Finnick
extendía la mano hacia ella. Annie trataba de agarrarlo mientras la inmensa
negrura se lo llevaba. Conseguía sujetar su muñeca, pero el chico se disolvía
entre sus dedos como si fuese arena y desaparecía, dejándola sola con la
pulsera de tela en las manos.
Nada.
Eso
era lo que sentía. No era como si tuviese una herida abierta, ni una llaga que
escociese como si le hubiesen echado ácido. No sentía pérdida, ni miedo, ni
dolor. No sentía nada. Lo único que sabía era que bien podía ser un cadáver. Luchaba
contra sus propios párpados, que amenazaban una y otra vez con cerrarse. Las
pesadillas eran incluso peores.
No
era consciente de la gente que entraba y salía de la habitación. No era
consciente siquiera de cuando estaba despierta y cuándo dormida, porque todo
era lo mismo, la misma fría oscuridad.
No será igual, había dicho
Finnick.
Por
supuesto que no. Sería mucho peor.
Se
acarició la barriga. Dentro de ella, se encontraba una criatura pequeña que
nacería sin padre, probablemente huérfana también, porque ella no se sentía con
ánimos de seguir viviendo. No podía, ni siquiera por él. Por el hijo de
Finnick. No podía hacerle eso, condenarlo a vivir solo. Ella conocía la
soledad, lo estaba haciendo en todo su esplendor. No era justo.
Alguien
le puso una mano sobre la suya. Vio hematomas en los nudillos y cicatrices a
medio curar. Ni siquiera se atrevió a levantar la mirada, una mirada vacía.
-
Annie…
- susurró Johanna, con la voz ronca -. Annie, di algo.
¿Qué
podía decir? ¿Que estaba tan rota por dentro que había dejado de sentirlo? ¿Que
le había sangrado tanto el corazón que estaba segura de haberse quedado sin
sangre en las venas? ¿Que no podía dejar de pensar en lo vacío y solo que se
había quedado el mundo sin él?
Una
lágrima salada como la que había caído por la mejilla de Peeta cayó sobre la
piel de su mano. Annie la miró, captando los reflejos multicolores. Recordó
algo que había escuchado alguna vez, quizá antes de sus Juegos, antes de que
todo empezase a ir mal. Quizá algo que su madre le había dicho o que había
leído en un ajado libro de segunda mano: El
dolor es bello.
-
¿Por
qué no lloras, Annie? – preguntó Johanna, tumbándose junto a ella.
Tenía
el rostro pálido, como quien ha pasado días enfermo. Annie desde luego sí se
sentía enferma. Enferma terminal. ¿Cuánto habría pasado? ¿Semanas? ¿Años? El
tiempo había perdido el sentido. Todo lo había hecho.
-
No…
- comenzó. Incluso su voz estaba rota -. No me queda más por llorar. He llorado
noches enteras, días enteros. He llorado incluso en sueños. Estoy seca.
La
mano de Johanna se posó en su barriga, con los ojos aún anegados en lágrimas.
-
No
puedes rendirte ahora – gruñó -. Sigue. Hazlo por él.
Annie
se miró la barriga, tapada con la camiseta que llevaba. Sabía que alguien la
duchaba y le cambiaba la ropa casi diariamente, pero nunca le veía, o nunca se
daba cuenta de que esa persona estaba allí. Para Annie Cresta, la vida se había
vuelto una sombra tan oscura como las que la asustaban años atrás. Ella misma
era una de esas sombras. Se había convertido en lo que temía, y eso le daba aún más miedo. Había nacido de las sombras y había vuelto a ellas, como un eterno retorno, siempre empezando, siempre acabando en el mismo sitio.
-
No…
- susurró Annie, apartando la mano de Johanna -. No puedo.
La
chica abrió los ojos como platos, levantándose.
-
¿Cómo
que no puedes?
Annie
se giró, escondiendo su estómago. Escondiendo a ese niño que ya estaba
condenado a estar solo.
-
Annie
– gruñó Johanna, obligándola a darse la vuelta -. Es tu hijo. Su hijo. Es… por
dios, es vuestro, no puedes solo abandonarlo.
-
No,
no… Yo no…
-
Annie
Cresta, por favor…
-
No
puedo…
No
podía cuidar de alguien que la necesitaba enteramente cuerda cuando ella no
podía cuidar de sí misma. Había confiado en que Finnick la ayudaría, en que él
cuidaría de los dos. Pero él ya no podría, nunca podría. Ni siquiera sabría que
iba a ser padre.
Algo
dentro de ella estalló. Comenzó a llorar
de nuevo lágrimas que quemaban su piel como si de ácido se tratase. Pensaba que
estaba seca, que no le quedaba nada más por echar, pero se equivocaba. Ahí, en
su interior, quedaba dolor, demasiado, y probablemente se quedaría ahí el resto
de su vida.
Johanna
la abrazó y se quedaron así durante el resto del día y la noche. De nuevo,
Annie vio a Finnick disolverse. Quería gritarle que volviese, pero las palabras
no salían de su boca. Estaba atada a un poste mientras él se hundía en la
oscuridad en pequeños granos de arena. Despertó sin aire en los pulmones.
Plutarch
las llamó cuando el sol, con una luz tenue y gris empezaba a entrar por la
ventana. Johanna la cogió de la mano y siguieron a Plutarch por un inmenso
pasillo lleno de decoración. Annie arrastraba los pies mecánicamente, como una
autómata. No le importaba hacia dónde la estuviesen dirigiendo. Lo único que
quería era regresar a su habitación, esconderse bajo las sábanas y gritar.
Entraron
en una inmensa sala. Coin estaba sentada al frente, con un imponente traje
oscuro. Peeta movía las manos nervioso
frente a ella, sentado junto a Haymitch, que parecía no enterarse muy bien de
la situación. Beetee también se encontraba en la sala, con la mirada clavada en
la mesa a través de las gafas y, junto a él, Enobaria, mordiéndose el labio con
los dientes afilados. Annie se sentó junto a Johanna, dejando un sitio entre
ella y Beetee. Katniss entró poco después, con el arco en la mano, y se sentó a
su lado.
A
pesar del maquillaje, la chica no tenía mucho mejor aspecto. El pelo se le
había quemado, parte de su piel era un conjunto de colores rosados, y seguía
teniendo en la cara una constante mueca de dolor. Annie apartó la mirada.
También Katniss Everdeen había perdido lo más importante en esa guerra.
Comenzaron
a hablar. A su alrededor, todo era difuso. Gente discutiendo, moviéndose,
silencio. Annie bajó la cabeza. Si Finnick hubiese estado allí, ella podría
haberse sostenido a él, mirarlo, saber que Panem era libre y que todo iba a
salir bien. Volverían al 4, criarían a su hijo y se darían la felicidad que
merecían.
Pero
él no estaba allí. Y ella no sería feliz de nuevo sin él.
-
…
propuesto que, en vez de eliminar a toda la población del Capitolio, tengamos
unos últimos Juegos del Hambre simbólicos con los niños relacionados
directamente con los que ostentaban el poder.
El
estómago de Annie se contrajo. Imaginó a su hijo en la Arena, un chico sin
cara, corriendo por una selva similar a la del Vasallaje. Se lo imaginó
muriendo. Gimió.
-
¿Qué?
– gritó Johanna.
-
Que
tengamos otros Juegos del Hambre usando a los niños del Capitolio – aclaró
Coin.
-
¿Estás
de broma? – inquirió Peeta, con la voz ronca.
Empezaron
a discutir. Annie se puso una mano en la barriga. Habían luchado por disolver
los Juegos. Por un Panem libre y unido. Finnick había muerto por eso, por
evitar más masacres de niños televisadas. No podían simplemente tirar todo eso
por la borda.
-
¡No!
– explotó Peeta, levantándose de la silla -. ¡Voto que no, por supuesto! ¡No
podemos tener otros Juegos del Hambre!
Johanna,
con el ceño fruncido, se irguió, encarando al chico.
-
¿Por
qué no? A mí me parece justo, y Snow tiene una nieta, encima. Yo voto que sí.
Annie
miró a Johanna, a quien los Juegos le habían quitado todo. Johanna, que estaba
llena de rabia. Pero esos niños no tenían la culpa de las atrocidades de sus
padres. No podían culparlos.
-
Y
yo – añadió Enobaria, con desgana -. Que prueben su propia medicina.
-
¡Por
esto nos rebelamos! ¿Recordáis? – continuó Peeta, nervioso. Al ver que nadie lo
apoyaba, se volvió hacia ella -. ¿Annie?
La
chica clavó la mirada en su barriga. No podía condenar a más niños,
independientemente de quiénes fuesen sus padres, independientemente de lo que
hubiesen hecho o de lo que le hubiesen quitado. No podía pensar en niños como su
hijo aún no nacido o como Emer, vestidos con mejores ropas, caminando hacia un
escenario mientras gritaban sus nombres como Radis había hecho. No sería
partícipe. Y Finnick tampoco lo hubiese sido.
-
Yo
voto que no, como Peeta – murmuró -. Y lo mismo habría votado Finnick de estar
aquí.
Johanna
la cogió por la muñeca, girándola hacia ella.
-
Pero
no está porque los mutos de Snow lo mataron.
Annie
tragó saliva. Había pedido saber cómo murió, pero prefería no haberlo hecho.
Las pesadillas habían sido peores desde entonces.
-
No
– dijo Beetee -. Sentaría un precedente. Tenemos que dejar de vernos como
enemigos. Llegados a este punto, la unidad es esencial para sobrevivir. No.
-
Solo
quedan Katniss y Haymitch.
Annie
miró a Katniss, que parecía de nuevo al borde del llanto. La chica clavó los ojos en Coin. Annie pensó en la pequeña Prim, sonriendo
mientras le decía que estaba embarazada. Supo la respuesta de Katniss antes de
que ella la pronuciase.
-
Yo
voto que sí… Por Prim.
-
Haymitch,
depende de ti.
Cuando
el hombre estuvo de acuerdo con el Sinsajo, Coin dio por concluida la sesión.
Annie se levantó con pesadez, seguida muy de cerca por Johanna.
-
No
me puedo creer lo que has hecho – susurró, con las manos aún en el estómago.
-
¿No
te parece justo? ¿La vida de Finnick por la de uno de esos niños?
Annie
se giró, sintiendo que la cabeza le daba vueltas.
-
¿Nos
lo devolverán, Jo? ¿Va a volver Finnick si muere la nieta de Snow?
Johanna
frunció los labios en una fina línea y se marchó pasillo abajo. Annie se dejó
caer, apoyando la cabeza en la pared. De repente, una mano se colocó sobre su
hombro y, cuando abrió los ojos, la mirada azul de Peeta estaba frente a ella.
-
Vamos
– dijo, levantándola.
La
acompañó hasta la terraza presidencial, frente al Círculo de la Ciudad, una
inmensa plaza abarrotada. Peeta la dejó al borde del estrado, junto a Beetee.
Johanna estaba unos metros más allá, cruzada de brazos, pensativa. Annie se
apartó el pelo de la cara y esperó.
Katniss
fue la primera en aparecer, con el arco en la mano y una sola flecha. Snow
salió poco después, magullado y abucheado por la multitud, que no dudó en
gritar todo lo que no habían gritado en años. Annie se tapó los oídos. Katniss
apuntó al presidente con el arco, justo al corazón. En sus ojos estaban
reflejados el dolor y la rabia. La chica tensó la cuerda y, cuando llegó el
segundo de disparar, desplazó la flecha hasta el balcón, unos metros por
encima, y la soltó.
Coin
cayó al suelo, muerta.