viernes, 4 de enero de 2013

Capítulo 16. 'El anillo'.

Annie no había dormido nada esa noche. Por eso, cuando encontró un hueco entre dos palmeras, lo suficientemente escondido como para pasar desapercibida para alguien que no se detuviese a mirarla dos veces, se metió en él y se permitió dormir durante un par de horas.
Cuando despertó, él sol aún no estaba en lo alto del cielo, que tenía un color grisáceo, pero no el tipo de cielo nublado que indica que va a llover, sino un color mucho más claro. Annie se frotó los ojos con un puño, pero le dolía todo el cuerpo por la posición encogida durante la noche. Se levantó, con la mochila colgada al hombro, la navaja en el bolsillo de la chaqueta y con una sola idea en la cabeza: encontrar a Kit cuanto antes.
Annie caminó durante horas, con el sol constante sobre su cabeza. Bebía agua cada hora, intentando no gastarla toda, pero la sed y el hambre acuciaban a su estómago. Cuando, a las cuatro horas de estar andando sin rumbo, con los pies doloridos y llenos de ampollas, se sentó para beber, se dio cuenta asustada de que no quedaba nada de agua.
-      Mierda – masculló.
Quizá no debería buscar a Kit. Quizá debería mirar primero por ella, buscar agua y un refugio. Sin embargo, le había hecho una promesa a Finnick.
Entonces, de repente, sintió que se movía todo a su alrededor. Las palmeras temblaban, el suelo se agitaba como si alguien estuviese pisándolo con mucha fuerza y crujía. Annie cayó al suelo y la botella de agua salió volando lejos de ella, perdiéndose entre las palmeras. Annie se arrastró por el suelo, pero los temblores de la tierra golpeaban su cuerpo contra el suelo y las ramas caídas. Annie se agarró al tronco de una palmera y consiguió erguirse, rasgándose el estómago con una rama partida. Sintió la sangra fluir por su barriga, pero ni siquiera se detuvo para observar cómo de grave era la herida.
Corrió tan rápido como podía, sorteando palmeras y obstáculos en el suelo que aparecían casi sin darse cuenta. Pero era inevitable no tropezar estando sobre un suelo tan absolutamente inestable. La última vez que cayó al suelo, se encogió, sujetándose el vientre, y esperó a que todo pasara. ¿Qué clase de broma era esa? ¿Qué estaban haciendo los Vigilantes con la Arena? Parecía como si estuviesen en una bola de esas antiguas que la madre de Annie guardaba en casa y que sacaba en diciembre, cuando comenzaba a nevar, una bola que se agitaba para que cayesen copos blancos. Annie se sentía dentro de esa bola, siendo agitada por los Vigilantes solo para ‘ver qué pasaba’.
Y los odió por ello.
De repente, todo cesó. Annie palpó el suelo para asegurarse de que no había ni el más mínimo temblor y, cuando se aseguró de que todo estaba en calma, irguió la cabeza.
Ahí estaba de nuevo. El enorme muro se levantaba sobre ella, perdiéndose en el cielo rosado, imponente, anunciándoles que no había manera de salir de allí. Annie se levantó, sacudiéndose la tierra de las manos. ¿Cómo era posible? Había estado todo el día alejándose del muro, caminando siempre con él a sus espaldas. De nuevo, había acabado en él.
-      Esto es imposible – murmuró Annie.
Entonces, un dolor fugaz le atravesó el estomago y se llevó una mano a la zona. Cuando la retiró, observó una capa de sangre en sus dedos, no la suficiente como para preocuparse, pero bastante como para saber que no era solo un rasguño. Estaba segura de que no había dañado ningún órgano vital, pero le había perforado la piel.
Annie regresó cautelosa por el camino por el que había llegado, pero se desvió hacia las montañas, manteniendo el enorme muro a su lado izquierdo.
Después de una hora andando sin descanso, la sed comenzó a secarle la boca y los labios. No había más que intentar segregar saliva, pero cada vez había menos, y cada vez se sentía más cansada. ¿Dónde estaba aquel río que había visto el primer día, el que parecía brotar del mismo muro? Annie se limpió de nuevo la mano ensangrentada en la camiseta blanca, que colgaba de su cuerpo hecha jirones manchados de sangre y tierra. Aún no se había atrevido a mirar su herida, y cada vez la sentía arder más y más. Era una sensación extraña: le dolía como nunca le había dolido nada, pero tenía miedo de comprobar cómo era de grave y ver que no podía curarse.
Entonces, Annie lo vio.
Estaba a lo lejos, atravesando el cielo. Llevaba colgado un paquetito del tamaño de un puño, envuelto cuidadosamente con una caja de metal. E iba directo hacia ella.
Annie corrió hacia el paracaídas plateado y lo cazó antes de que llegase al suelo. Abrió la cajita y descubrió una masa transparente, con aspecto de crema. Y supo que era para la herida de su estómago. Sonrió. Por fin Finnick empezaba a darle ayuda.
-      Gracias – susurró, acariciando la tapa plateada.
Dejó escondido el paracaídas, para que a nadie se le ocurriese utilizar los finos hilos como soga para ahorcar o algo, y continuó andando, en busca del río y en busca de Kit.
Sabía que, si no encontraba pronto agua, corría el riesgo de morir deshidratada. Era una persona que necesitaba el agua para vivir, no solo para beber como el resto de personas. Necesitaba sentir el agua en su piel, era como una especie de medicina sanadora para ella.
Annie anduvo durante horas, manteniendo siempre el muro a su izquierda. Entonces, se adentró en un conjunto más denso de palmeras y perdió de vista el muro gris. El cielo comenzaba a oscurecer, así que Annie sacó la navaja del bolsillo de su chaqueta. Sabía que no era mucho, y que no sería nada frente a una espada o una lanza, pero si podía atravesar algo con ella, bastaría. Y de repente, lo oyó.
Era casi como una melodía. Annie se apoyó sobre el tronco de un árbol, con los ojos cerrados, y escuchó con atención. No cabía duda: estaba escuchando el fluir del río.
Con una sonrisa en los labios agrietados, Annie comenzó a correr sigilosamente hacia el sonido. A su paso, la tierra del terreno comenzaba a ser más fértil, más verde, y la jungla menos densa. Annie sabía que el agua no tenía olor (su madre, de pequeña, siempre le repetía lo mismo: Recuerda, Annie Cresta. El agua es incolora, inolora e insabora, aunque con la edad, Annie había descubierto que la mitad de las palabras de ese refrán eran inventadas por su madre), pero podía olerla y escuchar el murmullo del río.
Annie jamás se había sentido tan cómoda hasta que lo vio.
Se trataba de un gran río, ancho y caudaloso. El agua cristalina reflejaba el sol a punto de esconderse y la luna a punto de salir, al mismo tiempo, y era un espectáculo hermoso.
Es curioso, pensó Annie, cómo puede haber tanta belleza en un sitio tan sangriento.
De inmediato, sin poder evitarlo, pensó en Finnick. En su evidente belleza, en sus ojos verdes como el mar en calma, en su pelo cobrizo que siempre parecía estar perfecto, en esa piel sin manchas ni cicatrices. Sin embargo, hasta él había sido un monstruo aquí dentro. Hasta él había masacrado, sin piedad. Belleza y sangre en un mismo plano.
Annie sacudió la cabeza y se lanzó al río, introduciéndose en las aguas y distorsionando la imagen, bebiendo en abundancia. Se frotó las manos llenas de su propia sangre y la tierra del suelo, y descubrió rasguños sin importancia. Tiró la sucia chaqueta amarilla a la orilla y se quitó la camiseta blanca manchada y rota. La lavó hasta que estuvo más o menos aceptable y la dejó secar al sol. Luego, bajó la mirada hacia su estómago.
Teniendo en cuenta la capa de sangre seca que cubría su abdomen y la herida desigual del largo de una mano que se situaba sobre el ombligo, Annie apenas sintió nada. Ni siquiera dolor. Su madre ya lo había dicho una vez: Annie, si una herida permanece latente durante mucho tiempo, al final, el dolor se acaba olvidando. Y no podía tener más razón.
Annie se echó agua fría sobre la herida, limpiando la sangre, que parecía haberse pegado a su piel como un potente pegamento. Cuando consideró que la herida ya estaba lo bastante limpia, Annie salió del agua y se aplicó la crema sobre ella. Al principio no sintió nada hasta que, segundos más tarde, un picor empezó a rodear la zona. Annie sonrió, porque eso era señal de que la herida estaba curándose.
Además, Finnick jamás le daría algo sin estar seguro de que funcionaría.
Annie esperó a que los poros de su piel absorbieran la crema y se colocó la camiseta, ya seca. Empezaba a refrescar, y el cielo era cada vez más oscuro, así que se puso la chaqueta amarilla y, tras beber algunos sorbos de agua, se tumbó entre dos palmeras que la ocultaban, intentando dormir.
De repente, en el cielo resonó el himno del Capitolio, y apareció la imagen de la chica del distrito 3, la chica de la melena pelirroja. Annie no había oído el cañonazo, así que supuso que habría muerto durante el terremoto. El himno dejó de sonar y todo volvió a quedarse en silencio.
Y con ese silencio, Annie se quedó dormida.
Despertó con las primeras luces del alba. La superficie del río estaba absolutamente plana, reflejando el color rosado del cielo. Annie observó el terreno durante unos minutos, con la navaja en la mano, tratando de atisbar el más mínimo movimiento, pero no vio nada, así que, sin soltar su arma, se dirigió hacia el río y se lavó la cara. Estaba dispuesta a echarse de nuevo la crema en la herida cuando escuchó un sonido: una bota rompiendo una rama.
Bien podía haber sido un animal, pero ella no se detuvo a averiguarlo. Cogió del suelo su mochila y echó a correr. Atravesó de nuevo las palmeras, dejando el río y el muro atrás. A lo lejos, se escuchó un cañón, y aceleró su carrera. Miró a su espalda, pero nadie la perseguía. Se detuvo a coger aire.
Entonces, alguien saltó sobre ella, lanzándola al suelo. No vio quién la atacaba, solo buscaba su estómago para clavarle la navaja, pero ya no la sostenía. Se maldijo a sí misma y golpeó a su atacante con la rodilla en el pecho. Éste se apartó. Annie aprovechó para salir bajo su cuerpo y buscar un arma, una salida, lo que fuese. Encontró una rama partida, con un extremo bien afilado, y se giró con ella en la mano, dispuesta a clavarla donde fuese. Su oponente se levantó del suelo, llevándose la mano al pecho ensangrentado. Entonces alzó la vista.
Kit.
Un torrente de alegría inundó a Annie de la cabeza a los pies y a las puntas de los dedos, y tuvo que reprimir el impulso de correr a abrazarlo. Era tan extraño encontrar en ese mundo desconocido a alguien de casa…
-      ¡Annie! – gritó el muchacho, con la misma cara de sorpresa -. Annie, vamos, hay que regresar al río.
Annie se fijó en él. Tenía profundas ojeras, la piel pálida y sangre fresca en el mentón y el cuello, pero no era suya. Se le había roto la cremallera de la chaqueta y la camiseta blanca estaba desgarrada, mostrando su pecho sucio y lleno de gotas de sangre. No parecía tener ninguna herida grave.
-      ¿Estás bien? – preguntó Annie, para asegurarse.
-      Eso no importa. Al río. No tardarán en llegar.
Kit cogió a Annie por el codo y la arrastró hasta adentrarla en la ‘zona densa de las palmeras’.
-      ¿Quiénes? – preguntó Annie, aunque creía saber la respuesta.
-      Los profesionales.
Aumentaron la velocidad hasta llegar al río. Entonces, allí, pudieron oír ambos, por encima del sonido del río, un griterío de personas que se acercaba.
-      ¡Ha matado a Slimt! ¡No puede estar muy lejos! – gritaba una voz.
Annie se estremeció. Parecía el chico del distrito 1, el que se había presentado voluntario. Miró a Kit, desesperada.
-      Annie – susurró él, mirándola -. ¿Cuánto puedes aguantar bajo el agua?
-      No lo sé, bastante. ¿Por qué?
Kit la miró, pasándose una mano por el pelo.
-      Quiero que te sumerjas en el río, despacio, cuanto más profundo mejor, y no salgas hasta que yo te saque. ¿Vale?
Quería ahogarla. Eso fue lo primero que se pasó por la cabeza de Annie. Sin embargo, decidió confiar en Kit. Él no se atrevería a traicionarla así, ¿verdad?
Annie miró a su compañero, que estaba tan serio y calmado que casi parecía que quisiera ahogarla de verdad. Él asintió, y ella se introdujo en el agua. Cuando las voces de los profesionales se acercaron más, sumergió la cabeza.
No abrió los ojos. Simplemente se agarró a una roca incrustada en el fondo y no pensó en nada. Siempre encontraba paz cuando hacía eso. El agua era su casa. Su verdadera casa, y, por un momento, se olvidó de la Arena, de Los Juegos del Hambre, de los profesionales y de Kit. Solo existían el agua y ella.
Minutos, horas, quizás años después, una mano agarró el hombro de su chaqueta y tiró de ella hacia arriba. Cuando, ya en la superficie, en tierra firme, abrió los ojos, allí solo estaba Kit, con la sangre húmeda de nuevo chorreándole junto con el agua por todo el cuerpo.
-      ¿Cómo has hecho eso? – preguntó, boquiabierto.
-      ¿El qué?
-      Has estado siete minutos enteros ahí abajo. ¿Eres consciente de que eso es… inhumano?
Annie sonrió. Jamás moriría ahogada, de eso estaba segura. El agua era su hogar.
-      Bueno, ¿tienes algo para comer? – gruñó Kit, quitándole la empapada mochila de los hombros.
Comieron poco, respetando la poca reserva que tenían. Kit le contó las muertes de sus víctimas. Llevaba dos, pero eso ya era demasiado.
-      ¿Y tú? – preguntó Kit, agitándose el pelo mojado.
Y Annie relató, con todo el detalle que pudo, cómo habían sido sus dos días en la Arena. Entonces percibió que Kit la miraba, con las cejas levantadas.
-      ¿Qué?
-      No te has dado cuenta, ¿verdad? – preguntó él.
-      ¿De qué?
-      De qué es la Arena.
Annie miró a su alrededor. El muro, las montañas, la jungla… Además de una cárcel, no sabía qué otra cosa podía ser.
-      Piénsalo – continuó Kit, acercándose a ella -. Tomes el camino que tomes, siempre regresas al muro. Nunca puedes llegar a las montañas.
Annie miró hacia las montañas, que habían sido la meta de su itinerario desde el principio. ¿Por qué nunca podía llegar hasta allí?
-      La Arena es un anillo – concluyó Kit.
Annie le miró, estupefacta. ¿Un anillo?
-      Estamos constantemente girando. Tomemos el camino que tomemos, siempre nos adentramos en una zona de palmeras densas que nos impiden ver, y siempre acabamos en el muro. Las palmeras forman un anillo a nuestro alrededor, Annie, y solo nos conducen al muro.
Annie apartó la mirada de su compañero. ¿Por qué querrían los Vigilantes dirigirlos constantemente al muro? ¿Qué había allí? Seguro que era un plan sádico, pero, ¿cuál? Annie ya había ido a parar dos veces allí y no había encontrado a nadie.
O quizá, lo que los Vigilantes querían no era que los tributos se enfrentasen entre ellos, sino tenerlos encerrados dentro de su anillo.
Quizá los terremotos solo ocurriesen allí dentro.
Annie miró a Kit. Se había quedado dormido, escondido entre dos palmeras. Y, aunque apenas sabía si podía llamarlo así, Annie supo que no estaba sola: tenía un amigo.

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