podrías pedirle a Margaret un caldo?
El niño sonrió, agradecido de ser eficiente por fin, y salió corriendo. Dexter apartó la mirada del muchacho y se volvió hacia Annie, con una ceja levantada.
-      ¿Estás bien?
La chica asintió. Aún se sentía dolorida, por dentro y por fuera, cansada, destrozada. Pero serena. Tan serena como lo había estado Emer.
-      ¿Qué ha pasado, Annie?
Annie se encogió de hombros. En realidad, no habría sabido explicarlo. ¿Por qué, de repente, un niño pequeño había sido capaz de calmarla cuando ni siquiera Dexter había podido? Ni siquiera ella le encontraba sentido. Solo sabía que había perdido el control por un instante y sus ojos le habían hecho recuperarlo. Era suficiente.
Cerró los ojos. Y de repente, no existió Dexter, ni el sonido de la televisión, donde ya empezaban a resonar los cañones. No existía la Arena, ni el Vasallaje, ni la amenaza de que Finnick iba a morir.
Annie estaba en la playa. No en su playa, sino en la playa del distrito. Tejía una red para su madre, una larga red dorada. Entonces, Kit se sentó a su lado, con el pelo revuelto y la camisa blanca desabrochada. No tenía ninguna cicatriz en el cuello.
-      Qué suerte que seamos aliados, ¿no?
Annie siguió haciendo nudos, nudos y más nudos, pero no pudo evitar sonreír. Eran amigos, aliados, compañeros. Se tenían el uno al otro. Kit colocó la palma de la mano frente a ella, abierta y vacía. Annie dejó la red y colocó su palma sobre la de él. Era cálida. No estaba muerto.
-      ¿Aliados?
Annie entrelazó los dedos con los de su compañero y se giró para mirarlo.
-      Aliados.
Kit tenía los ojos castaños. Del color del chocolate caliente y de la arena mojada.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Capítulo 64. 'Poema'.

Finnick se sentó en la cama de su lujosa habitación y buscó la carta de Annie que Carrie había dejado en su mesilla. Hacía días que pensaba en abrirla, pero estaba seguro de que habría algo que lo haría romperse si leía las palabras que ella había escrito. Ni siquiera estaba seguro de que fuese una carta de despedida, pero, aún así, no era capaz de enfrentarse a ello.
Con el trozo de papel doblado en las manos, respiró profundamente. Era una hoja arrancada del cuaderno blanco, pero eso ni siquiera le daba una pista. Finnick había visto de todo en ese cuaderno: desde poemas hasta el mundo de Annie salido de su propia cabeza en forma de palabras, dibujos, palabras sin sentido que ni siquiera existían…
La Arena estaba a la vuelta de la esquina, probablemente mucho más cerca. Esa noche eran las entrevistas con Caesar Flickerman, y al día siguiente… Hacía tiempo que no sentía que le quedaba tan pocas horas de vida aseguradas.
‘Ábrelo, descerebrado, maldita sea’, dijo Johanna en su cabeza. Con los dedos temblorosos, Finnick desdobló la nota.
Y lloró.
Pero no lloró como llora un niño que quiere a su madre el primer día de colegio, o como un novio al que le deja su chica. Lloró como alguien que recuerda, y como alguien que ha aceptado que no hay marcha atrás. Porque Finnick sabía que, antes o después, iba a morir en ese estadio, que iba a sacrificarse por ella. Lloró hasta que la tinta del bolígrafo quedó emborronada.
No era solo lo que ella había escrito. Era lo que implicaban esas palabras. Eran recuerdos, era un pasado que no iban a recuperar. Y Annie lo sabía, lo había dejado ver con esa nota.
Así lo encontró Mags, sentado en la cama, con la nota sobre las rodillas y los ojos hinchados. Mags ni siquiera leyó la nota, porque ese era el pasado de ambos, sus secretos, y ella no quería invadirlos. Simplemente se sentó al lado de su hijo, abrazándolo y consolándolo como toda madre haría.
Y así los encontró el equipo de preparación a ambos. Finnick jamás pensó que vería a Carrion tan destrozada como cuando atravesó la puerta. Podía ver en su cara la amargura que le provocaba que quizás esa fuera de las últimas veces que tuviese que ocuparse de él. Mags besó a Finnick en los labios antes de salir por la puerta para que Yaden pudiese prepararla.
-      ¿Qué me tienes preparado para hoy? – dijo Finnick, frotándose los ojos.
Carrie avanzó hacia él y se tiró a sus brazos.
-      Quiero que sepas – comenzó, susurrando en su oído -. Que ha sido un verdadero placer haber estado contigo todos estos años.
Finnick se separó de ella con una sonrisa triste, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.
-      Bueno, venga, empieza.
Carrie no dejó de llorar mientras lo preparaba.
Una vez estuvo vestido y maquillado lo suficiente como para eliminar la hinchazón de sus ojos, Carrie lo condujo hasta el escenario. Mags ya estaba allí, sentada en un sillón blanco, con un vestido largo de color verde oscuro que contrastaba con los pantalones de él. La mujer hizo un amago de sonrisa antes de que Johanna se pusiera entre ambos.
-      ¿Así que tu estilista sigue sin querer disfrazarte de pez? Vaya decepción.
Finnick sonrió y la abrazó.
-      ¿Cómo lo llevas?
-      Bueno, al menos ahora no soy un árbol. Es un paso adelante.
Finnick agarró el cuello de su vestido con los dedos y puso una cara seductora, a la que Johanna Mason respondió con una mueca de asco.
-      Guárdate eso para ligar con tu yo interior si no quieres que te mate de un hachazo.
-      ¿Serías capaz de cortarme mi hermosa cabeza? – dijo Finnick, fingiendo indignación.
-      No, te golpearía con el mango en ella hasta que quedase deforme. Y no me haría falta mucho trabaj…
En ese momento, se quedó en silencio, mirando con los ojos entrecerrados a la escalera. Katniss bajaba en silencio, con un vestido de novia muy vaporoso y de aspecto pesado, seguida por Peeta, que iba vestido de novio, tal y como se vestían en el Capitolio. Lo primero en lo que Finnick pensó fue que su estilista era macabro. Aunque claro, sabía sacarle partido a la situación. El vestido de novia era una clara llamada de atención al público.
-      No me puedo creer que Cinna te haya puesto eso – dijo, cuando la chica pasó por su lado.
-      No tuvo elección, el presidente Snow le obligó.
Finnick escuchó a Cashmere decir algo, mientras se ponía en la cola. Johanna, que continuaba a su lado, se acercó a Katniss y, enderezándole el hermoso collar, le susurró:
-      Házselo pagar, ¿vale?
Finnick abrió mucho los ojos, pero no tuvo tiempo de replicar. Caesar Flickerman comenzó las presentaciones, interactuando con el público como solo él podía. Entonces, los tributos empezaron a hacer algo que Finnick creía imposible que pudiesen hacer. Él ya había decidido hacia dónde iba a enfocar su entrevista, pero nunca pensó que el resto desviase l aatención de ellos mismos para centrarla en algo mucho mayor. Empezó Cashmere, interpretando a una vencedora preocupada por sus seguidores del Capitolio hasta el punto de llorar por su sufrimiento. Luego Gloss, agradeciendo todo lo que habían hecho por ellos. Y así hasta que, después de una corta entrevista para Mags, en la que apenas habló y, las pocas palabras que emitía, apenas eran entendibles, le tocó a Finnick.
-      ¡Nuestro chico de oro! – gritó Caesar, estrechándole la mano.
Finnick sonrió, mirando al público. Lo tenía en el bolsillo, siempre lo había tenido. El público era suyo, y una simple sonrisa o una sencilla mueca podían tener un efecto estremecedor.
-      ¿Cómo te encuentras, Finnick?
El chico se sentó en la silla y miró al público, poniendo cara de preocupación.
-      Es duro, Caesar. Ver cómo tienes que decir adiós a todo esto, quizá por última vez… - Hizo una pausa, mientras escuchaba cómo comenzaban los llantos en las gradas -. Y tanta gente a la que dejar atrás…
-      Lo es, lo es. Sin embargo – continuó Caesar -, tengo entendido que no eres un chico que mantenga relaciones muy cercanas, ¿verdad? No te entregas fácilmente.
Finnick tragó saliva, sonrojándose.
-      No mucho. No me gusta que lleguen a conocerme verdaderamente, porque entonces, tienen poder sobre mí.
Caesar asintió, cerrando los ojos para dar a entender que lo comprendía.
-      Entonces, ¿no hay nadie que tenga poder sobre ti?
Eso era. Ese era el momento que Finnick había estado buscando, que había esperado. Se llevó una mano al pecho y clavó los ojos en la multitud.
-      Hay alguien.
Un murmullo colectivo se extendió por todas las gradas. ¿Quién sería esa persona que había conseguido llegar a conocer tanto al gran Finnick Odair? ¿Quién habría tenido ese privilegio? Finnick sonrió para sí.
-      ¿Y hay algo que quieras decirle a ese alguien?
Finnick asintió, levantándose. La multitud guardaba un silencio absoluto. Si de algo podían presumir, era que eran un público excelente.
-      De hecho, Caesar, hay muchas cosas que quiero decirle. Pero… ¿qué mejor manera de hacerlo que mediante una poesía?
El público estalló en aplausos antes incluso de que Finnick empezase. El chico sonrió directamente a la cámara, clavando los ojos en el objetivo.
Lo que iba a hacer no era una manera de utilizar lo que sentía para lograr la atención del público. No, no era un mecanismo para lograr patrocinadores. Lo que iba a hacer era algo más profundo, más íntimo, aunque fuese delante de todo el país. Era expresar. Era sentir. Era recordar.
Comenzó a recitar cuando el auditorio se quedó en silencio.

 Si tuviese que empezar,
sería adecuado empezar por el principio.
¿Pero cuál?
¿La primera mirada, el primer roce,
el primer beso?
Los principios están llenos de primeras veces.
Pero mis primeras veces
nunca han sido las tuyas.
No tu primer beso.
No tu primer roce.
Si existe un principio,
no es el primero.
¿Entonces dónde empezar?
Estaba perdido
como nunca nadie lo había estado antes.
Estaba roto
y sintiendo que no merecía la pena.
Y llegaste.
Con tu sonrisa, como una luz,
diciendo que estaba bien.
Que el pasado no daba miedo.
Que solo eran recuerdos.
Que importaba vivir.
Y te creí.
Y por un instante,
estuve cuerdo.
Pero las sombras,
las sombras volvieron,
una y otra vez, rodeándome,
y no supe escapar de ellas.
No esta vez.
Y ahora puede que mueras,
y que muera yo después.
Porque sin ti no me encuentro.
Porque cuando me encontraste,
me encontré a mí también.
Estuve esperando
a que rompieses mi corazón.
Pero no lo hiciste.
No lo haces.
No lo harás.
Te dije una vez
que nos quería infinitos.
Pero ahora ya no estoy seguro
sobre casi nada.
Sobre el principio
o el fin.
Lo único de lo que estoy seguro,
es que tú eres mía
y yo soy tuyo.


Finnick no supo exactamente en qué momento había dejado de sentir que estaba rodeado de personas, que estaba siendo observado por millones de ojos, pero en ese momento, se había sentido con Annie, a su lado, cogiéndole la mano, recitando la poesía que ella había escrito para él. El zumbido y los aplausos ensordecedores fueron lo único que lo sacaron de la ilusión. Finnick vio gente llorando, gritando, desmayándose, y todo por un poema que nada tenía que ver con ellos. Finnick clavó los ojos en la cámara de nuevo, confiando en que Annie estuviese viendo las entrevistas, y trató de decirle con la mirada lo que no podía hacer con la voz. Voy a morir por ti, porque te amo y quiero que seas feliz.
Caesar se despidió de él con un cabeceo, enjugándose las lágrimas, quizá fingidas, con la manga del traje. Finnick se sentó junto a Mags y esperó.
Las entrevistas continuaron, con las súplicas de los tributos, como Johanna, que pidió que se hiciese algo con respecto al Vasallaje, haciendo alusión a la relación entre los vencedores y el Capitolio, o Chaff, que se lo pidió directamente al presidente. Entonces, cuando le tocó salir a Katniss, su vestido se convirtió en un sinsajo de plumas negras, el símbolo de la revolución. ¿Cómo podía ser su estilista tan valiente de haber arriesgado su vida solo para revelarse en el propio centro del Capitolio? Si Finnick hubiese podido aplaudirlo, lo hubiese hecho como el que más. Sin embargo, el plato fuerte llegó cuando Peeta Mellark confesó que, no solo él y Katniss ya estaban casados, sino que además ella estaba embarazada, lo que destrozó al público, que comenzó a gritar en contra de ese Vasallaje. Ni siquiera se escuchó el himno cuando comenzó a sonar.
Finnick le tendió la mano a Mags, que tenía los ojos llorosos, aunque el chico no tenía claro por qué. Igualmente, le dio un apretón de manos y miró al frente. Entonces, sintió la mano de Amal, la vencedora del distrito 5, cerrándose en torno a la suya. Finnick se giró con la pregunta implícita en sus ojos, pero la respuesta no tardó en llegar cuando vio a todos los tributos en fila cogidos de la mano. Eran una unidad, una unidad contra la injusticia del Vasallaje, contra la injusticia del Capitolio. Eran la  rebelión en estado puro.
Cuando comenzó el caos, Finnick supo que tenían que marcharse antes de que fuese a más. Solo podía escuchar los gritos de protesta, los llantos. Tiró de la mano de Mags hacia el ascensor, en el que ya se encontraban Peeta y Katniss, cogiendo a Johanna por el camino, pero unos agentes les empujaron antes de que pudiesen entrar.
-      ¡Eh! – gruñó Johanna, apartándose bruscamente -. ¿Qué crees que estás haciendo?
-      Aquí yo soy la ley – respondió el hombre, llevándose la mano al cinturón.
-      Bueno, y yo voy a caminar hacia la muerte mañana y a ti te da igual, ¿no? Pues eso es lo que me importa a mí que tú seas quien seas.
Finnick tiró de su amiga hasta otro ascensor vacío. Blight se les unió antes de que pudiesen cerrarse las puertas.
-      ¿Qué ha pasado ahí fuera? – preguntó Finnick, rascándose la cabeza.
-      Se han vuelto locos. Están mandando a la gente a casa prácticamente a golpes. Es una locura.
Johanna asintió con una sonrisa. Cuando el ascensor les dejó en el piso cuatro, Mags se giró hacia el chico, cogiéndole por los hombros.
-      ¿A… ie?
-      Sí, Mags, era el poema de Ann.
La mujer sonrió, cerrando los ojos y asintiendo. Finnick la abrazó, sintiendo lo diminuta que era entre sus brazos, y cómo había necesitado casi toda su vida a esa pequeña mujer.
-      ¿Puedes dormir conmigo hoy?
Mags ni siquiera asintió, simplemente tiró de la mano del chico hacia su habitación.
Y esa noche, Finnick durmió con su madre, pensando hacia dónde se dirigía y todo lo que dejaba atrás.