Annie
se mordía la manga del suéter, nerviosa. Podía escuchar a Mags y Dexter hablar
en el piso de abajo, mientras Margaret y Marie hacían la cena en la cocina. Sus
dos amigos hablaban alto, pero no lo suficiente como para que la chica pudiera
escucharlos con claridad. Annie sentía su cuerpo entero temblar, a pesar de que
no sabía exactamente por qué. ¿Nervios? O quizá rabia, y una pizca de traición.
A pesar de que ya habían pasado varios días, Annie no había podido olvidar su
visita al mercado, con todo lo que eso había supuesto. Seguía pensando en
Finnick, en lo que ahora sabía sobre él, y todo eso le revolvía el estómago
hasta el punto de tener ganas de vomitar solo al imaginarlo con otra mujer.
Mags
había intentado explicárselo, pero Annie ni siquiera la había dejado. Sentía
emociones que no había experimentado nunca, no al menos desde que había salido
del estadio. Rabia, impotencia, traición, incluso odio. Y no le gustaba
sentirse así.
Odiaba
odiar.
Annie
se revolvió entre las sábanas. La única manera de mejorar su humor sería ir a
la playa, pero Dexter se lo había prohibido terminantemente. También él había
tratado de hablar con ella, de explicarle qué y por qué hacía Finnick esas
cosas, puede que desde un punto de vista mucho más objetivo que Mags, pero
Annie había respondido escondiéndose en el armario para no escucharlo.
No
quería odiar a Finnick. No lo odiaba en realidad, pero se sentía deshecha.
Mientras ella había estado preocupada por hacerle feliz, por gustarle, por
intentar recuperarse por y para él, él se había ido a satisfacer a otras
personas. No era justo.
Annie
se frotó la nariz con el puño. El olor a comida en el piso de abajo llenaba su
nariz, pero su orgullo le impedía bajar a cenar. De hecho, no había cenado con
Dexter y Mags desde el día de la visita al distrito, cuando, al despertar en
casa, se dio cuenta de que Mags le había puesto una inyección para poder
traerla a casa. No le gustaba que la pinchasen. No era un animal al que pudieran
dormir cuando quisieran. De cualquier forma, Annie llevaba días comiendo sola
en su habitación, mirando el mar desde la ventana. Se sentía desesperada por ir
a su playa.
El
pomo de la puerta se giró a sus espaldas y Annie pegó un respingo en el colchón
de la cama, tapándose hasta la cabeza con la sábana, de modo que formaba una
especie de tienda de campaña a su alrededor. La persona que había entrado en su
habitación se sentó a los pies de la cama y tiró con suavidad de la sábana. Annie
clavó una mirada desafiante en Dexter, que tenía una bandeja de comida en el
regazo. La chica tragó saliva, haciendo caso omiso al rugido de su estómago.
-
¿No vas a bajar a cenar? – preguntó el hombre,
dejando la bandeja en la mesilla de noche.
Annie
se mordió el interior de las mejillas para no contestar. Dexter se acercó a
ella, pasándose una mano por el pelo dorado.
-
Sabes
que viene hoy, ¿verdad? – La chica gruñó, arrugando la nariz -. ¿No quieres
entenderlo antes?
Annie
volvió a tirar de la sábana hasta taparse las rodillas.
-
Annie,
no es como piensas, de verdad. Sabes que a él le importas.
-
Si
le importara, no se estaría acostando con la gente mala.
Dexter
la miró con compasión dibujada en los ojos. Annie sentía que el sentimiento de
rabia que siempre aparecía cuando recordaba el tema amenazaba con hacerla
llorar.
-
An…
De verdad, no es así. Confía en mí.
-
¡No!
– chilló la muchacha, tirando de la sábana -. ¡Siempre estáis igual! ¡Sois
todos unos mentirosos!
Dexter
cerró los ojos, apartándose de Annie. La chica sintió la primera lágrima
pendiendo de las pestañas, al borde de caer. Se giró y parpadeó hasta que
consiguió hacerla desaparecer. Dexter no podía verla llorar.
-
Vete
– susurró, volviendo a taparse con la sábana.
Dexter
dudó unos segundos, pero finalmente lo escuchó cerrar la puerta tras él. Annie
cerró los ojos con fuerza, dejando que el agua acumulada en sus pestañas mojase
sus párpados. Se restregó la cara con fuerza y, cuando se sintió más calmada,
sacó la mano bajo la sábana y tanteó en la mesilla de noche hasta encontrar el
pan de la bandeja.
Minutos
después, Annie salió de su escondite. Había acabado su cena, y hacía demasiado
calor bajo la sábana, así que las apartó hasta que el tenue frío de la noche
rozó la piel desnuda de sus piernas. Annie pasó los dedos por su piel.
Finnick
regresaba ese día. Probablemente, llegaría a casa en unos minutos. ¿Estaba preparada
para enfrentarse a él? Quería pegarlo. Él, precisamente él, que tanto odiaba el
lugar malo, a la gente que vivía en él, que tanto la había protegido… Aún le
parecía imposible que Finnick pudiese venderse a ellos. Pero no había otra
explicación, y ningún argumento podría rebatir lo que Mags, Dexter y el
pescador le habían confirmado. Al menos, creía a Mags.
De
repente, la puerta de la entrada se abrió. Annie los escuchó hablar
tranquilamente, y escuchó su nombre. Entonces, el tono de la conversación se
elevó y, aunque seguía sin entender con claridad qué decían, sospechó que
Dexter y Mags lo estaban poniendo al día. Escuchó las escaleras y, justo antes
de que la puerta pudiera abrirse, volvió a taparse con la sábana.
Habría
reconocido su forma de andar en cualquier lugar. Lo sintió sentarse al borde de
la cama, justo en el mismo lugar que había ocupado Dexter. Sin embargo, él no
tiró de la manta, si no que esperó, quizá a que ella saliera.
‘Bien,
pues no voy a salir’.
Annie
contuvo el aliento, con los ojos muy abiertos. Entonces, la sábana se levantó,
y Finnick se introdujo debajo, en la misma posición que ella.
Lo
primero que sintió Annie al verlo fue que había retrocedido un año entero en el
tiempo. Tenía el pelo más corto, se había quitado la barba, y parecía incluso
más saludable. Llevaba unos sencillos pantalones oscuros y una camisa gris, que
hacía sus ojos mucho más claros incluso en la oscuridad de su escondite. Annie
dejó escapar un pequeño suspiro.
Lo
segundo que sintió fue vergüenza. No sabía que decir, qué hacer, o hacia dónde
mirar. Si le miraba a los ojos, sabía que sería incapaz de mantener su enfado.
Y eso no era justo.
Y
lo tercero fue la desolación más grande que había sentido (y esta vez estaba
segura de ello) en toda su vida. Incluso de la parte que no recordaba. Verlo
allí, en frente de ella, después de haberlo imaginado con otras personas en
esas situaciones, verlo con una chica sin rostro, pero seguramente
increíblemente hermosa, besándolo, tocándolo, abrazándolo… y saber que él no
era suyo. Que nunca podría ser suyo.
Annie
apartó la mirada del chico.
-
¿No
me vas a hablar?
Annie
clavó los ojos en los pies de Finnick, mordiéndose el labio. Se moría de ganas
de hablar con él, pero, ¿para qué? Seguro que, ahora que sabía que ella se
había enterado de su secreto, no fingiría más. Él se lo había dicho una vez. Todo
se trata de fingir.
-
Annie…
Finnick
extendió una mano hacia su rodilla, pero Annie se apartó. No quería que la
tocase. No, cuando había pasado días tocando a otra persona por dinero. Se le
revolvió el estómago y tuvo que tragar saliva con fuerza.
-
Vete.
-
No.
No.
Annie
respiró hondo y se atrevió a mirarlo a los ojos. Finnick parecía tranquilo y
firme, y eso solo confirmaba lo que Annie pensaba. Se acabó el Finnick
cariñoso, se acabó su Finnick. Sintió que le ardían los ojos.
-
Annie,
escúchame. Tal vez no lo entiendas, pero…
-
Nunca
entiendo nada – murmuró Annie, intentando disimular su temblor -. Siempre decís
que no entiendo nada. Pero sí entiendo. Entiendo que te acuestas con otras
mujeres, que…
-
No,
no lo entiendes – cortó Finnick, rozándose el cuello con los dedos -. Cuando…
cuando salimos de los Juegos, Annie, no somos nada más que un instrumento. Nos
exhiben. Presumen de nosotros. Y nos obligan a hacer cosas.
Annie
frunció el ceño. Nadie había presumido de ella después del estadio. Nadie la
había obligado a hacer nada.
-
Mentiroso.
A mí nadie…
-
Porque
nunca permitiría que te hicieran esto, Annie Cresta – gruñó Finnick,
acercándose -. Pero si quiero protegerte de ellos, tengo que hacerlo.
-
Pero
no… - Annie se enjugó las lágrimas con la manga del suéter – no quiero que te
vayas y que…
Annie
se mordió el labio. No quería decirle lo que había estado pensando cada vez que
se imaginaba a Finnick con esa chica sin cara.
-
Annie,
lo siento. Lo siento, lo siento, pero no puedo negarme. No puedo, si quiero que
estés protegida.
La
chica empezó a llorar. Con cada lágrima, se sentía mejor y peor al mismo
tiempo. Entendía a Finnick, le daba lástima, y quería abrazarlo y consolarlo,
pero eso no quitaba lo que hacía. Y tampoco quitaba toda la rabia que había
sentido, la impotencia… Annie se mordió la manga del suéter de nuevo.
Finnick
se acercó a ella, poniendo las piernas a su alrededor, y la abrazó con fuerza.
-
Lo
siento – susurró en su oído -. Lo siento, An, pero no puedo hacer nada. Lo
siento, lo siento…
Annie
colocó las manos alrededor de la cintura del chico. Finnick pasaba la mano a lo
largo de su espalda, intentando tranquilizarla, y ella se sentía completa.
Completamente completa, y segura de que eso era lo que quería por el resto de
su vida. Que Finnick estuviese con ella. Le dolía incluso pensar en que él
podría llegar a cansarse de cuidarla y se marchase. Él era suyo.
-
Mío
– susurró, apoyando la frente en el pecho del muchacho.
Finnick
la apartó, quitándole las lágrimas de las mejillas con los pulgares.
-
Tuyo.
Annie
lo miró a los ojos, de verdad, intentando ver más allá del color claro. Y vio
preocupación y seguridad. Vio dolor y descubrió que a él no le gustaba lo que
era obligado a hacer. Que sufría con ello. Y vio todo lo que Finnick era cuando
estaba con ella, lo que Finnick era en realidad. No importaba quién fuera
cuando salía de ese escondite, o cuando iba a la ciudad de la gente mala, o
quién era cuando fingía. No importaba.
Ese
era Finnick.
Su
Finnick.
-
Mío
– repitió, apenas moviendo los labios.
Finnick
sonrió.
Annie
sintió un vuelco en el estómago. Como si alguien estuviese tirando de él desde
fuera. Le gustaba esa sensación.
Finnick
volvió a abrazarla, apoyando los labios en el hueco de su hombro. Annie sintió
la piel ardiendo allí donde su boca la tocaba. Finnick ascendió por la mejilla
de ella, apenas rozándola. Annie ascendió las manos hasta el cuello de su
camisa, arrugando la tela entre los dedos.
-
¿Me
perdonas? – susurró Finnick en su oído.
Annie
se apartó. Le temblaba todo el cuerpo. Finnick la miró con intensidad, con las
manos a ambos lados de su cintura. Annie apretó más el puño.
Eran
ella y él. Solos. Debajo de esa sábana que parecía hacer desaparecer el resto
de la habitación, de la casa, el resto del mundo. Allí no importaba quién había
sido ella. Quién había sido él. Solo importaba quiénes eran allí dentro.
Annie
se miró los pies, relajada de repente. Era como estar en el mar. Sumergida bajo
el agua. No importaba si había una enorme tormenta sobre ellos, si había…
monstruos esperando a que salieran. Era calma, calma bajo las olas.
Finnick
llevó la mano hasta su mejilla, con la cara muy cerca de la suya.
-
¿Finn?
– susurró Annie, con la voz entrecortada.
-
¿Qué?
– dijo él, apoyando la frente en la suya con suavidad.
-
¿Estás
bien?
Finnick
sonrió, y Annie observó el hoyuelo que se le formaba en la mejilla. Siempre
descubría cosas nuevas en él, no importaba las veces que lo mirase.
-
Sí,
An.
-
Eso
suena bien – respondió ella, sonriendo.
Finnick
le acarició la mejilla. Annie levantó las manos hasta que sus dedos rozaron su
pelo. El chico cerró los ojos.
Y
ella lo atrajo hacia sí y lo besó.
Nunca
había besado a nadie, estaba segura. Pero, en ese momento, supo exactamente qué
hacer. O quizá Finnick lo sabía, y ella simplemente se dejó llevar. Finnick le
devolvió el beso, introduciendo las manos en su pelo.
No
era como si se hubiese parado el mundo, o como si hubiese desaparecido. Era,
simplemente, que no tenía sentido. Nada había tenido sentido hasta ese momento.
Todo lo que ella había sido antes de perderse a sí misma, todo lo que a él le
obligaban a hacer, todo lo que habían pasado a lo largo del año anterior. Todo
eso no había sido más que una bruma que acababa de dispersarse. Todo estaba
bien ahora.
Annie
se separó de Finnick, apoyando las manos en sus hombros. Finnick seguía con los
ojos cerrados, y sus pestañas proyectaban sombras oscuras sobre sus pómulos.
Annie levantó un dedo para tocarlo.
Había
algo de lo que estaba cien por cien segura.
Dos
cosas, en realidad.
La
primera: Finnick había estado con muchas mujeres. Era consciente de ellos. Pero
ninguna de ellas, ninguna, podría sentirlo como Annie lo sentía a él. Como si
estuviesen hechos del mismo material. De la misma piel.
Y
la segunda: éste era su Finnick. Y Annie Cresta lo amaba.
Annie
sintió que necesitaba aire cuando lo admitió en su cabeza. No estaba segura de
lo que significaba realmente amar a alguien, o si ella lo estaba haciendo bien,
pero lo que sentía era lo más intenso que alguien podía sentir. Como si pudiese
estallar en llamas.
Finnick
abrió los ojos.
-
¿Sabes
qué, An?
Annie arrugó la nariz. Finnick se inclinó,
dándole un tierno besito en la punta, haciéndola sonreír.
-
No
estoy bien – respondió, sonriendo -. Estoy… increíblemente bien.
La
chica se mordió el labio. Lo había besado. Lo quería. Nadie podía quitarle eso
ahora. Ni siquiera la gente mala del Capitolio.
-
Mía
– susurró Finnick, inclinándose de nuevo.
La
besó con suavidad, como si pudiera romperse, como si fuese de cristal. Annie
sonrió contra su boca.
-
Tuya.
-
¿De
qué va todo esto?
Finnick
volvió a observar a Johanna mientras ella recorría la habitación por segunda
vez. La chica se giró y se sentó en la cama, a su lado.
-
He
tenido que engañar a Snow para venir aquí y creéme, no ha sido fácil. He tenido
que poner todo mi esfuerzo para no vomitarle encima mientras intentaba ser…
encantadora.
Johanna
aleteó las pestañas, mordiéndose el labio inferior. Finnick frunció el ceño.
-
Ya
vale, Jo. ¿Qué está pasando?
Johanna
se examinó las uñas, perfectamente limpias. Finnick recordaba el poco cuidado
que la gente del distrito 7 tenía con sus manos, siempre llenas de callos de
sujetar el hacha para cortar madera o lijas para dejarla pulida.
-
Necesitaba
hablar contigo, ya que en la Gira de la Victoria apenas te diste cuenta de qué
distrito estabas visitando.
-
¿Estabas
allí?
-
No,
estaba en el tuyo. Pues claro que sí, cabezón, y ni siquiera te dignaste a
venir a verme – Johanna le dio un puñetazo en el hombro -. ¿Qué clase de amigo
eres?
Finnick
se rozó la zona dolorida con los dedos. Cuando habían visitado el distrito 7,
Finnick ni siquiera había tenido tiempo para salir del Edificio de Justicia.
Annie había tenido un ataque al pasarse los efectos de la morflina, y
necesitaba quedarse con ella. Ni siquiera había pensado en ir a ver a Johanna.
-
Lo
siento, Jo, ella…
-
Es
eso, ¿no? Ahora todo es ella.
Johanna
cogió una de las manos de Finnick y la sostuvo entre sus dedos.
-
Mírate.
¿Qué ha pasado contigo?
-
¿Otra
igual? Mira, voy a quitarme la barba, ¿vale? Era solo una prueba…
-
No
seas idiota, Odair, no es la barba. Aunque personalmente, creo que te da un
toque muy sexy, más masculino… y más de distrito.
Finnick
levantó la vista, clavando los ojos en los de la chica. Ella los tenía
entrecerrados, observándolo con detalle.
-
¿Cómo
estás? – preguntó Finnick, respirando hondo.
-
¿Por
qué cambias de tema?
-
Solo
quiero saberlo.
-
Viva.
Fuerte – contestó la chica, haciendo un gesto de desinterés con la mano -. Ya
sabes, sigo respirando. Entera. Al contrario que tú.
El
chico se recostó en la cama, poniendo los brazos detrás de la cabeza, con sus
dedos tocando la nuca. Johanna se puso frente a él, con las piernas cruzadas.
-
Yo…
-
Tú
nada. Eras Finnick Odair, el magnífico. El chico del Capitolio, el niño de oro.
Ahora eres… eres como un despojo de ese Finnick.
Finnick
se irguió. Johanna no estaba hablando en broma. Lo decía completamente en
serio.
-
¿Qué
te pasa? – preguntó, frunciendo el ceño.
-
No,
qué te pasa a ti. ¿Es por ella?
Finnick
se frotó la nuca, fingiendo desinterés. Se moría por hablar con alguien sobre
Annie, sobre cómo se sentía respecto a ella. Necesitaba a alguien que lo
ayudase a aclarar las cosas, y Johanna era lo más parecido a una verdadera
amiga que había tenido nunca. Quería contárselo todo, pero ella no estaba
dispuesta a escucharlo. Prefería sermonearlo.
-
¿Por
quién?
-
¿Eres
tonto o lo practicas diariamente? Escúchame, Finnick. No puedes hacer esto.
Tienes que parar ya.
-
¿Hacer
el qué?
-
¡Esto!
La chica loca, Annie, Annie Cresta. ¿Por qué la estás protegiendo?
Finnick
volvió a recostarse. Johanna no lo entendería. Ella no entendía esa clase de
sentimiento de protección. No podría explicárselo aunque quisiera.
-
Era
tu responsabilidad cuando estaba en la Arena, pero…
-
¡Es
que ella sigue en la Arena, Johanna! Yo… Ella se perdió ahí. Necesita
construírse de nuevo. Y yo… tengo que ayudarla.
Johanna
se frotó los ojos con los puños.
-
Puedo
entender que quieras protegerla, Finnick. Lo que no entiendo es por qué estás
desprotegiéndote a ti en el proceso.
Finnick
se irguió de repente. ¿Desprotegiéndose a sí mismo? ¿Cómo podía hacer eso?
Finnick la miró, apretando los labios, exigiendo una explicación. Al ver que
ella no hablaba, Finnick se humedeció los labios con la lengua.
-
¿Qué
dices, Johanna? – preguntó.
-
Oh,
déjame ver. Uno, estás convirtiéndote en todo lo que NO se espera de un
vencedor, y dos, les estás dando más motivos para hacerte daño.
Finnick
se apartó de ella. Johanna se levantó de la cama, con las manos entrelazadas en
la nuca.
-
Explícate
– pidió Finnick.
Johanna
se dio la vuelta, con los ojos cerrados.
-
¿Es
que no lo ves, Finn? Si les dejas ver que te preocupas tanto por ella como para
dejar de interesarte por ti mismo, ¿no crees que tomarán medidas para ‘salvar
al fantástico Finnick Odair de las garras de la chica loca’?
-
El
Capitolio adora a los vencedores. No la tocarán.
-
Sí,
seguro que tienen en un altar a la chica desviada que ni siquiera puede estar
tranquila en un acto sin estar hasta los topes de morflina.
Finnick
la miró, lleno de rabia. No le gustaba que ella, a quien consideraba su amiga,
hablase así de Annie. Johanna vio en él la furia y frunció el ceño.
-
No
pienses, ni por un segundo, en llevarme la contraria, porque sabes que tengo
razón.
-
Hay
formas y formas de decirlo.
-
Oh,
recuérdame que la próxima vez lo adorne todo con un lazo y purpurina. Déjate de
tonterías, Finnick, y hablemos claro.
Finnick
se levantó de la cama y se apoyó en el alféizar de la ventana. Sabía que
Johanna tenía razón. Annie no era, ni de lejos, la vencedora de los Juegos más
querida. Después de salir del estadio, muy pocos se habían interesado realmente
por ella. Probablemente, sería un tributo más olvidado, un número más para
añadir a las personas que habían salido de los Juegos sin dejar más marca que
veintitrés muertos a sus espaldas.
-
Finn
– susurró Johanna a su lado, colocando una mano en su espalda -. Para el
Capitolio, solo eres un cuerpo. Un juguete, un trozo de… carne. Si destrozas tu
imagen… No eres nada para ellos.
El
muchacho observó su reflejo en el cristal. No sabía si era el efecto de la
barba o si realmente había adelgazado, o quizás serían las sombras, pero notaba
los pómulos más pegados a la piel. Era cierto que había adelgazado, pero ¿tanto
se notaba su cambio como para que incluso Johanna Mason tuviera que
reprochárselo?
-
Pero
sigo cumpliendo – murmuró él -. He venido aquí.
-
Imagínate
que no hubiese sido yo. ¿Crees que a otra persona le hubiera gustado
encontrarse con un oso peludo de las cavernas?
Finnick
soltó una carcajada.
-
Eh,
no te pases.
Johanna
colocó una tranquilizadora mano en su hombro.
-
No
digo que dejes de cuidar de Annie Cresta, Finn. Solo digo que te cuides tú
también. Es la única manera de cuidaros los dos.
Finnick
se giró para mirar a su amiga. Apenas dos años atrás, la chica era un matojo de
impulsividad. No pensaba claramente en los daños que sus decisiones podían
causar. Sin embargo, se había convertido en una persona capaz de dar consejos.
¿Cuándo había cambiado tanto? ¿Habría cambiado también él?
-
¿Me
prometes que vas a volver a ser el sex-symbol de Panem otra vez? – rogó la
chica, pellizcándole un moflete.
Finnick
se apartó, sonriendo.
-
Te
lo prometo.
Johanna
emitió un gruñido de aceptación y se dio la vuelta, cogiendo del suelo el
vestido.
-
Por
cierto – preguntó Finnick, echándose de nuevo en la cama -. ¿Cómo has
conseguido esta cita?
-
No
te ilusiones, cariño, esto no es una cita.
-
Ni
de lejos.
Johanna
volvió a colocarse el vestido.
-
Le
pedí a una vieja amiga un favor. Ya sabes, un arreglo, ropa, maquillaje. Fui a
ver a Snow con dinero y bueno, tachán.
Finnick
observó a la chica colocar todas las partes del vestido en su sitio. Johanna
seguía siendo impulsiva, eso no había cambiado. Aunque su parte racional
estuviera haciendo acto de presencia, ella seguía ahí.
-
Si
te preguntan, diles que soy Muffy Golf – Johanna soltó un bufido antes de
continuar -. ¿Podrías ejercer de caballero una vez en tu vida y subirle la
cremallera del vestido a una dama?
-
Hecho
– dijo Finnick, levantándose de la cama -. ¿A qué dama?
Rápida
como un rayo, Johanna cogió un tacón del suelo y se lo lanzó a la cabeza.
Finnick se hizo a un lado, dejando que el zapato pasase volando junto a su
cabeza, y, cuando chocó contra la pared, sonrió.
-
Fallaste.
-
Vuelve
a decirme que no soy una dama y te juro que seré más masculina que tú.
-
¿Cómo…?
-
Te
cortaré los testí…
-
Vale,
vale, lo pillo – Finnick hizo una mueca de dolor -. Qué desagradable.
-
No
quieras averiguarlo.
Johanna
atravesó la habitación para recoger el tacón. Finnick se situó tras ella y le
subió la cremallera del vestido, rozándole la piel morena con las puntas de los
dedos.
-
¿Quién
es Muffy Golf, entonces? – preguntó.
Johanna
se acomodó sobre los tacones y le miró con sorna.
-
Y
yo qué sé. Mientras tenga dinero, a Snow le importa bien poco quién sea.
Finnick
sonrió y le acercó la peluca oscura. Johanna se aplastó el pelo contra la
cabeza y encajó la peluca en su cráneo, peinándosela con los dedos hasta que
estuvo estable. Se miró a la ventana y, tras esparcirse un poco una nueva capa
de maquillaje por el rostro, se dirigió a la cama y la deshizo completamente,
arrugando las sábanas.
-
Ahora
Finnick Odair podrá presumir de haberse acostado con Muffy.
Finnick
rió entre dientes y se acercó para abrazar a su amiga. La chica le devolvió el
abrazo, apoyando la frente en su hombro.
-
Prométeme
que la próxima vez que nos veámos no será poniendo esto de excusa – rogó
Finnick, estrechándola.
Johanna
asintió, separándose.
-
Cuidate,
Finn.
La
muchacha se dirigió a la puerta, despeinándose un poco la peluca. Sin embargo,
antes de que pusiera una mano en el pomo de la puerta, Finnick la llamó.
-
Jo…
Si yo solo soy mi imagen… ¿qué eres tú para ellos?
Johanna
sonrió, apartándose el pelo falso de los ojos.
-
Un
problema, Finn. Siempre seré un problema.
Johanna
Mason abrió la puerta y se marchó.
Finnick
se dejó caer sobre la cama, reflexionando sobre todo lo que Johanna le había
dicho. Se lo había prometido: mejoraría su aspecto, volvería a ser el Finnick
Odair que todos querían. Tenía que serlo.
Por
Johanna Mason.
Por
Annie Cresta.
Y
por sí mismo.
*¡Bueeeeeeeeenas noches-madrugadas-días-whatever! Hago un breve inciso (no es mala noticia ni nada) para publicar capítulo un jueves. ¿Por qué? Well, well... Cierta personita hace los años hoy, ¿verdad, criatura? Estaba todo pensado. Cumpleaños de Lalasá, capítulo de Mason. Ehé. Pues eso, bicho, muchísimas felicidades. Espero que te lo pases genial, y bueno, todas esas cosas que se suelen decir, you know. Espero que te guste esta pequeña sorpresa. Y nada, que eres genial, en serio. Una de las personas más geniales y más akwhskfkfñ que he conocido, y no solo en Twitter. Y eso, ña, que ¡felicidades, felicidades, felicidaaaaaadees! Ña. I love you, honey <3*.
*Y eh, habrá capítulo también el sábado. Que me siento generosa. Ña*.
Annie se cruzó de brazos, arrugando la nariz mientras hacía un puchero.
- ¿Por qué no puedo ir?
Dexter levantó la cabeza del libro que sostenía en las manos, frunciendo el ceño.
- Ya te lo he dicho. Si me dejas ir contigo, iremos. Mientras tanto…
- Pero es que ese sitio es mío. Solo Finnick puede entrar.
- Entonces, lo siento, Annie, pero no.
La muchacha soltó un bufido y se dejó caer en el sillón, enfurruñada. Finnick no estaba, y ella tenía muy claro que nadie salvo él iba a entrar en su playa. Pero no sabía cuándo el muchacho iba a dignarse a volver, así que no sabía cuándo podría ir de nuevo.
Y ella quería (más bien necesitaba) ir.
- No tenemos por qué quedarnos aquí – murmuró Mags, apartando la mirada del televisor -. Podemos ir al pueblo si quieres.
Annie negó con la cabeza.
- No, yo quiero ir a la playa.
- No seas cabezota – advitió Dexter, poniéndose una mano en el mentón mientras pasaba la hoja.
Annie se pasó una mano por el pelo. No iba a poder convencerlos de ninguna de las maneras. Mags clavó en ella sus ojos grises y le dedicó una sonrisa, a pesar de que ella solo le devolvía miradas de reproche.
- Vamos al distrito, An. Hoy hay mercado.
Respiró hondo, resignada, y se levantó del sillón.
- Esperad, yo también voy – avisó Dexter, levantando un dedo sin apartar la mirada del libro -. Un minuto.
- Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho – gruñó, Annie -. Ya tardas.
Annie observó a Dexter. Le sorprendía la capacidad del hombre para mantener la concentración en el libro y seguir constantemente pendiente de ella. Mags cogió una chaqueta del perchero y se la tendió a la chica, que la miró con una media sonrisa.
- ¿Es la de Finnick? – preguntó, poniéndosela.
- ¿Sí? No me había dado cuenta.
Mags le guiñó un ojo mientras se ponía su propia chaqueta de piel. Annie se miró en el espejo. La chaqueta era de un azul muy oscuro, aunque sin llegar a ser negro. Olía a mar, a arena y a sol, si es que el sol podía oler. De cualquier forma, ese sería el olor que debería tener. Agradable y cálido.
- Dexter – susurró, llevándose la manga a la nariz -. ¿El sol puede oler?
- ¿El sol?
- ¿Sí? ¿Huele el sol?
Dexter miró a Mags, que agachó la cabeza mientras se ponía las botas.
- Déjalo, An. Dex es del Capitolio, tiene la imaginación de un ladrillo. Él no sabe nada.
- ¡Eh!
Annie sonrió mirando al hombre, que murmuró una queja entre dientes.
- ¿Pero el sol huele entonces o no?
Mags se levantó y le puso una mano en el hombro.
- ¿A ti te huele a algo?
Annie levantó las cejas antes de negar con la cabeza.
- Pues ya está.
- ¿Quién no tiene imaginación ahora, eh? – gruñó Dexter, dándole un golpe suave en el hombro a la anciana.
Mags tomó una bolsa de piel del perchero y se la colgó al hombro. Dex se atusó la ropa y se abrochó la chaqueta de cuero hasta el cuello, mientras Annie mentía las manos en los bolsillos de la chaqueta de Finnick.
- ¿Nos vamos?
La anciana abrió la puerta. Annie pensó en salir corriendo y escabullirse hasta la playa. Ni Dexter ni Mags la encontrarían, pero no tenía ninguna oportunidad, puesto que, aunque pareciera increíble, la anciana corría más rápido que ella, así que la alcanzaría antes de llegar a la entrada. La chica gruñó mientras salía de la casa.
Mags y Dexter la escoltaron fuera de la Aldea, cada uno a un lado de ella. El distrito estaba lleno de gente, sobre todo comerciantes que transportaban bolsas y bolsas de mercancía en carros. También el puerto estaba lleno de barcas, cuyos pescadores intentaban atraer la atención de la gente enseñándoles sus últimas capturas. Annie apartó la mirada de un cubo lleno de peces de colores, con el estómago revuelto. ¿Cómo podían sacarlos de su hogar, de su casa, para venderlos como si fueran ropa?
La chica empezó a temblar. Los peces eran sus amigos. No podían quitárselos y repartirlos. Ellos la ayudaban a traer sus recuerdos de vuelta. Se acercó a un cubo y observó en su interior cómo los peces se removían, chocando unos con otros débilmente, buscando el oxígeno que el aire no les daba. Sus branquias se abrían y se cerraban, cada vez más lentamente. Se estaban muriendo.
Annie se apartó de Mags y Dexter y se acercó al cubo. Los ojos de los peces se clavaban en los suyos.
- ¿Annie? – inquirió el médico, colocando una mano en su espalda.
Annie se apartó de Dexter y le dio una patada al cubo. Los peces cayeron por el muelle al agua con un chapoteo, y pronto desaparecieron en las profundidades del mar.
- ¿Qué has hecho? – exclamó Mags, llevándose las manos a la nuca.
La chica sonrió. Les había salvado. Ya no iban a morir.
Un pescador empezó a correr hacia ellos, con las manos en la cabeza y el rostro contraído en una mueca de rabia. Tenía el cuerpo muy musculoso, con la piel morena, y en la cara tenía un parche sobre el ojo derecho.
- ¿¡Qué haces!? – gritó cuando llegó hasta ella.
El hombre le dio un fuerte empujón, y se habría caído de no ser por Dexter, que la recogió a medio metro del suelo.
- ¿Sabes lo que me ha costado coger esos peces? – gruñó el pescador, acercándose a ella de nuevo. Annie se encongió -. ¡He tenido que navegar desde primera hora de la mañana para capturarlos! ¡Debería tirarte al mar para que me los devolvieras!
El hombre volvió a golpearla en el hombro, clavándole los dedos. Annie gimió de dolor, llevándose una mano a la zona dolorida.
- Eh – gruñó Dexter, apartándolo -. Lo sentimos, ¿vale?
- Cállate – gritó el hombre -. Más vale que te calles.
- ¿No sabes quién es ella? – advirtió Dex, poniéndole un dedo en el pecho -. Es Annie Cresta, la vencedora de los Septuagésimos Juegos del Hambre, y deberías mostrar más respeto a la persona que se ha encargado de que tus hijos no pasen hambre este año.
El hombre se apartó, con la boca contraída en una fina línea.
- No me importan vuestros malditos juegos. No me importan vuestros malditos campeones. Si no pasamos hambre este año, el siguiente lo haremos.
- Dexter, vámonos – sugirió Annie, agarrando al médico de la chaqueta.
- No – dijo el pescador, cogiendo a la chica del codo -. Vas a enmendar tu error.
Annie empezó a temblar. Ese hombre la aterraba. Intentó esconderse aún más detrás de Dexter, pero el pescador dio un tirón de ella, apartándola de sus amigos.
- ¿Qué te parece esta noche, cara bonita? – susurró el hombre, acercando los labios a su oreja -. Tú también puedes pasarlo bien. Soy generoso.
- Suéltala – gruñó Dexter, adelantándose.
- Vamos, chica, tienes que hacerlo muy bien. Igual que ese Odair. Seguro que te ha enseñado algo.
Annie se puso tensa. ¿Qué se suponía que le había enseñado Finnick?
Dexter se acercó al hombre hasta que sus pechos casi rozaban. El pescador le sacaba casi una cabeza, y era dos o tres veces más ancho y musculoso que Dex, pero el médico no mostraba ningún atisbo de miedo en el rostro.
- Suél-ta-la – masculló Dexter.
- Me debe una recompensa.
Dexter sonrió y su puño voló hacia la mandíbula del hombre. El pescador, sorprendido, se echó hacia atrás, soltando a la chica, con el labio partido.
Annie corrió hacia Mags, que la cogió de la mano.
- ¿Estás bien, An?
Annie asintió, mirando a Dexter. El otro ya se había recuperado, poniéndose unos dedos largos en la zona dolorida.
- Tú te lo has ganado, tío. Te voy a hacer una nueva cara.
- No lo creo – susurró Dexter.
Dos Agentes de la Paz aparecieron justo detrás del pescador, agarrándolo por los hombros antes de que pudiese abalanzarse contra el médico. El hombre se debatió mientras se lo llevaban.
- Vámonos – sugirió Dexter, arreglándose el pelo.
Annie asintió, aún temblando.
Minutos después, se encontraban sentados los tres en una taberna en el muelle. Annie había dejado de temblar, pero no dejaba de pensar en lo que el hombre había dicho.
- ¿Qué quería decir? – susurró, acurrucándose en la silla -. Cuando ha hablado de Finnick.
- ¿Cuándo? – preguntó Mags, subiendo las cejas.
- Ha dicho que Finnick me había enseñado algo. ¿El qué?
Dexter miró a Mags durante un minuto entero.
- Eh, hola. ¿Alguien me explica algo? ¿Qué me ha enseñado Finnick? – Annie tragó saliva -. ¿Los cuentos? ¿Quería que le contase un cuento?
Dexter soltó una pequeña risotada, mirándose los puños de la camisa aún con el ceño fruncido.
- Estoy seguro de que no era un cuento lo que ese hombre quería, Annie.
- ¿Entonces, qué?
Mags dejó el vaso de café que estaba tomando sobre la mesa, y Dexter se inclinó, sin mirar a ninguna de las dos.
- Ese hombre quería… quería… - comenzó Dexter.
- Quería llevarte a la cama – acabó Mags.
- ¿A la cama? Pero si no tengo sueño, yo…
- No para dormir, Annie – concluyó Mags, clavando en ella los ojos.
Annie se la quedó mirado. ¿No para dormir? ¿Entonces, para qué…?
- Oh.
Annie empezó a temblar de nuevo. No podía imaginárselo. No quería imaginárselo. Le daba demasiada repulsión pensar en… eso con ese hombre. Sintió el estómago aún más revuelto.
- ¿Y por qué quería eso? – continuó preguntando la chica -. Yo no…
- Annie, hay vencedores que lo han hecho otras veces. No sería la primera vez.
- ¿Vencedores? – Annie se estremeció -. ¿Quién…?
Mags y Dexter volvieron a mirarse. Annie los observó, con el ceño fruncido. Vencedores que lo habían hecho otras veces. ¿Habría sido Mags? Annie cerró los ojos, intentando imaginarse a la anciana en una situación así, pero no fue capaz. No, Mags no podría haberlo hecho. Sin embargo, unas voces llegaron de repente a su mente, como un recuerdo. Estaba segura de que era un recuerdo. Las había escuchado, siglos atrás.
‘¿Y qué me dices de ese Finnick Odair? Es hermoso, ¿verdad?’.
‘Y sexy. Antes de que fuese a los Juegos, ya tenía a miles de chicas del distrito babeando por él’.
‘Ya, bueno, pero él prefiere algo más sofisticado, ya sabes. Mujeres, con el mismo dinero que él, a las que pueda satisfacer. Ya sabes cómo. Dicen que el chico hace maravillas’.
Annie no recordaba quiénes habían dicho eso. No recordaba dónde había estado ella para escucharlo, pero sabía que era real. Finnick… No, él no podía ser esa clase de persona. Él no era así. No podía venderse, él no era un juguete o algo así.
‘No, no, no, no’.
- ¿Annie?
Dexter y Mags se habían levantado, y ambos se inclinaban hacia ella con los rostros llenos de preocupación.
- ¿Dónde está Finnick? – preguntó, con la voz rota.
- Annie…
- ¿Qué has visto, An? – preguntó Mags, acuclillándose a su lado -. ¿Qué has recordado?
- ¡Dónde está Finnick!
Dexter le puso una mano en el cuello. Annie sintió las lágrimas empezar a formarse, haciendo que sus ojos escocieran. Finnick no podía ser esa clase de persona. No su Finnick, no el chico que ella conocía. O el que creía conocer.
- Annie, él está en el Capitolio – dijo Mags.
- ¿Haciendo qué?
Sin embargo, esa no era la pregunta.
- ¿Con quién?
Dexter miró a Mags, nervioso, pero la anciana esta vez no apartó la mirada gris de los ojos de Annie.
Y Annie vio la verdad escrita en sus ojos.
Finnick estaba en el Capitolio.
Con mujeres con el mismo dinero que él, a quienes pudiera satisfacer.
Él la había dejado por ellas.
Para llevarlas a la cama del mismo modo que el pescador quería llevársela a ella.
Annie se llevó las manos a los ojos y comenzó a pellizcarse los párpados para apartár las imágenes que empezaban a formarse en su cabeza. No quería verlo. No quería imaginárselo. No podía ser.
Pero era.
Annie sintió las lágrimas calientes caer por sus mejillas y empezó a gritar.