sábado, 12 de enero de 2013

Capítulo 17. 'Roto'

Finnick le dedicó su mejor sonrisa mientras le daba la mano. El hombre reunía todas las extravagancias propias del Capitolio, desde el pelo de colores brillantes, con las puntas repletas de purpurina, hasta los implantes en la cara y los tatuajes sobre la piel. Incluso tenía una especie de piedra, quizá un diamante, del tamaño de una canica, incrustado entre las cejas hasta resultar grotesco. Pero tenía dinero y estaba interesado en el equipo del distrito 4, así que Finnick no podía más que fingir que adoraba su compañía y sonreír hasta que le dolieran las mejillas.
Cuando el hombre se alejó, habiendo cerrado el trato, Finnick se sentó en el enorme sillón de piel y observó las múltiples pantallas distribuidas a lo largo de las calles del Capitolio. Había estado haciendo tratos sin parar durante tres días, desde el momento en el que habían empezado los Juegos, haciendo lo que más enfermo le ponía: fingir que disfrutaba. Se pasó una mano por el pelo cobrizo, exhausto. Al menos, sus dos tributos tenían garantizada la satisfacción de sus necesidades básicas. De defenderse, solo podían encargarse ellos.
Había suministrado ropa nueva para ambos. En realidad, no eran más que dos camisetas finas, pero bastaban para tapar un poco el frío. También había conseguido una cesta de comida, entre la que se encontraban panes del distrito 4. Kit había llorado en silencio, recordando la panadería de su abuela, pero, al contrario de lo esperado, la gente no lo había tomado como símbolo de debilidad.
Por otro lado, Finnick había enviado una daga larga para Annie. No llegaría muy lejos armada solo con una navaja.
En ese momento, las pantallas mostraron una imagen de Kit y Finnick se irguió. Vio cómo pescaba, con bastante menos precisión que su compañera. Ambos, Annie y él, reían cuando a Kit se le escapaba un pez, pero luego se ponían serios al instante, recordando dónde estaban y por qué.
Cuando la imagen cambió, Finnick se levantó, dispuesto a marcharse. Se alejó de la plazoleta, con las manos en los bolsillos y, mientras caminaba, evitando las miradas curiosas, encontró algo en el bolsillo de sus pantalones.
La carta del presidente.
Ya había pasado el viernes. Había tenido que soportar la presencia del presidente Snow, con sus labios hinchados y su hedor a rosas y a sangre; había tenido que volver a soportar una nueva cita del Capitolio, pero, con suerte, se trataba de un hombre anciano que solo quería pintarle la piel con una especie de gel, trazando formas extrañas.
Toda la piel.
Finnick tragó saliva y continuó andando. Quería llegar al Centro de Entrenamiento y dormir. Sin embargo, dormir no era algo tan importante cuando la vida de dos personas estaba en sus manos, y se sentía en la obligación de estar constantemente pegado a la televisión, alerta. De no ser por el maquillaje que sus estilistas le suministraban diariamente, y casi a todas horas, lo único que las personas podrían ver de él serían dos enormes ojeras azuladas.
Una vez en el Centro, Finnick se quitó los zapatos, la ropa y el maquillaje, y se quedó desnudo frente al espejo del baño. Se miró a sí mismo, viendo cómo era realmente. No se fijó en las sombras que los músculos hacían sobre su piel, o en el contorno de pestañas largas que tenía alrededor de sus ojos verdes. Ni siquiera en la simetría perfecta de su rostro.
Lo que él veía era su alma.
Veía a una criatura desgarrada, a la que ni siquiera la fama o el dinero eran capaces de hacerle feliz. Jirones y jirones de piel, como si una bestia lo hubiese intentado devorar y lo hubiese dejado vivo solo para divertirse viendo cómo sufría. Veía a un asesino, que le había quitado la vida a demasiadas personas para proteger la suya propia. Veía a un cobarde que no era capaz de plantar cara o negarse a acostarse con seres que le daban asco. Veía a alguien que tenía en sus manos la vida de dos niños y que no conseguiría volverlos a ver, excepto dentro de una fría caja.
Veía a alguien roto.
Finnick se dejó caer. Mags había tenido razón, no estaba preparado aún para toda esa carga. Aún se sentía muy niño, demasiado irresponsable. Y sentía que tanto Annie como Kit se le escapaban entre los dedos, como el agua del mar. Enterró la cabeza entre las rodillas y se quedó así durante horas, semanas, años.
Y, cuando volvió a levantarla, las lágrimas no le dejaron ver.
Así fue como Mags lo encontró, llorando debajo del lavabo, como un niño. Le puso una toalla a su alrededor y lo acunó, acariciándole el pelo, la piel, hasta que el niño, hasta que su hijo se calmó. Y Finnick dejó que ella lo mimase, como si fuese su madre, porque, en realidad, era la única madre que había conocido.
-      Te lo dije, Finn – susurró Mags, acariciándole el pelo -. Te dije que no estabas preparado.
Finnick sabía que no debía sentirse cohibido o avergonzado por llorar delante de Mags, o estar separado de ella por solo una fina toalla. Se acurrucó más contra la pequeña mujer, que lo acunó y le ayudó a levantarse hasta meterlo en la ducha.
Y, una vez allí, lo bañó. Mientras el agua caía sobre él y las manos de Mags acariciaban su pelo, Finnick deseó que todo ese ser roto, esas partes de él que detestaba, se fuesen por el desagüe. Deseó que los recuerdos de sus Juegos, de toda la sangre que alguna vez había manchados sus manos, se marchasen con todo eso, pero sabía que las cosas no funcionaban así. Sabía que ese era el precio de la victoria.
Cuando salió de la ducha y dejó que Mags lo vistiese, con unos pantalones finos de color gris y una camiseta simple de color blanco, por fin pudo articular palabra.
-      Gracias – susurró, con la voz ronca.
Mags lo abrazó.
-      No me las des.
-      ¿Qué haces aquí?
Mags se levantó y lo llevó hasta la cama, cogido de la mano. Finnick la miró extrañado. Algo pasaba, estaba seguro, y algo que no era bueno.
-      ¿Mags? – Sentía la lengua seca como el papel.
-      Finnick, ha… pasado algo en el distrito.
El muchacho no apartó los ojos de ella. A veces se olvidaba de lo anciana que era Mags. Podía ver las arrugas alrededor de sus ojos, en su piel, la lentitud cada vez más pronunciada de sus movimientos, pero fingía que no estaban ahí.
-      ¿Mags? – repitió él, conteniendo la respiración.
-      La madre de Annie ha muerto.
Finnick la miró, extrañado. ¿Qué? ¿Qué había dicho? No, no tenía sentido. Era, simplemente… no podía ser.
-      Estaba viendo los Juegos, en la plaza, frente al Edificio de Justicia, y su corazón falló – dijo Mags -. Demasiadas emociones fuertes en poco tiempo.
Finnick se tumbó en la cama, apoyando la cabeza sobre la almohada, con los ojos cerrados. ¿Con qué valor sacaría a Annie de la Arena ahora? ¿Cómo podría salvarle la vida ahí dentro si no le quedaba nada fuera?
-      Le quedo yo – susurró.
Abrió los ojos. No se había dado cuenta de que había dicho eso, había sido inconsciente. Miró a Mags, que lo observaba con tranquilidad, esperando que ella no le hubiese oído, pero Mags era lista. No se le escapaba nada.
-      Sí, Finn – suspiró, colocándole una mano en el muslo -. Tú eres su única familia ahora.
Familia.
Finnick se frotó las sienes con los dedos, tratando de pensar. Sin embargo, solo podía pensar en Annie. ¿Qué le diría si conseguía sacarla de la Arena? ¿’Annie, sé que ese debería ser un momento de alegría, estás viva, pero tu madre no lo está’? ¿Qué clase de victoria sería esa para ella?
-      ¿Quieres que te deje solo ahora? – preguntó Mags.
Finnick se irguió, mirándola.
-      No, Mags – susurró -. Yo te necesito aquí.
Ella le colocó una mano fría en la mejilla, con una débil sonrisa asomando bajo sus labios.
-      Esto tienes que hacerlo solo. Tengo que volver.
-      ¿Y solo has venido a decirme esto? – protestó Finnick, cansado -. ¿No podías haber solo llamado?
-      No. Aunque no sea tan joven como tú, Finnick, sigo siendo una Vencedora. También el Capitolio me reclama.
No lo dijo con orgullo o con alegría, sino con angustia. Finnick se estremeció. Podía entender que la gente quisiera estar con él. Era hermoso, todo ciudadano del Capitolio quería tocarlo, verlo, conseguir que una de sus sonrisas fuese toda para él o ella. Sin embargo, ¿quedaba aún gente que quisiera estar con Mags? No había querido someterse a ninguna técnica de rejuvenecimiento, por lo que se podían distinguir las arrugas y las canas en ella, y eso  solía asquear a los ciudadanos, al igual que una barriga gorda o una cicatriz.
Mags se levantó, dejando al Finnick sentado aún en la cama. Eran demasiadas cosas para asimilar. ¿Tendría que hacerle llegar de alguna manera a Annie la noticia de que su madre estaba muerta? No, no podía si quería sacarla viva. ¿Qué otras razones le quedaban a la chica para querer proclamarse vencedora? Finnick sacudió la cabeza.
-      Finn.
El chico alzó la mirada hacia la puerta, donde Mags seguía observándolo. Ella le sonrió.
-      Ellos confían en ti. Y yo también confío.
Finnick sintió los ojos arder de nuevo, y solo tuvo fuerzas para dedicarle una mueca que podía pasar por una débil sonrisa. Finalmente, la vio desaparecer cuando la puerta se cerró a sus espaldas.
Finnick se tumbó en la cama de nuevo, con los ojos cerrados. Se había propuesto ser un buen mentor, pero no sabía las duras decisiones, la sensación de culpa y el agobio que eso conllevaría. Sabía que no iba a ser coser y cantar, pero esperaba algo más sencillo, siendo él. La gente lo adoraba. Sin embargo, a la hora de la verdad, cuando se decide entre la vida y la muerte, no es importante una cara bonita.
Aunque en el resto de cosas si lo fuese.
-      Su única familia – repitió, con los dedos fríos sobre los párpados calientes.
Pensaba en Annie, en su sonrisa inocente, en esos ojos verdes que parecían una tormenta sobre el mar, en la manera en la que parecía tan fría, tan inaccesible, o tal vez tan desapercibida que nadie se hubiese fijado en ella, de no ser por las manos de sus estilistas. Sin embargo, Finnick la recordó montada en ese carro, vestida de sirena. La recordó en el escenario, con ese traje que parecía hecho del mismo mar. Incluso el día de la cosecha, con un sencillo vestido del distrito 4. Pero no eran los vestidos los que la hacían brillar, ni el maquillaje, por muy impresionante que fuese. No era su físico, ni sus rasgos.
Era ella la que tenía luz propia.
Finnick se acarició el hombro en el que ella se había apoyado para llorar. Era una niña, una niña a la que no le quedaba nada, salvo él. Él era todo lo que tenía fuera de la Arena.
Y también pensó en Kit. Ese muchacho que había aceptado sin rechistar la alianza que Finnick le había propuesto, que estaba arriesgándose por proteger a Annie, pudiendo dejarla sola.
Eran dos niños, como él lo había sido. Y solo uno de ellos podría regresar, solo uno de ellos volvería a su casa de nuevo.
Finnick se levantó y se dirigió al comedor, donde la televisión seguía encendida. En ese momento, en la Arena, la luna inundaba el río con su luz blanquecina. Sobre la imagen, aparecieron todos los nombres de los tributos; los caídos, tachados. Solo quedaban ocho. Sabía que pronto le entrevistarían, con mayor urgencia, sabiendo que él aún tenía a sus dos tributos en el estadio. Pero se preguntaba qué ocurriría cuando no tuviesen a nadie para hablarles de Annie. ¿Qué harían? ¿Meterían a algún actor con alguna historia inventada? ¿Rendirían homenaje a su madre, para que el Capitolio y todo Panem la llorara?
No.
Annie estaba sola.
Y solo Finnick estaba allí para ella. Solo Finnick la conocía.
De repente, las cámaras enfocaron a la pareja del distrito 4. Finnick los observó, con los ojos entrecerrados por el sueño y la hinchazón por el llanto. Dormían con las espaldas pegadas, cada uno mirando en una dirección diferente. Estaban seguros, debajo de aquellas enormes hojas de palmeras, y pasaban desapercibidos para alguien que no mirase dos veces. Kit estaba sereno, con la boca entreabierta y la chaqueta bajo su cabeza a modo de almohada. Annie, por su parte, dormía con la capucha puesta y la cremallera subida hasta el cuello. La cámara la enfocó de cerca.
Tenía los ojos abiertos.
Por un momento, Finnick sintió como si la estuviese mirando directamente, como si ella estuviese en ese comedor y no en un estadio, kilómetros y kilómetros lejos de él. Entonces, cortaron la pantalla y enfocaron a los profesionales, que estaban en la Cornucopia, demasiado ocupados afilando sus armas como para buscar tributos.
Finnick se levanto de nuevo y se marchó a su habitación, dejando la televisión encendida.
Se tumbó en la cama, echándose la sábana por encima, y poco a poco fue cayendo en el sueño. Y esa noche, soñó con una tormenta. Con una tormenta sobre un mar verde cristalino, y sirenas.
Sirenas por todas partes.

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