sábado, 26 de abril de 2014

Capítulo 88. 'Jaula, jaula, jaula'.


Finnick extendía la mano hacia ella. Annie trataba de agarrarlo mientras la inmensa negrura se lo llevaba. Conseguía sujetar su muñeca, pero el chico se disolvía entre sus dedos como si fuese arena y desaparecía, dejándola sola con la pulsera de tela en las manos.
Nada.
Eso era lo que sentía. No era como si tuviese una herida abierta, ni una llaga que escociese como si le hubiesen echado ácido. No sentía pérdida, ni miedo, ni dolor. No sentía nada. Lo único que sabía era que bien podía ser un cadáver. Luchaba contra sus propios párpados, que amenazaban una y otra vez con cerrarse. Las pesadillas eran incluso peores.
No era consciente de la gente que entraba y salía de la habitación. No era consciente siquiera de cuando estaba despierta y cuándo dormida, porque todo era lo mismo, la misma fría oscuridad.
No será igual, había dicho Finnick.
Por supuesto que no. Sería mucho peor.
Se acarició la barriga. Dentro de ella, se encontraba una criatura pequeña que nacería sin padre, probablemente huérfana también, porque ella no se sentía con ánimos de seguir viviendo. No podía, ni siquiera por él. Por el hijo de Finnick. No podía hacerle eso, condenarlo a vivir solo. Ella conocía la soledad, lo estaba haciendo en todo su esplendor. No era justo.
Alguien le puso una mano sobre la suya. Vio hematomas en los nudillos y cicatrices a medio curar. Ni siquiera se atrevió a levantar la mirada, una mirada vacía.
-        Annie… - susurró Johanna, con la voz ronca -. Annie, di algo.
¿Qué podía decir? ¿Que estaba tan rota por dentro que había dejado de sentirlo? ¿Que le había sangrado tanto el corazón que estaba segura de haberse quedado sin sangre en las venas? ¿Que no podía dejar de pensar en lo vacío y solo que se había quedado el mundo sin él?
Una lágrima salada como la que había caído por la mejilla de Peeta cayó sobre la piel de su mano. Annie la miró, captando los reflejos multicolores. Recordó algo que había escuchado alguna vez, quizá antes de sus Juegos, antes de que todo empezase a ir mal. Quizá algo que su madre le había dicho o que había leído en un ajado libro de segunda mano: El dolor es bello.
-        ¿Por qué no lloras, Annie? – preguntó Johanna, tumbándose junto a ella.
Tenía el rostro pálido, como quien ha pasado días enfermo. Annie desde luego sí se sentía enferma. Enferma terminal. ¿Cuánto habría pasado? ¿Semanas? ¿Años? El tiempo había perdido el sentido. Todo lo había hecho.
-        No… - comenzó. Incluso su voz estaba rota -. No me queda más por llorar. He llorado noches enteras, días enteros. He llorado incluso en sueños. Estoy seca.
La mano de Johanna se posó en su barriga, con los ojos aún anegados en lágrimas.
-        No puedes rendirte ahora – gruñó -. Sigue. Hazlo por él.
Annie se miró la barriga, tapada con la camiseta que llevaba. Sabía que alguien la duchaba y le cambiaba la ropa casi diariamente, pero nunca le veía, o nunca se daba cuenta de que esa persona estaba allí. Para Annie Cresta, la vida se había vuelto una sombra tan oscura como las que la asustaban años atrás. Ella misma era una de esas sombras. Se había convertido en lo que temía, y eso le daba aún más miedo. Había nacido de las sombras y había vuelto a ellas, como un eterno retorno, siempre empezando, siempre acabando en el mismo sitio.
-        No… - susurró Annie, apartando la mano de Johanna -. No puedo.
La chica abrió los ojos como platos, levantándose.
-        ¿Cómo que no puedes?
Annie se giró, escondiendo su estómago. Escondiendo a ese niño que ya estaba condenado a estar solo.
-        Annie – gruñó Johanna, obligándola a darse la vuelta -. Es tu hijo. Su hijo. Es… por dios, es vuestro, no puedes solo abandonarlo.
-        No, no… Yo no…
-        Annie Cresta, por favor…
-        No puedo…
No podía cuidar de alguien que la necesitaba enteramente cuerda cuando ella no podía cuidar de sí misma. Había confiado en que Finnick la ayudaría, en que él cuidaría de los dos. Pero él ya no podría, nunca podría. Ni siquiera sabría que iba a ser padre.
Algo dentro de ella estalló. Comenzó  a llorar de nuevo lágrimas que quemaban su piel como si de ácido se tratase. Pensaba que estaba seca, que no le quedaba nada más por echar, pero se equivocaba. Ahí, en su interior, quedaba dolor, demasiado, y probablemente se quedaría ahí el resto de su vida.
Johanna la abrazó y se quedaron así durante el resto del día y la noche. De nuevo, Annie vio a Finnick disolverse. Quería gritarle que volviese, pero las palabras no salían de su boca. Estaba atada a un poste mientras él se hundía en la oscuridad en pequeños granos de arena. Despertó sin aire en los pulmones.
Plutarch las llamó cuando el sol, con una luz tenue y gris empezaba a entrar por la ventana. Johanna la cogió de la mano y siguieron a Plutarch por un inmenso pasillo lleno de decoración. Annie arrastraba los pies mecánicamente, como una autómata. No le importaba hacia dónde la estuviesen dirigiendo. Lo único que quería era regresar a su habitación, esconderse bajo las sábanas y gritar.
Entraron en una inmensa sala. Coin estaba sentada al frente, con un imponente traje oscuro. Peeta  movía las manos nervioso frente a ella, sentado junto a Haymitch, que parecía no enterarse muy bien de la situación. Beetee también se encontraba en la sala, con la mirada clavada en la mesa a través de las gafas y, junto a él, Enobaria, mordiéndose el labio con los dientes afilados. Annie se sentó junto a Johanna, dejando un sitio entre ella y Beetee. Katniss entró poco después, con el arco en la mano, y se sentó a su lado.
A pesar del maquillaje, la chica no tenía mucho mejor aspecto. El pelo se le había quemado, parte de su piel era un conjunto de colores rosados, y seguía teniendo en la cara una constante mueca de dolor. Annie apartó la mirada. También Katniss Everdeen había perdido lo más importante en esa guerra.
Comenzaron a hablar. A su alrededor, todo era difuso. Gente discutiendo, moviéndose, silencio. Annie bajó la cabeza. Si Finnick hubiese estado allí, ella podría haberse sostenido a él, mirarlo, saber que Panem era libre y que todo iba a salir bien. Volverían al 4, criarían a su hijo y se darían la felicidad que merecían.
Pero él no estaba allí. Y ella no sería feliz de nuevo sin él.
-        … propuesto que, en vez de eliminar a toda la población del Capitolio, tengamos unos últimos Juegos del Hambre simbólicos con los niños relacionados directamente con los que ostentaban el poder.
El estómago de Annie se contrajo. Imaginó a su hijo en la Arena, un chico sin cara, corriendo por una selva similar a la del Vasallaje. Se lo imaginó muriendo. Gimió.
-        ¿Qué? – gritó Johanna.
-        Que tengamos otros Juegos del Hambre usando a los niños del Capitolio – aclaró Coin.
-        ¿Estás de broma? – inquirió Peeta, con la voz ronca.
Empezaron a discutir. Annie se puso una mano en la barriga. Habían luchado por disolver los Juegos. Por un Panem libre y unido. Finnick había muerto por eso, por evitar más masacres de niños televisadas. No podían simplemente tirar todo eso por la borda.
-        ¡No! – explotó Peeta, levantándose de la silla -. ¡Voto que no, por supuesto! ¡No podemos tener otros Juegos del Hambre!
Johanna, con el ceño fruncido, se irguió, encarando al chico.
-        ¿Por qué no? A mí me parece justo, y Snow tiene una nieta, encima. Yo voto que sí.
Annie miró a Johanna, a quien los Juegos le habían quitado todo. Johanna, que estaba llena de rabia. Pero esos niños no tenían la culpa de las atrocidades de sus padres. No podían culparlos.
-        Y yo – añadió Enobaria, con desgana -. Que prueben su propia medicina.
-        ¡Por esto nos rebelamos! ¿Recordáis? – continuó Peeta, nervioso. Al ver que nadie lo apoyaba, se volvió hacia ella -. ¿Annie?
La chica clavó la mirada en su barriga. No podía condenar a más niños, independientemente de quiénes fuesen sus padres, independientemente de lo que hubiesen hecho o de lo que le hubiesen quitado. No podía pensar en niños como su hijo aún no nacido o como Emer, vestidos con mejores ropas, caminando hacia un escenario mientras gritaban sus nombres como Radis había hecho. No sería partícipe. Y Finnick tampoco lo hubiese sido.
-        Yo voto que no, como Peeta – murmuró -. Y lo mismo habría votado Finnick de estar aquí.
Johanna la cogió por la muñeca, girándola hacia ella.
-        Pero no está porque los mutos de Snow lo mataron.
Annie tragó saliva. Había pedido saber cómo murió, pero prefería no haberlo hecho. Las pesadillas habían sido peores desde entonces.
-        No – dijo Beetee -. Sentaría un precedente. Tenemos que dejar de vernos como enemigos. Llegados a este punto, la unidad es esencial para sobrevivir. No.
-        Solo quedan Katniss y Haymitch.
Annie miró a Katniss, que parecía de nuevo al borde del llanto. La chica clavó los ojos en Coin. Annie pensó en la pequeña Prim, sonriendo mientras le decía que estaba embarazada. Supo la respuesta de Katniss antes de que ella la pronuciase.
-        Yo voto que sí… Por Prim.
-        Haymitch, depende de ti.
Cuando el hombre estuvo de acuerdo con el Sinsajo, Coin dio por concluida la sesión. Annie se levantó con pesadez, seguida muy de cerca por Johanna.
-        No me puedo creer lo que has hecho – susurró, con las manos aún en el estómago.
-        ¿No te parece justo? ¿La vida de Finnick por la de uno de esos niños?
Annie se giró, sintiendo que la cabeza le daba vueltas.
-        ¿Nos lo devolverán, Jo? ¿Va a volver Finnick si muere la nieta de Snow?
Johanna frunció los labios en una fina línea y se marchó pasillo abajo. Annie se dejó caer, apoyando la cabeza en la pared. De repente, una mano se colocó sobre su hombro y, cuando abrió los ojos, la mirada azul de Peeta estaba frente a ella.
-        Vamos – dijo, levantándola.
La acompañó hasta la terraza presidencial, frente al Círculo de la Ciudad, una inmensa plaza abarrotada. Peeta la dejó al borde del estrado, junto a Beetee. Johanna estaba unos metros más allá, cruzada de brazos, pensativa. Annie se apartó el pelo de la cara y esperó.
Katniss fue la primera en aparecer, con el arco en la mano y una sola flecha. Snow salió poco después, magullado y abucheado por la multitud, que no dudó en gritar todo lo que no habían gritado en años. Annie se tapó los oídos. Katniss apuntó al presidente con el arco, justo al corazón. En sus ojos estaban reflejados el dolor y la rabia. La chica tensó la cuerda y, cuando llegó el segundo de disparar, desplazó la flecha hasta el balcón, unos metros por encima, y la soltó.
Coin cayó al suelo, muerta.
Annie miró el cadáver. Alguien tiró de ella, pero nunca llegó a ver su cara. Solo sintió una mano suave rozarle la mejilla antes de que el mundo se desvaneciera. Antes de desaparecer, miró el cielo gris y vio copos de nieve caer sobre ella. Fría. 



sábado, 19 de abril de 2014

Capítulo 87. 'Real'.

-        Boggs y Mitchell. O lo que quedaba de ellos.
Annie se llevó la mano al pecho, tratando de respirar. Esos eran los cadáveres que habían encontrado en el Capitolio. Boggs, que tan poco había sonreído en su boda, pero que no se había negado a un baile. Y Mitchell, que la había sacado de aquella celda. Johanna intentó tranquilizarla, pero ella también estaba alterada. Las noticias no eran precisamente alentadoras. Ya habían encontrado dos cadáveres. ¿Cuántos más quedarían? ¿Estaría Finnick entre ellos?
-        No, no, no…
-        Annie, él está vivo – dijo Johanna, agarrándole la cara con las manos -. ¿Verdad?
-        La señal sigue siendo débil – informó Plutarch -. Pero Beete ha localizado todas sus armas especiales, al menos por ahora. Están activas, lo que quiere decir que…
-        Ellos están vivos – aclaró Johanna, acariciándole las mejillas -. Finnick, Katniss y Gale están vivos, al menos.
Plutarch asintió, frunciendo el ceño. Annie casi se sentía culpable por estar aliviada. Por un segundo, le había dado igual el resto del pelotón, solo le había importado que Finnick estuviese vivo. Ella no era así. No podía despreciar la vida de la gente de esa manera.
Algo comenzó a agitarse en su pecho descontroladamente. Necesitaba saber que estaban bien, vivos, todos. Annie se agarró a Johanna.
-        Oíd – comenzó Haymitch, que estaba apoyado contra el marco de la puerta -. Tenéis que estar preparadas para lo peor. Ha salido todo mal y…
-        ¡No!
Annie se dejó caer al suelo, abrazándose las rodillas. Johanna bajó de la cama, colocando los brazos a su alrededor mientras se balanceaba. No podía concebir que Finnick estuviese muerto o que fuese a morir. No podía, no tenía sentido.
-        Johanna – prosiguió Haymitch -. Tú lo entiendes, por fav…
-        Haymitch, déjalo. ¡Déjalo!
La puerta de la sala se abrió de repente. Un chico vestido con el uniforme del hospital del 13 entró corriendo, sujetándose el pecho.
-        Beetee… - jadeó -. Ha pasado algo.
Plutarch y Haymitch salieron corriendo de inmediato. El chico se apoyó en el marco de la puerta, respirando con dificultad. Annie lo miró, asustada. Algo había pasado, algo relacionado con Beetee, o con las armas de Beetee. Intentó levantarse, tirando de Johanna.
-        ¿Dónde? – preguntó Johanna, sujetando al chico por los hombros -. ¿¡Dónde!?
-        En la sala de Mando. El resto nos vamos al Capitolio a ayudar a los her...
Annie salió corriendo, ignorando las voces de Johanna. Confiaba en que recordaba el camino a la sala de Mando. Confiaba en que podía llegar hasta allí, a pesar de que sentía las piernas tan inestables como la gelatina. Johanna gritó jadeante desde el otro lado del pasillo.
-        ¡Annie, por favor!
La chica retrocedió a por ella. Su amiga se sujetaba las costillas, con una mueca de dolor en el rostro. Annie la cogió de la mano y tiró de ella, caminando tan rápido como le permitía su paso.
-        No puede ser él, por favor, que no sea él – susurraba, mientras miraba nerviosa a un lado y al otro.
-        ¡Ahí! – gritó Johanna.
La sala de Mando estaba abarrotada. Ni siquiera los cristales que formaban las paredes eran suficientes para ahogar las voces y los chillidos. Se había desatado el caos, tal y como había ocurrido en su distrito el día que Dexter…
Annie empujó la puerta y entró corriendo. Había gente llorando, gritándose entre sí o gritándole a las pantallas, abrazándose sin dejar de observar los monitores. Annie empujó y empujó para abrirse paso. Necesitaba encontrar a Haymitch o a Plutarch. Tenían que estar ahí.
-        ¡… desactivado! ¡Roto!
Beetee chillaba, marcando teclas sobre una mesa. Haymitch, con las dos manos en la cabeza, no podía mantenerse quieto, caminando de un lado para otro. Entonces, las vio a ambas y empalideció de repente. Corrió hacia ellas, al mismo tiempo que ambas trataban de llegar hasta las pantallas. Annie soltó la mano de Johanna para empujar a Haymitch. Se sentía más pequeña, como cuando luchaba contra las sombras. Salvo que esta vez, las sombras eran reales. Muy reales.
-        ¡Haymitch, qué pasa! – gritó Johanna, empujándolo.
-        ¡Ayuda!
Un chico colocó unos brazos como hierros alrededor de los brazos de Annie, apartándola del hombre, que contenía como podía a Johanna, incapaz de ejercer todas sus capacidades por culpa de la morflina.
Annie dirigió la mirada a una de las pantallas. No llegó a ver quién salía en la primera imagen, pero la sala se transformó en un eco de gritos y llantos. Le siguieron dos mujeres y tres hombres más. Annie se arañó los brazos, enfocándose en ese dolor mientras todo dentro de ella empezaba a desintegrarse.
-        ¡… PERDIDOS! –seguía gritando Beetee, golpeando la mesa con la mano abierta -. ¡NO LOS DETECTO!
-        ¿Qué hacen ellas aquí? – chilló Plutarch.
Annie cayó al suelo. Todo le daba vueltas, como si hubiese empezado a girar sin control. Quería desconectarse. Su cerebro comenzó a apagarse mientras Johanna le pedía a su lado que permaneciese despierta. Su cabeza golpeó el suelo y todo se volvió negro.
Cuando despertó, ya no estaba en la sala de Mando. Ni siquiera parecía estar en el Distrito 13. Giró la cabeza, que le pesaba como si tuviese sobre ella un kilo de plomo, y vio a Johanna, tendida en una camilla, con una mascarilla puesta en la boca. En ese instante, se dio cuenta de que ella tenía la misma. Retrocedió semanas atrás. Acababan de ser rescatadas del Capitolio. Una mujer se acercaría a ella para curarle las heridas de las muñecas mientras Mitchell sonreía desde el otro lado. Salvo que esta vez, no había más mujeres que ellas dos, y no tenía heridas en las muñecas.
Y Mitchell estaba muerto.
Todo parecía tranquilo, mucho más tranquilo que en la sala de Mando. Ni siquiera recordaba que estaba haciendo allí. O sí lo recordaba.
La guerra.
Muertos.
Finnick.
Intentó levantar el brazo, pero sus extremidades no respondían. Le habrían puesto algo más potente que la morflina. Recordaba haberse desmayado, pero eso había sido por sí misma. No recordaba ningún pinchazo.
-        … remos con ellas, Plutarch? ¿Cómo se lo decimos?
Silencio. Annie trató de escuchar la conversación, luchando por mantener los ojos abiertos. -        Haymitch, la guerra ha acabado. Déjalo estar por ahora.
La guerra había acabado. Annie cerró los ojos. Acabada. Intentó levantarse de nuevo, pero el dolor de cabeza la dejó pegada a la cama.
-        Jo…
La chica a su lado abrió los ojos como platos.
-        Ha acabado – repitió, con la voz amortiguada por la mascarilla.
Finnick. Tenía que estar vivo. Él lo había dicho. Cuando volvamos a vernos, Panem será libre. Tenía que verlo. Él lo había dicho, él mismo lo había dicho…
-        ¿Qué va a pasar ahora? – preguntó Haymitch al otro lado de la puerta.
-        Snow será juzgado. Queremos que sea el Sinsajo quien lo sentencie, pero ella… No sabemos en qué estado se encuentra.
Katniss. Katniss seguía viva.
Annie recordó de repente con toda claridad por qué había ido a la sala de Mando. Recordó qué quería ver. Recordaba perfectamente a Beetee, nervioso, golpeando la mesa. ¡Desactivado! ¡Roto! Si Katniss seguía viva, eso reducía las posibilidades de que Finnick estuviese vivo a que Gale Hawthorne hubiese muerto. Annie se mordió el labio con fuerza hasta hacerlo sangrar. Finnick tenía que estar vivo.
-        ¿Y el chico? – preguntó Haymitch.
-        Algunas quemaduras. Katniss se llevó la peor parte. A ella las llamas la cubrieron casi por completo. A él, solo lo rozaron.
Hablaban de un chico. Un chico que podía ser cualquiera lo suficientemente importante como para que Haymitch y Plutarch se preocupasen por él.
Finnick estaba vivo.
Tenía que estarlo.
No le rompería el corazón así.
Recordó los versos de aquel poema que había escrito, el mismo que él había leído en el Capitolio.

Estuve esperando
a que rompieses mi corazón.
Pero no lo hiciste.
No lo haces.
No lo harás.

No lo haría. No podría hacerlo.
Cerró los ojos. Cuando despertase de nuevo, Finnick estaría allí. Y la abrazaría, y le diría que todo estaba bien. Que la guerra había acabado, que Panem era libre, que podrían marcharse al distrito 4. Entonces ella le diría que estaba esperando a un pequeño Finnick. Y él sonreiría, con esa sonrisa suya que solo le dedicaba a ella. Y probablemente la besaría.
Cuando despertó, no estaba en el distrito 13. Tampoco estaba en el aerodeslizador. Miró al techo, blanco como el mármol. No tenía mascarilla ni agujas clavadas en el brazo. Estaba tumbada en una cama sin deshacer, arropada con una manta de pelo. La apartó con la mano y se irguió, inspeccionando la habitación con la mirada. La luz entraba a raudales por una gran ventana. Se levantó y caminó hacia ella, arrastrando los pies.
El Capitolio estaba en ruinas. No como las ruinas del 13, pero había un gran porcentaje de edificios quemados o derruidos, y los ciudadanos caminaban por las calles descalzos o arrastrando los pies, con las caras llenas de ceniza. ¿Cuántos días habrían pasado?
La puerta se abrió. Annie se giró, asustada, pero solo era Plutarch. Estaba serio, vestido enteramente de azul marino. Ese color, en su distrito, solo podía significar una cosa.
Pero él es del Capitolio, él no lo entiende.
-        Annie.
La chica inclinó la cabeza como saludo. El hombre se limpió un par de manos sudorosas en el traje y la miró a los ojos, sin alterar un músculo de la cara.
-        Han pasado dos días desde que acabó la guerra.
¿Dos días? Annie se sentó en la cama, abatida. ¿Por qué no había ido nadie a verla? ¿Por qué no había ido Finnick? Dos días. Volvió a mirar por la ventana, colocándose un mechón de pelo castaño detrás de la oreja. Dos días era demasiado tiempo. ¿Dónde estaba Finnick? Quizá no había querido despertarla. Pero Finnick sabía que a ella no le hubiese importado que la despertase con tal de hacerle saber…
La puerta volvió a abrirse. Peeta tenía un aspecto horrible. Tenía el brazo derecho en un cabestrillo, lleno de vendas que no escondían las feas quemaduras de las manos. El chico tenía el lado derecho de la cara enrojecido, y ese lado del pelo más corto que el otro. Y prácticamente no tenía cejas. Pero no era por eso por lo que parecía tan abatido.
Tenía ojeras enormes y azuladas bajo los ojos. La piel de la cara parecía habérsele hundido, pegada a los huesos de debajo, y caminaba encorvado, con los hombros caídos. El chico clavó dos ojos de un azul pálido en Annie y, sin mirar a Plutarch, habló con voz ronca.
-        Déjanos, por favor.
El hombre suspiró y salió de la habitación. Peeta avanzó hasta sentarse a su lado en la cama, colocando la mano sana junto a la suya. Annie sintió que su pecho se llenaba de humo, un humo denso que hacía pesados sus pulmones.
-        Annie…
La chica se sujetó el estómago. Todo dentro de ella se había contraído. Había sentido algo romperse sin que Peeta hubiese mencionado nada más que su nombre. Como un blanco cegador en sus párpados. Como la nada en su pecho. Como un vacío en su interior. Jadeó, apoyándose contra la pared.
Había sido él. El arma que Beetee había perdido. La foto que  no había llegado a ver. La persona que no había ido a verla en dos días. Él no habría esperado.
Se había obligado a negarlo, pero había sido él.
Annie levantó la cabeza hacia Peeta, con los ojos cargados de lágrimas.
-        No va a volver – dijo, sintiendo un desgarrón en el pecho -. ¿Real o no real?
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Peeta. Annie se concentró en esa lágrima, una pequeña gota salada.
-        Real – contestó el muchacho.
Annie se abrazó las rodillas mientras su corazón se rompía. No gritó. No podía llamarlo, él no la escucharía. No la escucharía nunca más, ni volvería a socorrerla, ni volvería a buscarla. Ni ella a él.
Se miró el pecho. Su corazón estaba sangrando, así como toda ella. Escondió la cabeza entre las rodillas y lloró su muerte como nadie había llorado antes.
No eran infinitos, como habían dicho.
Habían tenido un fin.