Finnick apretó las manos contra
la piel del sillón blanco, pero ese fue el único movimiento que hizo. Caesar le
miró, con los ojos llenos de lágrimas.
-
¿Finnick? –
susurró.
Finnick tragó saliva, pero
sentía la garganta totalmente seca. Agarrotada. Volvió a intentarlo, pero había
un nudo que no le dejaba hacer nada. Así que, cuando habló, con la legua áspera
raspándole el paladar, intentó parecer el de siempre.
-
Tranquilo, Caesar.
Estoy bien.
Pero todo lo que quería era
llorar. Gritar. Golpear algo. Kit estaba muerto, no había podido salvarlo. Pero
tenía que ser fuerte, por Annie.
La había visto escapar, meterse
en el río, pasar bajo el agua más de lo que una persona normal podría. Y había
salido minutos después, empapada, con la cara completamente desencajada, y se
había arrastrado exhausta hacia una abertura en una raíz. Miró hacia la
pantalla y la vio allí, acurrucada, envolviéndose las rodillas con los brazos.
Sus ojos miraban sin ver.
Se preguntó cómo era ella de
fuerte y si su fuerza sería suficiente para los dos.
-
Finnick, puedes
marcharte – dijo Caesar, secándose las lágrimas.
Finnick se percató de que las
cámaras habían sido apagadas. El equipo de televisión lo observaba afligido,
algunos incluso llorando. Se sintió con ganas de estrangularlos a todos. En un
par de horas, todos ellos habrían olvidado a Kit, habrían olvidado su
desparpajo en la entrevista, su manera de morir. Sería otro nombre olvidado
escrito con sangre en la historia de los juegos.
El chico se levantó y se encaminó
hacia la azotea, con las manos en los bolsillos. Le escocían los ojos, pero no
podía llorar, no debía llorar. Tenía
que sacar a Annie de la Arena, y tenía que tener la cabeza fría para ello.
Fuera hacía viento. Finnick
entrecerró los ojos mientras el aire revolvía sus cabellos cobrizos y se acercó
al balcón, con paso firme, aunque se sentía capaz de caer en cualquier momento.
-
¿Finnick?
El joven se giró y la vio allí,
sentada en el suelo, con surcos sobre el maquillaje emborronándole los ojos y
las mejillas. Tenía el pelo revuelto y la ropa arrugada.
-
¿Johanna? –
murmuró, con voz ronca.
Se acercó hacia ella y se puso
de cuclillas, poniéndole un brazo en el hombro. La chica sollozó, y Finnick se rascó
la nuca, incómodo. ¿Johanna Mason llorando? Algo había pasado. Algo grave para
hacer que alguien como ella estuviese así.
-
Finnick… Lo ha
matado – dijo, entre lágrimas -. Nell.
Snow. Siempre Snow. Finnick recordó cómo
él le había amenazado, cómo había sugerido indirectamente que todos sus seres
queridos irían cayendo si él se negaba a complacer al presidente. Y Johanna lo
había hecho.
Esas
eran las consecuencias.
Finnick
abrazó a su amiga, aun sabiendo que un abrazo no era suficiente para que todo
su dolor se esfumase. Pensó en Kit, en cómo se le había deshecho la sonrisa, y
sintió ganas de vomitar. En su lugar, tragó la bilis que le subía por la
garganta y, separándose de Johanna, golpeó con fuerza la pared, una, dos, tres
veces, hasta que sus nudillos se abrieron y manó la sangre de ellos. Johanna
abrió los ojos, sorprendida, pero no le pidió explicaciones.
Entre
lágrimas, le contó cómo el cadáver de Nell había aparecido en una de las
plantaciones dedicadas a las fábricas del distrito 7, con dos orificios bajo el
ojo derecho. Los Agentes de la Paz que habían recogido el cuerpo lo habían
atribuido a una picadura de serpiente, pero Johanna, al igual que Nell, sabía
que no había serpientes en esa zona del distrito. Alguien había hecho eso con
jeringas.
La
mano de Finnick empezó a escocer a mitad del relato, pero el dolor le recordaba
que tenía que ser fuerte, que no podía dejarse llevar por las emociones. Annie
iba a ganar los juegos. No sabía cómo, pero iba a hacerlo.
Hacia
la media tarde, Finnick ya había envuelto sus nudillos con su impecable
chaqueta gris, ahora manchada de sangre, y había dejado que Johanna descansase
en su hombro, aunque no había dejado de temblar.
- Siento lo de tu chico
– susurró entonces Johanna, casi sin voz.
- Yo también – respondió
Finnick, apretando los dedos de la mano herida. ‘No llores, no sientas’ -. Era
un gran chico.
Johanna
se apretó más contra él.
- Quiero matarlo –
dijo, con la voz mucho más firme.
Finnick
la apartó con cuidado de él y la miró a los ojos, esos enormes ojos castaños
que ahora desprendían frialdad. Y deseo de venganza.
- Jo…
- Y no va a impedírmelo
nadie.
Johanna
se levantó, se dio una bofetada en la cara y Finnick vio cómo cambiaba, como si
se hubiese puesto una camiseta diferente. Los ojos, negros por el maquillaje
emborronado, no parecían los de una chica miserable, si no que amenazaban. Sus
dedos se crispaban a los costados, rígidos. La chica apretó los labios y se
marchó de allí.
Finnick
se apartó la chaqueta de la mano y la examinó con cuidado. Sabía que se había
roto los nudillos, porque tenía la mano hinchada y empezaban a ponérsele
morados los dedos. Se limpió la sangre y, envolviéndose la mano de nuevo con la
chaqueta, bajó hasta el piso del distrito 4.
Radis,
Yaden y Carrie estaban allí, sentados en el sillón, frente al televisor. Radis
lloraba en una esquina, y Carrie abrazaba a Yaden. Finnick quiso pegarles
también. Incluso a Carrie, aunque sabía que ella no olvidaría a Kit.
- Finnick… - comenzó
Radis, pero él la ignoró y se sentó en el otro extremo del sofá.
En
ese momento, los profesionales estaban junto al enorme muro. La chica del
distrito 2 jugaba con un cuchillo y el chico del 1 afilaba la punta de una
lanza. Finnick sintió ira. ¿No tenían remordimientos siquiera? Él los había
tenido. Sabía que habían sido educados así, pero los remordimientos son
humanos. Y los niños no son niños sin ellos.
Aunque
claro, puede que los profesionales nunca hubiesen sido niños.
Finnick
se acarició los nudillos rotos con el pulgar, ignorando las punzadas de dolor.
Si Annie se quedaba escondida, probablemente el resto de tributos se matasen
entre ellos y ella pudiese salir viva de aquel infierno. Solo tenía que
proporcionarle comida para seguir manteniéndose viva.
Entonces,
algo le llamó la atención. El muro vibraba, como si le hubiesen proporcionado
una descarga eléctrica. Al principio, pensó que se trataba de un nuevo
terremoto, pero no tenía sentido. Los Vigilantes solo provocaban uno cada dos
días, y apenas habían pasado unas horas desde el último. ¿Por qué vibraba el
muro entonces?
Finnick
observó cómo los profesionales empezaron a alejarse de él. Todos menos el chico
del distrito 1, que había soltado la lanza y se acercaba a el cemento con
cuidado.
- ¡Eh, mirad! – gritó,
sonriendo -. ¡Por aquí sale agua!
Los
tributos soltaron un grito de alegría y se acercaron a la diminuta grieta por
la que manaba un hilillo de agua.
Entonces,
se oyó un crujido, y el muro se vino abajo.
Lo
primero que Finnick vio fue cómo un enorme trozo de cemento caía sobre uno de
los profesionales, aplastándolo. Ni siquiera supo a cuál, porque, de repente,
una enorme ola entró en el estadio, como si el mar hubiese invadido la Arena.
Destrozó árboles, incluso la Cornucopia, que se desprendió del suelo,
fragmentándose en trocitos de metal. Finnick se levantó, como acto reflejo, y,
sin escuchar los gritos, tanto de los presentadores como de sus compañeros,
salió casi corriendo de la habitación.
Annie,
Annie, Annie.
Ella
estaba en un estado de shock.
Ella
no podría salir de la Arena por sí misma.
Había
un número muy alto de probabilidades de que muriese a causa de la ola, bien
ahogada o bien atravesada por un trozo de metal, una rama o aplastada por un
trozo de cemento.
Y
Finnick no podía permitirse perder a Annie también.
Sabía
dónde estaba la sede de los Vigilantes, el lugar de tortura donde planeaban sus
juegos. Una chica se lo había contado en una de sus citas en el Capitolio.
Llegó a la puerta, una superficie de metal oscuro en la cual únicamente se veía
una pantallita azul con cuatro cuadrados y un teclado numérico. Finnick sabía
incluso la contraseña, así que introdujo los números, 09042013, con dedos temblorosos y la puerta se
abrió.
Caos.
Eso fue lo primero en lo que pensó cuando vio lo que había dentro de esa sala.
Era redonda, con los asientos dispuestos a modo de semicírculo en torno a una
proyección de la Arena, donde se podía ver cómo la ola inundaba cada una de las
partes. Apenas quedaba nada de la selva que había sido. Los Vigilantes
tecleaban en las pantallas, llamándose a gritos. Unos corrían, con manojos de
cables; otros, sencillamente, habían huido de la sala. El Vigilante Jefe estaba
en una zona acordonada, con las manos sobre una mesa, mientras miraba
desesperado la proyección. Finnick corrió hacia él.
- ¡TÚ! – chilló. Llegó
hasta él, saltando las cuerdas, y lo agarró por el cuello de la camisa -.
¡SÁCALA! ¡SÁCALA DE AHÍ!
- ¿Qué hace usted aquí?
– soltó el hombre, nervioso ante la ferocidad de Finnick.
- ¡HE DICHO QUE LA
SAQUES! ¡HAZ TODO LO POSIBLE POR SACAR A ANNIE DE AHÍ!
Finnick
soltó al hombre y lo lanzó contra la mesa. Un ordenador cayó al suelo,
haciéndose pedazos. Nadie pareció reparar en ello. El hombre llamó a alguien,
pero Finnick volvió a cogerlo por el cuello de la camisa, estampándolo contra
la superficie de la mesa. Sus nudillos habían dejado de doler.
- Un aerodeslizador –
pidió -. Busca un aerodeslizador y sácala de ahí.
- Pero hay más
tributos…
- ¡ESTÁN TODOS MUERTOS!
– estalló Finnick, golpeándolo.
- Los Juegos…
- ¡QUE LA SAQUES, YA!
Alguien
cogió a Finnick de la camiseta y tiró de él hasta que soltó al Vigilante Jefe.
Finnick se dio la vuelta y se encontró con un hombre alto, de hombros anchos,
con una barba extrañamente cortada, que le miraba con intensos ojos azules.
Llevaba una bata blanca, así que su cargo era, simplemente, ser Vigilante.
- Hay un aerodeslizador
fuera – dijo, antes de que Finnick pudiera pegarle.
Finnick
siguió al hombre, que corría por unas escaleras, saltándolas de dos en dos.
Llegaron a una especie de hangar gigante, con al menos media docena de
aerodeslizadores colocados en perfecta línea. Había un grupo de gente colocado
junto a uno de ellos.
- Suba – ordenó el
hombre a Finnick, con la voz extrañamente suave.
Finnick
ya había visto un aerodeslizador después de proclamarse campeón de los Juegos,
pero siempre se sorprendía al ver que parecía una especie de hospital
improvisado. Las habitaciones separadas por cristales, habitaciones llenas de
material médico, incluso una habitación con una mesa llena de comida. Finnick
se giró para ver cómo entraba el grupo y la puerta se cerró a su espalda. Dos
segundos después, estaban en el aire.
Annie,
Annie, Annie.
‘Por
favor, aguanta’.
- Esto es un desastre –
dijo el hombre de la barba extraña, pasándose los dedos por el pelo negro.
- ¿Qué ocurrirán si
mueren todos? – preguntó una mujer con una bata. Una médica.
‘No,
no, todos no. Annie, por favor, aguanta’.
- Que moriremos todos – dijo un hombre anciano que
toqueteaba los botones de una pantalla.
Finnick
se pasó las manos por el pelo. Una mujer le ofreció una taza de líquido
humeante, pero él la rechazó.
- No es nuestra culpa –
soltó el hombre de la barba.
- No seas iluso, Crane.
Somos nosotros quienes creamos la Arena. Lo que pase dentro de ella nos afecta
a todos.
Crane
tragó saliva.
- Séneca, lamento esto
– añadió la mujer de la bata -. Es tu primer año…
- ¿Cuánto queda? –
interrumpió Finnick, desesperado.
Todos
le miraron, con los ojos desorbitados.
- ¿Qué hace él aquí? –
susurró el anciano. No era un reproche. Era más bien una muestra de admiración.
- Solo hay dos tributos
vivos en el estadio ahora mismo – dijo Séneca -. El chico del 5 y la chica del
4.
Todos
asintieron, sin apartar los ojos de él, pero Finnick no tenía ni ganas ni
fuerzas para ser el gran Finnick Odair. Todos sus pensamientos estaban puestos
en sacar a Annie de la Arena.
- Estamos llegando –
susurró Séneca.
Otra
persona se puso en pie al mismo tiempo que Finnick. Se trataba de una mujer,
Amelia Ursgot, campeona de los Quincuagésimo Segundos Juegos del Hambre.
Distrito 5. Era una mujer fuerte, con grandes hombros y rasgos masculinos, y, a
pesar de no ser bella, era exótica. Sin embargo, nada de eso llamó la atención
de Finnick.
Pasaban
sobre la Arena destrozada. Finnick vio por qué se había inundado: tras el muro
había habido una presa de agua, que servía para alimentar al río del estadio.
Pero ya no había río.
Finnick
observó las pantallas a su alrededor. Mostraban diferentes zonas de la Arena, o
de lo que quedaba de ella. Finnick escudriñó cada hueco de cada imagen y,
entonces, algo le llamó la atención. Un sonido.
Un
cañón.
Se
giró de inmediato, asustado, con el corazón martilleándole con fuerza en el
pecho. Séneca Crane se giró, pero no le miraba a él.
- Distrito 5.
Amelia
Ursgot asintió y se marchó a una de las habitaciones sin decir nada.
Probablemente, ya estaba acostumbrada a perder tributos en el estadio.
Finnick
volvió a inclinarse hacia las pantallas y, de nuevo, vio algo.
Primero
vio una mano que sobresalía del una ola furiosa, magullada y llena de heridas.
Luego vio una capa de pelo castaño que rompía la superficie del agua y, justo
después, el agua la levantó, y ella boqueó, pidiendo aire.
Annie.
Y
viva.
Annie tiró de la manga de Kit. A
su alrededor, la luz grisácea del amanecer provocaba sombras espectrales que se
abalanzaban sobre ellos, tumbados bajo las palmeras al borde del río. Kit se
levantó, frotándose los ojos con los puños, llenos de costras de sangre seca.
En menos de un segundo, Kit había cogido un cuchillo, alerta.
-
¿Has oído algo?
Annie asintió, llevándose los
dedos a los labios. Kit asió con fuerza el mango del cuchillo y avanzó,
sigiloso como un gato. Annie se fijó en cómo sus pies parecían no tocar el
suelo, en el silencio que impregnaba cada pisada. Se preguntó, sorprendida,
dónde había aprendido a andar así.
La muchacha metió rápidamente
todas sus cosas en la mochila y, tratando de hacer el menor ruido posible,
siguió a su compañero a través de la jungla, con la pequeña navaja en la mano.
Kit se dio la vuelta, con una sonrisa.
-
Tranquila – susurró
-. No parece haber nada.
Annie observó a su alrededor,
intranquila.
-
¿Y ahora qué? –
preguntó, sin soltar ni guardar la navaja.
-
Intentar ir hacia
las montañas es una pérdida de tiempo – suspiró Kit -, porque siempre nos
llevará al muro, y a la Cornucopia del mismo modo. Lo más inteligente sería
quedarnos parados, pero así somos un blanco fácil.
-
No sería tan
inteligente entonces.
Kit rió, con los dientes
apretados.
-
Lo supongo.
Deberíamos… No sé, cazar algo, tengo hambre.
Habían estado durante dos
largos días junto al río, curándose las heridas, descansando después de los
días de huída. Habían pescado unos pocos peces pequeños para comer, pero no
habían resultado una comida muy satisfactoria. Por suerte, Finnick les había
enviado comida en una pequeña cesta, así que no se habían preocupado demasiado
del hambre.
No había habido ningún
terremoto durante esos días, ni ningún movimiento brusco de tierra. Quedaban
ocho en la Arena, y Annie sospechaba que fuera ya estarían llevando a cabo las
entrevistas a los familiares de los finalistas. Se preguntó cómo estaría su
madre en la televisión, rodeada de tanto lujo, de tantas personas tan
diferentes a ella. El recuerdo le atenazó el estómago, así que se obligó a
pensar en otra cosa, mientras caminaba tras Kit.
-
¿Y por qué quieres
cazar? – le preguntó, apartándose el pelo de la cara -. Finnick puede mandarnos
algo.
-
Tengo curiosidad
por saber si todo sabe tan mal como los endemoniados peces – rió el muchacho.
Annie le acompañó en la
carcajada. Kit se había convertido en menos de dos días en un amigo, algo que
le recordaba al distrito del que venía. Sabía que podía confiar en él, que él
no la traicionaría. Se habían convertido en un equipo, y un equipo fuerte.
-
En realidad, solo
quiero moverme – admitió Kit, rascándose la nuca -. No soporto estar esperando
a que vengan a por mí.
Annie bajó la cabeza, teniendo
cuidado en no tropezar con ninguna rama. Kit le había hablado de eso antes.
Para él, quedarse quieto era sinónimo de ‘eh, venid, estoy aquí’. Sabía que los
profesionales irían a por ellos. O más bien lo sospechaba. Y el muchacho le
aseguró que sus sospechas siempre solían ser ciertas.
-
Annie, ¿cuándo
tendremos que separarnos? – soltó él de pronto.
La pregunta pilló a la chica
completamente desprevenida, y sintió cómo se le caía la navaja al suelo. Kit la
recogió, tendiéndosela, con los ojos oscuros semi-ocultos por mechones de pelo
rizado.
-
Ya sabes lo que
quiero decir – gruñó él -. No voy a hacerte daño. No quiero ser yo quien te
mate, Annie.
-
Ni yo – suspiró
ella, con un nudo en la garganta.
Kit volvió a andar entre las
palmeras, serio. La tensión entre ambos podía cortarse con un cuchillo. Annie
movió la navaja entre sus dedos, con la hoja afilada rozando su piel. ¿De
verdad había llegado el momento de volver a estar sola? ¿Tan pronto? Su alianza
apenas había durado tres días. Ella no quería separarse de él, no quería perder
lo único que le quedaba de su hogar. Y Kit también parecía reacio a continuar
solo. Sin embargo, ambos sabían que esa alianza debería ser breve, solo que
ninguno lo había mencionado en su momento.
-
Mierda – masculló
Kit de repente.
Annie levantó la vista del
suelo y lo vio. El alma se le cayó a los pies.
Ante ellos volvía a alzarse el
muro, alto, imponente. ‘El Anillo’, repitió Annie en su cabeza. El muro no era
más que eso, una trampa, como una ratonera, o como una de las redes para pescar
peces que ella y su madre hacían. La chica vio a Kit darle una patada al
cemento con toda su fuerza, y luego le oyó gemir. Seguro que se había hecho
daño.
-
Maldita sea, Kit –
susurró, agachándose junto a él, que estaba sentado en el suelo, agarrándose el
tobillo.
Kit se quitó la alta bota y el
calcetín blanco, sorprendentemente limpio, y observó la marca roja que se le
había quedado en el empeine.
-
Eres idiota –
añadió Annie.
Sacó la antigua camiseta del
muchacho, hecha girones y prácticamente marrón de la suciedad y la sangre que
no se había ido con el agua. Cortó unas cuantas tiras largas y comenzó a
enrollarlas alrededor de la marca del chico, que empezaba a ponerse de un feo
color oscuro. Cuando acabó, vio que Kit había cortado otra tira y se la había
colocado sobre la frente, apartando los rizos de ella.
-
¿Qué? – dijo Kit,
sonriendo -. ¿No estoy irresistible así?
Annie alzó las cejas,
diciéndole con los ojos algo así como ‘no estamos en la entrevistas, no tienes
que fingir ser como Finnick’, pero se relajó. Que hiciera lo que quisiera.
De repente, un paracaídas
plateado cayó al suelo, junto a ellos. Se trataba de un pequeño bote, como una
pomada. Annie sonrió. Seguro que era para el pie de Kit. Conocía a Finnick,
sabía que no dejaría que el chico anduviese en un estadio lleno de asesinos con
el pie medio roto.
Después de quitar la venda,
aplicar la pomada y volver a colocarla, Kit se levantó. Cojeaba un poco, pero
podía moverse con soltura, y lo más sorprendente: seguía andando como si
levitara.
-
¿Entonces nos damos
la vuelta otra vez? – preguntó Annie.
-
Ahá – respondió
Kit, mordiéndose las uñas.
-
Esto es patético.
Kit rió por lo bajo, aún con
los dedos metidos entre los dientes. Annie miró el muro por encima de su hombro
y, entonces, unos rayos plateados atravesaron de arriba abajo el cemento y sonó
un estruendo.
-
¿Qué ha sido eso? –
inquirió Kit, frenando en seco.
Pero Annie ya había sentido un
ligero temblor bajo sus pies, así que se abalanzó sobre Kit, cogiéndole de la
muñeca, y echó a correr.
El terremoto no tardó mucho en
llegar. Los Vigilantes hicieron caer palmeras a su alrededor, pero ella ya
había aprendido la lección una vez. Sorteó los troncos que la obstaculizaban,
sin dejar de tirar de Kit, que corría con esfuerzo tras ella. De repente, un
fuerte espasmo les tiró al suelo a los dos.
Annie cayó fuertemente sobre la
tierra dura y llena de hojas rígidas de palmera que le arañaban la cara,
golpeándose el pecho y la cabeza. Apoyó las manos en el suelo, apretándose
contra él, y esperó, esperó durante unos minutos. Podía sentir el ligero
temblor de la tierra, pero pronto se detuvo, quedándose todo tan silencioso y
quieto como lo había estado apenas cinco minutos antes.
-
¿Annie?
La chica se giró, sentándose en
el suelo. Kit estaba de pie, con las manos en las rodillas. Se quitó la cinta
de la frente, pasándose una mano por el pelo.
-
¿Qué demonios ha
sido eso? – preguntó, boqueando.
-
Un… terremoto –
respondió Annie, levantándose con una mano en el estómago debido al intenso
flato.
-
Eso no. El ruido.
Annie se irguió, apoyada en el
tronco doblado de una palmera, y se palpó la cara. Cuando retiró los dedos,
tenía un ligero rastro de sangre en ellos.
-
¿No lo has oído? –
repitió Kit, entrecerrando los ojos -. Justo antes de que parase, como un
crujido. Parecía que se hubiese roto algo.
-
¿Qué estás
diciendo?
Kit se apartó el sudor de la
frente con el dorso de la mano.
-
En serio. Como
cuando se parte un palo. El mismo sonido.
Annie miró a su alrededor,
angustiada. ¿Los habría visto alguien? ¿Estarían siendo vigilados por una
manada de profesionales? Y si así era, ¿por qué no atacaban ya?
-
No me refiero a que
alguien haya partido una rama, Annie – gruñó Kit, con la voz ahogada -. Me
refiero a que algo, algo dentro de la Arena, acaba de crujir.
Annie se imaginó de nuevo la
Arena como la bola de nieve que tenía en casa. Se imaginó el cristal fracturándose, con grietas partiendo desde la
misma base de la bola hasta el punto más alto, sin romperse, pero lo suficiente
frágil como para que una respiración demasiado fuerte la destruyera por
completo.
-
En ese caso –
respondió Annie, limpiándose la sangre de la mejilla con la manga de la
chaqueta -, en ese caso, el próximo terremoto tendrá graves consecuencias para
el estadio.
Kit asintió, y Annie vio que se
le había vuelto a desgarrar la camiseta, mostrando un tajo superficial en la
parte baja del pecho, pero él parecía no darse cuenta.
-
Supongo que a los
Vigilantes no les gustaría eso, ¿verdad? – preguntó Kit, sonriendo -. No
destruirán su preciada Arena.
Annie le devolvió la sonrisa, y
los ojos se le llenaron de lágrimas cuando sus mejillas tiraron de la piel
cortada.
-
No, no lo harán –
respondió.
Annie comenzó a internarse
entre las palmeras de nuevo. Sin embargo, Kit se separó de ella, colocándose
unos metros más allá.
-
Me pregunto qué
habrá sido lo que se les ha roto…
Annie se encontraba justo
detrás de una palmera rodeada de hojas caídas que la cubrían casi por completo,
tanto a ella como a la palmera.
-
Kit, vámonos –
urgió Annie, inquieta.
El muchacho se giro, con una
sonrisa radiante que provocaba que las heridas de su cara se abrieran,
sangrando levemente.
-
¿Qué más nos puede
pasar?
Annie no llegó nunca a
responder esa frase. Primero vio una sombra, y algo centelleó junto al hombro
de Kit.
Y su cabeza rodó al suelo, con
su última sonrisa desvaneciéndose.
Annie se llevó las manos a la
boca, pero no podía gritar. La había abandonado la voz. El cuerpo decapitado de
Kit se mantuvo sobre las plantas de los pies durante un par de segundos y luego
cayó al suelo, junto a la cabeza del chico, con una mancha de sangre que se
extendía a su alrededor.
El chico del distrito 1 soltó
un grito de júbilo, alzando el hacha ensangrentada sobre su cabeza. Annie le
vio mover los labios, pero no oía nada. Era muda, y sorda. Pero no era para
nada ciega. Sus ojos se movieron hacia los de Kit, buscándolos. No podía ser,
no podía estar muerto. Pero allí estaba su cabeza, un poco más allá de su
cuerpo, con los rizos apelmazados aún por el sudor y los ojos semiabiertos.
Annie se agarró a las hojas de
las palmeras, buscando aire. Sentía cómo le quitaban el oxígeno, como manos
tirando de él fuera de ella. La hojas se desparramaron a su alrededor,
dejándola al descubierto.
El chico del distrito1 dejó de
saltar y clavó en ella sus ojos claros. Y ella echó a correr.
No recordaba cómo había llegado
hasta el río, pero estaba sumergida en él. Pasó un minuto. Dos. Tres. Luego
cinco. Siete.
Has estado siete minutos enteros ahí abajo. ¿Eres consciente de que
eso es… inhumano?, susurró Kit junto
a ella.
Annie giró la cabeza,
buscándolo, pero no le vio. Sin embargo, unas manos le rozaron la cara, unas
manos frías y suaves, y la acariciaron. El
agua es como una medicina, dijo su madre. Purifica, limpia.
Annie se llevó las manos al
pecho y gritó. El agua ahogó sus gritos.
Y, sobre ella, un
cañón sonó
Finnick le dedicó su mejor
sonrisa mientras le daba la mano. El hombre reunía todas las extravagancias
propias del Capitolio, desde el pelo de colores brillantes, con las puntas
repletas de purpurina, hasta los implantes en la cara y los tatuajes sobre la
piel. Incluso tenía una especie de piedra, quizá un diamante, del tamaño de una
canica, incrustado entre las cejas hasta resultar grotesco. Pero tenía dinero
y estaba interesado en el equipo del distrito 4, así que Finnick no podía más
que fingir que adoraba su compañía y sonreír hasta que le dolieran las
mejillas.
Cuando el hombre se alejó,
habiendo cerrado el trato, Finnick se sentó en el enorme sillón de piel y
observó las múltiples pantallas distribuidas a lo largo de las calles del
Capitolio. Había estado haciendo tratos sin parar durante tres días, desde el
momento en el que habían empezado los Juegos, haciendo lo que más enfermo le
ponía: fingir que disfrutaba. Se pasó una mano por el pelo cobrizo, exhausto.
Al menos, sus dos tributos tenían garantizada la satisfacción de sus
necesidades básicas. De defenderse, solo podían encargarse ellos.
Había suministrado ropa nueva
para ambos. En realidad, no eran más que dos camisetas finas, pero bastaban
para tapar un poco el frío. También había conseguido una cesta de comida, entre
la que se encontraban panes del distrito 4. Kit había llorado en silencio,
recordando la panadería de su abuela, pero, al contrario de lo esperado, la
gente no lo había tomado como símbolo de debilidad.
Por otro lado, Finnick había
enviado una daga larga para Annie. No llegaría muy lejos armada solo con una
navaja.
En ese momento, las pantallas
mostraron una imagen de Kit y Finnick se irguió. Vio cómo pescaba, con bastante
menos precisión que su compañera. Ambos, Annie y él, reían cuando a Kit se le escapaba un
pez, pero luego se ponían serios al instante, recordando dónde estaban y por
qué.
Cuando la imagen cambió,
Finnick se levantó, dispuesto a marcharse. Se alejó de la plazoleta, con las
manos en los bolsillos y, mientras caminaba, evitando las miradas curiosas,
encontró algo en el bolsillo de sus pantalones.
La carta del presidente.
Ya había pasado el viernes.
Había tenido que soportar la presencia del presidente Snow, con sus labios
hinchados y su hedor a rosas y a sangre; había tenido que volver a soportar una
nueva cita del Capitolio, pero, con suerte, se trataba de un hombre anciano que
solo quería pintarle la piel con una especie de gel, trazando formas extrañas.
Toda la piel.
Finnick tragó saliva y continuó
andando. Quería llegar al Centro de Entrenamiento y dormir. Sin embargo, dormir
no era algo tan importante cuando la vida de dos personas estaba en sus manos,
y se sentía en la obligación de estar constantemente pegado a la televisión,
alerta. De no ser por el maquillaje que sus estilistas le suministraban
diariamente, y casi a todas horas, lo único que las personas podrían ver de él
serían dos enormes ojeras azuladas.
Una vez en el Centro, Finnick
se quitó los zapatos, la ropa y el maquillaje, y se quedó desnudo frente al
espejo del baño. Se miró a sí mismo, viendo cómo era realmente. No se fijó en
las sombras que los músculos hacían sobre su piel, o en el contorno de pestañas
largas que tenía alrededor de sus ojos verdes. Ni siquiera en la simetría
perfecta de su rostro.
Lo que él veía era su alma.
Veía a una criatura desgarrada,
a la que ni siquiera la fama o el dinero eran capaces de hacerle feliz. Jirones
y jirones de piel, como si una bestia lo hubiese intentado devorar y lo hubiese
dejado vivo solo para divertirse viendo cómo sufría. Veía a un asesino, que le
había quitado la vida a demasiadas personas para proteger la suya propia. Veía
a un cobarde que no era capaz de plantar cara o negarse a acostarse con seres
que le daban asco. Veía a alguien que tenía en sus manos la vida de dos niños y
que no conseguiría volverlos a ver, excepto dentro de una fría caja.
Veía a alguien roto.
Finnick se dejó caer. Mags había
tenido razón, no estaba preparado aún para toda esa carga. Aún se sentía muy
niño, demasiado irresponsable. Y sentía que tanto Annie como Kit se le
escapaban entre los dedos, como el agua del mar. Enterró la cabeza entre las
rodillas y se quedó así durante horas, semanas, años.
Y, cuando volvió a levantarla,
las lágrimas no le dejaron ver.
Así fue como Mags lo encontró,
llorando debajo del lavabo, como un niño. Le puso una toalla a su alrededor y
lo acunó, acariciándole el pelo, la piel, hasta que el niño, hasta que su hijo
se calmó. Y Finnick dejó que ella lo mimase, como si fuese su madre, porque, en
realidad, era la única madre que había conocido.
-
Te lo dije, Finn –
susurró Mags, acariciándole el pelo -. Te dije que no estabas preparado.
Finnick sabía que no debía
sentirse cohibido o avergonzado por llorar delante de Mags, o estar separado de
ella por solo una fina toalla. Se acurrucó más contra la pequeña mujer, que lo
acunó y le ayudó a levantarse hasta meterlo en la ducha.
Y, una vez allí, lo bañó.
Mientras el agua caía sobre él y las manos de Mags acariciaban su pelo, Finnick
deseó que todo ese ser roto, esas partes de él que detestaba, se fuesen por el
desagüe. Deseó que los recuerdos de sus Juegos, de toda la sangre que alguna
vez había manchados sus manos, se marchasen con todo eso, pero sabía que las
cosas no funcionaban así. Sabía que ese era el precio de la victoria.
Cuando salió de la ducha y dejó
que Mags lo vistiese, con unos pantalones finos de color gris y una camiseta
simple de color blanco, por fin pudo articular palabra.
-
Gracias – susurró,
con la voz ronca.
Mags lo abrazó.
-
No me las des.
-
¿Qué haces aquí?
Mags se levantó y lo llevó
hasta la cama, cogido de la mano. Finnick la miró extrañado. Algo pasaba,
estaba seguro, y algo que no era bueno.
-
¿Mags? – Sentía la
lengua seca como el papel.
-
Finnick, ha… pasado
algo en el distrito.
El muchacho no apartó los ojos
de ella. A veces se olvidaba de lo anciana que era Mags. Podía ver las arrugas
alrededor de sus ojos, en su piel, la lentitud cada vez más pronunciada de sus
movimientos, pero fingía que no estaban ahí.
-
¿Mags? – repitió
él, conteniendo la respiración.
-
La madre de Annie
ha muerto.
Finnick la miró, extrañado.
¿Qué? ¿Qué había dicho? No, no tenía sentido. Era, simplemente… no podía ser.
-
Estaba viendo los
Juegos, en la plaza, frente al Edificio de Justicia, y su corazón falló – dijo
Mags -. Demasiadas emociones fuertes en poco tiempo.
Finnick se tumbó en la cama,
apoyando la cabeza sobre la almohada, con los ojos cerrados. ¿Con qué valor
sacaría a Annie de la Arena ahora? ¿Cómo podría salvarle la vida ahí dentro si
no le quedaba nada fuera?
-
Le quedo yo –
susurró.
Abrió los ojos. No se había
dado cuenta de que había dicho eso, había sido inconsciente. Miró a Mags, que
lo observaba con tranquilidad, esperando que ella no le hubiese oído, pero Mags
era lista. No se le escapaba nada.
-
Sí, Finn – suspiró,
colocándole una mano en el muslo -. Tú eres su única familia ahora.
Familia.
Finnick se frotó las sienes con
los dedos, tratando de pensar. Sin embargo, solo podía pensar en Annie. ¿Qué le
diría si conseguía sacarla de la Arena? ¿’Annie, sé que ese debería ser un
momento de alegría, estás viva, pero tu madre no lo está’? ¿Qué clase de
victoria sería esa para ella?
-
¿Quieres que te
deje solo ahora? – preguntó Mags.
Finnick se irguió, mirándola.
-
No, Mags – susurró
-. Yo te necesito aquí.
Ella le colocó una mano fría en
la mejilla, con una débil sonrisa asomando bajo sus labios.
-
Esto tienes que
hacerlo solo. Tengo que volver.
-
¿Y solo has venido
a decirme esto? – protestó Finnick, cansado -. ¿No podías haber solo llamado?
-
No. Aunque no sea
tan joven como tú, Finnick, sigo siendo una Vencedora. También el Capitolio me
reclama.
No lo dijo con orgullo o con
alegría, sino con angustia. Finnick se estremeció. Podía entender que la gente
quisiera estar con él. Era hermoso, todo ciudadano del Capitolio quería
tocarlo, verlo, conseguir que una de sus sonrisas fuese toda para él o ella.
Sin embargo, ¿quedaba aún gente que quisiera estar con Mags? No había querido
someterse a ninguna técnica de rejuvenecimiento, por lo que se podían
distinguir las arrugas y las canas en ella, y eso solía asquear a los ciudadanos, al igual que
una barriga gorda o una cicatriz.
Mags se levantó, dejando al
Finnick sentado aún en la cama. Eran demasiadas cosas para asimilar. ¿Tendría
que hacerle llegar de alguna manera a Annie la noticia de que su madre estaba
muerta? No, no podía si quería sacarla viva. ¿Qué otras razones le quedaban a
la chica para querer proclamarse vencedora? Finnick sacudió la cabeza.
-
Finn.
El chico alzó la mirada hacia
la puerta, donde Mags seguía observándolo. Ella le sonrió.
-
Ellos confían en
ti. Y yo también confío.
Finnick sintió los ojos arder
de nuevo, y solo tuvo fuerzas para dedicarle una mueca que podía pasar por una
débil sonrisa. Finalmente, la vio desaparecer cuando la puerta se cerró a sus
espaldas.
Finnick se tumbó en la cama de
nuevo, con los ojos cerrados. Se había propuesto ser un buen mentor, pero no
sabía las duras decisiones, la sensación de culpa y el agobio que eso
conllevaría. Sabía que no iba a ser coser y cantar, pero esperaba algo más
sencillo, siendo él. La gente lo adoraba. Sin embargo, a la hora de la verdad,
cuando se decide entre la vida y la muerte, no es importante una cara bonita.
Aunque en el resto de cosas si
lo fuese.
-
Su única familia –
repitió, con los dedos fríos sobre los párpados calientes.
Pensaba en Annie, en su sonrisa
inocente, en esos ojos verdes que parecían una tormenta sobre el mar, en la
manera en la que parecía tan fría, tan inaccesible, o tal vez tan desapercibida
que nadie se hubiese fijado en ella, de no ser por las manos de sus estilistas.
Sin embargo, Finnick la recordó montada en ese carro, vestida de sirena. La
recordó en el escenario, con ese traje que parecía hecho del mismo mar. Incluso
el día de la cosecha, con un sencillo vestido del distrito 4. Pero no eran los
vestidos los que la hacían brillar, ni el maquillaje, por muy impresionante que
fuese. No era su físico, ni sus rasgos.
Era ella la que tenía luz
propia.
Finnick se acarició el hombro
en el que ella se había apoyado para llorar. Era una niña, una niña a la que no
le quedaba nada, salvo él. Él era todo lo que tenía fuera de la Arena.
Y también pensó en Kit. Ese
muchacho que había aceptado sin rechistar la alianza que Finnick le había
propuesto, que estaba arriesgándose por proteger a Annie, pudiendo dejarla
sola.
Eran dos niños, como él lo
había sido. Y solo uno de ellos podría regresar, solo uno de ellos volvería a
su casa de nuevo.
Finnick se levantó y se dirigió
al comedor, donde la televisión seguía encendida. En ese momento, en la Arena,
la luna inundaba el río con su luz blanquecina. Sobre la imagen, aparecieron todos
los nombres de los tributos; los caídos, tachados. Solo quedaban ocho. Sabía
que pronto le entrevistarían, con mayor urgencia, sabiendo que él aún tenía a
sus dos tributos en el estadio. Pero se preguntaba qué ocurriría cuando no
tuviesen a nadie para hablarles de Annie. ¿Qué harían? ¿Meterían a algún actor
con alguna historia inventada? ¿Rendirían homenaje a su madre, para que el
Capitolio y todo Panem la llorara?
No.
Annie estaba sola.
Y solo Finnick estaba allí para
ella. Solo Finnick la conocía.
De repente, las cámaras
enfocaron a la pareja del distrito 4. Finnick los observó, con los ojos
entrecerrados por el sueño y la hinchazón por el llanto. Dormían con las
espaldas pegadas, cada uno mirando en una dirección diferente. Estaban seguros,
debajo de aquellas enormes hojas de palmeras, y pasaban desapercibidos para
alguien que no mirase dos veces. Kit estaba sereno, con la boca entreabierta y
la chaqueta bajo su cabeza a modo de almohada. Annie, por su parte, dormía con
la capucha puesta y la cremallera subida hasta el cuello. La cámara la enfocó
de cerca.
Tenía los ojos abiertos.
Por un momento, Finnick sintió
como si la estuviese mirando directamente, como si ella estuviese en ese
comedor y no en un estadio, kilómetros y kilómetros lejos de él. Entonces,
cortaron la pantalla y enfocaron a los profesionales, que estaban en la Cornucopia,
demasiado ocupados afilando sus armas como para buscar tributos.
Finnick se levanto de nuevo y
se marchó a su habitación, dejando la televisión encendida.
Se tumbó en la cama, echándose
la sábana por encima, y poco a poco fue cayendo en el sueño. Y esa noche, soñó
con una tormenta. Con una tormenta sobre un mar verde cristalino, y sirenas.
Sirenas por todas partes.