- ¿Cómo fue? – repitió Finnick, pasándose una mano por el cuello.
Dexter le sonrió.
- Ella estaba escribiendo y entonces, le conté el cuento de ‘la princesa de la arena’. Y, cuando acabé, ella lo escribió. ‘Annie Cresta, la princesa del océano’.
Finnick casi podía ver a Caesar gritar esa misma frase por los altavoces del Capitolio, gritarlo una y otra vez mientras el rostro de Annie inundaba todas las pantallas. El muchacho intentó respirar hondo, procurando mitigar sus nervios, pero no podía. No era tanto la emoción de verla como el miedo a lo que podía encontrar. No sabía si la Annie que vería sería la chica que sonreía ante las cámaras vestida con motivos marinos, la muchacha tímida que había tropezado el día de la cosecha, la demente que había huido de él cuando se vieron después de la Arena o la niña que se entretenía con pompas de jabón y cuentos. O bien una persona completamente distinta.
Cuando llegaron a la casa de la chica, la puerta estaba abierta de par en par, y Finnick se abalanzó hacia ella casi a la carrera.
‘Está volviendo’, se decía a sí mismo. ‘Está volviendo’.
Entró en el comedor con el corazón en un puño, pero Annie no estaba allí. En su lugar, estaba el cuaderno blanco que Dexter le había dado, reposando abierto sobre la madera.
- ¿Annie? – llamó Finnick, alzando la voz.
Sin embargo, no fue Annie la que contestó, si no Margaret, que apareció en ese momento por la puerta de la cocina, con los ojos nublados por la preocupación.
- Ella no está, señor Odair – susurró -. Se ha ido.
Finnick no entendió al principio que quería decir. Entonces, cuando Dexter entró por la puerta, con una mueca de seriedad en el rostro, se tiró hacia él y, cogiéndolo por el cuello de la camisa, lo empotró contra la mesa, tirando el cuaderno al suelo.
- ¿¡Dónde está!? – gritó, zarandeándolo -. ¿¡Qué has hecho con ella!?
- Yo… yo la dejé aquí, no…
- ¿¡Dónde está!?
- ¡Finnick!
El chico sintió una menuda mano familiar en el hombro y se dio la vuelta con brusquedad, con el rostro congestionado por la rabia. Mags lo miraba con los ojos desorbitados y la boca contraída en una mueca extraña.
- Margaret me ha llamado – explicó la anciana -. He movilizado a medio escuadrón de Agentes de la Paz en su busca.
- Ha sido él – gruñó Finnick, señalando a Dexter, que se frotaba el cuello con una mano -. Él le ha hecho algo.
- No, Finnick, yo no…
- ¡Cállate si quieres conservar la boca!
Y Dexter se calló. De repente, la habitación se llenó de gente. Antiguos vencedores que llegaron para unirse a la búsqueda, gente del pueblo que venía sin noticias de Annie, la alcaldesa, fingiendo una preocupación muy sobreactuada, e incluso uno de los Agentes de la Paz, que se colocó frente a la puerta para recibir noticias.
Y, mientras tanto, Finnick no podía estarse quieto. Recorrió la casa millones de veces, mirando en tantos escondites como se le ocurrieron, pero Annie no estaba allí. Parecía como si se la hubiera tragado la tierra. Salió a la Aldea de los Vencedores y, al igual que la casa, la recorrió palmo a palmo, incluso dentro de las casas, abiertas o vacías, pero la chica no aparecía.
- Vamos a casa, Finn – suplicó Mags -. La van a encontrar. Esperémosla en casa.
- No – masculló él, apartándose -. No, ella… Pueden hacerle daño, Mags, y yo no puedo dejar que la hieran.
Mags lo cogió de la mano y le besó los nudillos.
- Vamos a casa, hijo – rogó de nuevo -. Tal vez haya vuelto ya.
Finnick sabía que mentía, pero igualmente la siguió. La preocupación lo cansaba más que la búsqueda. Era como si sus fuerzas se hubiesen ido con Annie.
Al llegar a la casa, de nuevo, se encontró con Dexter, pasándose una mano por el pelo una y otra vez mientras ojeaba el cuaderno de la chica. Finnick lo miró. Parecía realmente preocupado por ella, pero ¿por qué? En cuanto lo vio, el hombre se levantó, con el ceño fruncido.
- Finnick, te prometo que no le he hecho nada. La dejé aquí y ella se ha ido, pero yo no he hecho nada.
Finnick lo empujó con el hombro para llegar hasta el cuaderno. Estaba abierto, con los largos textos llenos de dibujos y tachones de Annie adornando cada página. Finnick observó la última.
<< Annie Cresta, la princesa del océano >>.
Finnick observó la página. El cuento estaba plasmado sobre la hoja a través de dibujos, dibujos muy diferentes a los de Annie. Supuso que Dexter se los habría pintado para hacerlo todo más gráfico. Vio a la princesa romper la lágrima de cristal y caer al mar, con su larga cola llena de escamas. Una sirena.
El chico observó la letra menuda de Annie. Recordaba el cuento como su padre se lo contaba de niño, y recordaba cómo acababa: la princesa no era la princesa de la arena, Finnick. No podía serlo, ella no estaba hecha para andar. Su reino, su palacio… era el mar.
La princesa del océano.
- Mags – dijo Finnick, levantándose -. Hay que ir a la playa. Hay que ir a la playa ya.
La mujer lo miró con los ojos muy abiertos. Finnick dejó el cuaderno con brusquedad sobre la mesa, y éste se abrió por una página diferente, una página en blanco.
- ¿Qué pasa, Finnick? – preguntó la mujer, acercándose.
- Piensa en el cuento. La princesa atrapada en tierra, ¿vale? ¿Y si… y si Annie piensa que está atrapada en tierra también? ¿Y si…?
- ¿… ha ido al mar para encontrarse a sí misma? – concluyó Dexter por él -. Mierda.
- ¿Qué pasa? – gruñó Finnick.
- Justo antes del cuento, le dije que era una sirena que tenía que encontrar su cola. Según el cuento, la sirena encuentra su cola en el mar.
Finnick comprendió a la milésima de segundo, y sus pensamientos encajaron como las piezas de un puzle. Annie había ido al mar. Estaba seguro. Mags comprendió poco después, y fue la primera en lanzarse hacia la puerta y comunicarle al Agente de la Paz que la buscaran en el mar, en las playas, en los lagos y en los pantanos, en cualquier lugar donde hubiese agua.
Mientras tanto, el miedo corroía a Finnick como si una rata estuviese abriéndose paso a través de su estómago. Se fijó de nuevo en el cuaderno, en la página en blanco que tenía ante sus ojos. Sin embargo, había algo allí que…
El chico cogió el cuaderno y pasó la hoja. La siguiente estaba escrita, con una letra pequeña y alargada. Era su letra. Apenas eran tres versos, pero eran la pista de su paradero. Eran la llave para encontrarla.
<< Volver al mar. Volver a la calma bajo las olas. VOLVER A MÍ >>.
- ¿Qué? – dijeron al unísono Dexter y Mags.
Finnick soltó el cuaderno sobre la mesa.
- Su playa – masculló -. Ha ido a su playa. Es el único lugar que es suyo.
Finnick salió corriendo de la casa, pero Dexter lo detuvo antes de que pudiese correr hacia la zona rocosa de la Aldea.
- Finnick…
- Suéltame.
- Finnick, ella…
- ¡He dicho que me sueltes!
Finnick se volvió y le dio un puñetazo en la nariz. Sintió cómo los huesos del hombre crujían bajo sus dedos, pero no le importó. Ignoró el grito de dolor de Dexter y siguió corriendo.
La última vez que había estado allí, había hojas. Hojas de palmera, caídas sobre una enorme roca oscura. Pero ahora, las hojas no estaban allí, sino tiradas en el suelo, dejando al descubierto una pequeña oquedad en el borde del suelo. Finnick se agachó. ¿Cómo no había podido verlo antes?
Hay una… playita. Justo detrás de la Aldea de los Vencedores. La entrada es una pequeña cueva. Tienes que andar hacia abajo unos minutos, pero esa playa… es mi hogar.
Finnick se agachó y entró por la abertura a cuatro patas. La humedad empapaba el techo, y el chico sentía las gotas de agua fría caer contra su piel, pero siguió avanzando. La cueva continuaba hacia abajo, como introduciéndose en la misma roca. No había más luz que la que la abertura dejaba entrar, y, al cabo de unos minutos, ni siquiera esa luz era suficiente, pero Finnick avanzó, palpando las paredes con las manos.
Volver al mar. Volver a la calma bajo las olas. Volver a mí.
‘Por favor, que no se haya metido en el agua. Que no haya nadado hacia dentro, por favor’.
La ansiedad le había formado en el pecho un enorme nudo. Annie sabía nadar, probablemente mejor que nadie que hubiera conocido. La había visto en la Arena, la había visto aguantar minutos bajo el agua y nadar cuando todo a su alrededor estaba siendo arrancado. Pero, ¿qué podría ocurrir cuando era ella la que quería hundirse?
Entonces, Finnick empezó a ver la luz al final del túnel, y escuchó las olas romper contra los acantilados. Cuando llegó a la abertura final, se arrastró, con las rodillas doloridas y la espalda transmitiéndole pinchazos por todo el cuerpo, pero se irguió y comenzó a llamarla.
- ¡Annie! – gritó, avanzando por la arena.
La playa tenía forma de herradura. Era muy pequeña, más de lo que él había imaginado, y los acantilados que la rodeaban estaban llenos de aberturas que dejaban ver cuevas más grandes que por la que él había entrado. La arena era blanca, y el agua cristalina. Finnick casi podía ver qué era lo que había enamorado a Annie de ese lugar, aunque el miedo no le dejaba verlo en todo su esplendor.
- ¡Annie! – gritó de nuevo -. ¡ANNIE! ¡Annie, soy yo, Finnick!
A lo lejos, bajo la sombra de uno de los acantilados, había un cuerpo. El miedo congeló a Finnick en el sitio, bajo el calor del sol que comenzaba a ponerse. Las olas rompían peligrosamente cerca de ella, y podía ver las ropas mojadas pegadas a su cuerpo.
‘No, no, por favor, no’.
Finnick corrió hacia ella como nunca antes había corrido en su vida.
- ¡Annie! – chilló, dejándose caer a su lado. La chica tenía los ojos cerrados y el rostro empapado y frío -. ¡Annie, por dios, despierta! ¡Annie, eh! ¡Ann…! ¿Annie?
La chica movió los párpados y unas gotas calleron de sus pestañas. Sus ojos verdes se abrieron, mirándolo con seriedad. No era ninguna de las Annies que Finnick había conocido. No era tímida, ni inocente, ni mostraba rasgos de locura. Era completamente diferente.
- Me llamaban – dijo, con voz clara.
- ¿Quiénes? – susurró Finnick, con la voz rasgada por el pánico.
- Ellos – contestó Annie, mirando al mar -. Los peces.
Finnick la ayudó a erguirse. El pelo de la chica estaba casi seco, rodeando su rostro en una cortina de bucles castaños.
- ¿Qué ha pasado, Ann? – comenzó él, acariciándole el pelo.
- La he encontrado – respondió ella, dejando caer un puñado de arena entre los dedos -. Mi casa.
- ¿Estás bi…?
- Me metí en el agua – continuó ella -. No estaba fría. Nadé y nadé, pero no… Dexter me dijo que tenía que encontrar mi cola, pero yo seguía teniendo dos piernas. Entonces ellos… me dijeron que me quedase quieta. Y el mar me sostuvo, Finn.
Finnick la observó con cuidado. Había sabido consolarla antes de la Arena, había sabido entretenerla después de eso, pero ¿qué podía hacer ahora? Cualquier cosa que dijera, podía repercutir en ella.
- Flotaba – seguía -. Y los peces me enseñaban cosas.
- ¿Qué cosas?
- Había un chico. Moreno, con el pelo rizado y una sonrisa muy blanca. Se llamaba Kit.
El estómago de Finnick se retorció.
- ¿Está muerto, verdad?
Finnick miró a Annie. No podia mentirla. Asintió.
- Seguía sonriendo cuando le cortaron la cabeza – decía Annie. Finnick se estremeció -. Entonces, los peces me enseñaron a una mujer. A… a mi madre. También está muerta.
No era una pregunta. Finnick miró hacia el suelo, avergonzado. Nunca, en un año, le había contado lo que había pasado con su madre. Tenía miedo a su reacción. Y, sin embargo, ella parecía tranquila, como si no le afectase.
- Todos mueren – dijo la chica, volviendo a soltar un puñado de arena -. ¿Por qué todos mueren? Yo debería estar muerta. El mar me reclamó en ese sitio malo, yo…
Finnick le colocó una mano sobre la boca, apoyando los labios en sus propios nudillos. Las lágrimas de Annie comenzaron a deslizarse entre sus dedos, y Finnick apartó la mano para quitarle las lágrimas.
- No digas eso – gruñó, con la frente sobre la suya.
- Yo no quería que murieran – lloró Annie -. Todos a mi alrededor mueren. Solo me han enseñado sangre, sangre, sangre…
Finnick la abrazó.
- Tienes que irte – susurró Annie, empujándolo -. Yo no quiero que tú mueras.
- No me voy a ninguna parte – respondió él, mirándola a los ojos -. No me da miedo.
- Pero a mí sí – continuó Annie, apartándose -. Yo… Vete, ¡vete! ¡Déjame!
Annie se levantó y echó a correr de nuevo hacia el mar. Pero Finnick fue más rápido.
- ¡Annie! – gritó, agarrándola por la muñeca. La muchacha tiró para soltarse, pero los dedos de Finnick no se lo permitieron -. Annie.
- Vete, por favor – lloró ella -. No quiero que tú mueras también, como Kit, como mamá…
- Te necesito, Annie Cresta.
Annie cerró la boca.
- No puedes. Está mal.
- No está mal – continuó Finnick, acercándose -. No tengo miedo a morir si es por ti, Ann. Tú me mantienes vivo.
Annie se alejó de él, y Finnick le soltó la mano. Se lo había dicho. Ella lo sabía ahora.
- Está mal – repitió Annie.
Finnick volvió a acercarse. El agua le llegaba por la cintura.
- No está mal, Annie. No puede estar mal.
Annie se acercó más a él hasta que sus pechos casi se rozaban. La chica apoyó la frente sobre su cuerpo.
- Tengo miedo de que te hagan daño. Ellos, los que hicieron daño a Kit.
Finnick cerró las manos en torno a la cintura de la chica. Solo podían hacerle daño si se lo hacían a ella. Ese era el punto. Ningún dolor físico podía compararse al dolor que sentiría si le pasara algo a Annie Cresta.
- Voy a cuidar de ti – susurró Annie, abrazándolo.
Finnick sonrió y apoyó la barbilla en la cabeza de la chica. Annie había encontrado su hogar, había encontrado esa playa. Y él había encontrado el suyo.
En ella.