martes, 3 de septiembre de 2013

Capítulo 57. 'Una entre ocho'.

Annie hizo su cuarto desgarrón en la hoja y, tras arrancarla del cuaderno y hacer una bola con ella, la tiró al centro de la mesa, junto con las catorce hojas arrugadas que había usado.
La chica soltó el lápiz y se pasó las manos por el pelo. Ni siquiera podía escribir. Apenas faltaban horas para el día de la cosecha y eso la ponía nerviosa. No dejaba de ver cosas a su alrededor, como si el pasado hubiese regresado a ella. Tan pronto tenía a Finnick practicando con el tridente ante sus ojos como a Kit con un cuchillo corto. Tan pronto estaba rodeada de espuma en la bañera como de hojas y sangre. No sabía qué estaba pasando, no sabía que veía. Pero lo peor eran las voces.
No eran voces propiamente dichas. Eran más susurros, como el sonido que hace el viento. Pero ella lo entendía como su fuesen palabras dichas en voz alta. O, más que las palabras, entendía quién hablaba.
La primera vez, había sido su madre. La había sentido detrás suya, con unos labios intangibles como el humo pegados a su oreja. Se había girado para verla, pero no vio más que la pared de su habitación. Entonces, al girarse de nuevo, había hablado.
Annie.
Annie la escuchó. Tenía la misma voz que había tenido años atrás. Se la imaginó poniendo sus brazos alrededor, sonriéndole, y vio esas arrugas que se formaban a ambos lados de la boca.
Annie, ¿recuerdas esto? Tienes que tejer la red con suavidad, sin tirar mucho de las hebras. Son muy frágiles, y se rompen con facilidad.
Annie se había mirado las manos, desconcertada. Sentía la red, raspando contra la piel delicada de sus palmas, pero ella no estaba allí. Ni la red, ni su madre.
Con Kit había sido peor. No recordaba lo que él había susurrado, pero se recordaba a sí misma gritando y lanzando cosas contra las paredes. ‘¡Estás muerto! ¡Yo te vi, estaba ahí, estás muerto!’.
Annie se frotó las palmas de las manos contra los pantalones y volvió a coger el lápiz. Nunca le había costado tanto, siempre había algo dentro de ella que quería salir y la manera más sencilla de hacerlo era mediante palabras. Siempre había sido eso. Como una especie de lema. No sientas, escribe lo que sientes. Había momentos en los que no había nada dentro de ella que mereciese la pena escribir, o simplemente no sentía inspiración para hacerlo. Pero en ese momento, se sentía más impotente de lo que se había sentido nunca. Era capaz de sentir, pero era un torrente tan grande se sentimientos que se quedaba en… nada. Y eso no podía manifestarse a través de palabras.
Volvió a intentarlo una vez más, colocando la punta del lápiz sobre la hoja, pero no tuvo éxito. Lanzó el lápiz y el cuarderno a la ventana con un  grito.
-         ¡Annie!
Finnick entró corriendo. Había estado hablando con Dexter mientras ella trataba de escribir algo.
-         ¿Estás bien? – preguntó, agachándose a su lado con un tono de preocupación en la voz.
-         No puedo escribir. Es como si no supiera.
Finnick le cogió una mano.
-         An…
Annie empezó a llorar. Rabia, impotencia, dolor, miedo… Lo sentía todo pesado en su pecho, como si se lo hubiesen rellenado con piedras. O peor, más pesado.
-         Tengo miedo – susurró, entre lágrimas.
Finnick la sentó en su regazo y la abrazó. Annie esperó a que él le dijese algo, aunque fuese una mentira. Un ‘no tienes por qué tenerlo’, ‘no voy a dejar que te pase nada’, pero ni siquiera el gran Finnick Odair podía controlar lo que salía de las urnas. Él no podría evitar si era su nombre…
Annie se tapó los ojos con las manos.
-         No, no, no – empezó a susurrar.
El chico le besó la sien, sin dejar de acunarla, como si fuese un bebé. Ella se sentía así a veces, como si fuese una niña a la que hubiese que cuidar. No quería ser así, pero no podía evitarlo. Era igual o incluso más vulnerable de lo que lo había sido antes de la Arena.
-         Es injusto – lloriqueó.
-         Lo sé – respondió Finnick, acariciándole un mechón de pelo.
Annie arrugó la tela en su puño. Entonces, al abrir y enfocar más los ojos, se vio a sí misma, cinco años atrás, en un baño demasiado refinado. Ella estaba con Finnick, y se abrazaban, aunque en ese momento ninguno de los dos supiese lo que iban a significar el uno para el otro. Annie había dicho que tenía miedo, que no era valiente.
-         Hay muchos tipos de valentía – recordó, en un susurro -, y hay que ser muy valiente para decir que tienes miedo.
Finnick se quedó quieto,  con una mano posada en el lado derecho de su cuello. Lo recordaba. Tenía que recordarlo.
Finnick la abrazó con más fuerza, apoyando la mejilla en su cabeza. Annie se dejó abrazar.
No se dieron cuenta del tiempo que pasaron así, simplemente abrazados, disfrutando de la proximidad del otro, de su compañía, en el más completo silencio. Quizá deberían haber aprevechado el día mejor. Quizá deberían haber hecho algo antes de que sus vidas pudieran quedar destrozadas sin remedio. Pero a Annie no se le ocurría mejor forma de emplear el tiempo que hacerlo con Finnick.
Cuando él rompió el silencio, ya era de noche.
-         ¿Tienes sueño? – preguntó.
-         ¿Cómo podría? – murmuró ella, rozándole la piel del cuello con los dedos.
Finnick la cogió en brazos y la subió a su habitación. La llevó hasta la cama, le quitó la ropa y se metió bajo las sábanas con ella. Annie tiró de las mantas hasta que cubrieron su cabeza y, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, lo miró directamente a los ojos.
-         Te amo – musitó, sin apenas emitir sonido -. Te amo, te amo.
Finnick la besó, con delicadeza, como si quisiera alargar el momento todo lo que pudiera. Annie enredó las piernas con las suyas, se apretó contra él y le devolvió el beso.
-         ¿Cuánto tiempo tenemos? – susurró ella contra su boca.
Él la besó de nuevo, con una mano en su nuca y la otra en la parte baja de su espalda. Las sábanas aún los cubrían completamente, como una burbuja a su alrededor.
-         ¿A quién le importa? – gruñó Finnick, besándole la clavícula -. No tenemos un final, ¿recuerdas?
Y Annie recordó aquel día en la playa.
Finnick siguió besándola el resto de la noche, acariciándola, abrazándola. Nada más importaba, solo él. Le recorrió el cuerpo con los dedos, memorizando cada poro de su piel. Había olvidado y perdido demasiado. No quería que eso pasase con su Finnick. Así que, cuando ella le observó mientras dormía, entendió que las palabras no iban a transmitir todo el miedo, el dolor, la rabia, la impotencia y el odio que sentía, pero podrían transmitir mucho más. Así que bajó al piso de abajo y escribió.
Escribió durante toda la noche. Escribió sobre ella, sobre sus recuerdos. Sobre su madre, sobre la niña que había sido, sobre Kit. Pero, sobre todo, escribió sobre Finnick. Sobre cómo habían llegado a quererse de esa manera, irremediablemente, con necesidad.
Fue Finnick el que la despertó, con suavidad, pero serio. Annie lo miró una vez, una sola vez antes de ir hacia su habitación. Mags, con el cuidado de una madre, la bañó, pasándole la esponja por la piel pálida como si estuviese acariciando seda. Annie miró a la anciana. No podía imaginar qué clase de mente perversa podría obligar a alguien como Mags a pisar la Arena de nuevo.
-         O te peocupes – repitió Mags, balbuceante.
Eso era prácticamente lo único que había escuchado de su boca en los últimos meses. ‘No te preocupes’. ¿Cómo no iba a hacerlo? Apenas quedaban horas, pero un extraño temblor se adueñó de su cuerpo. Mags la sacó de la bañera, evolviéndola en una toalla mullida y caliente.
En el setenta y cinco aniversario, como recordatorio a los rebeldes de que ni siquiera sus miembros más fuertes son rivales para el poder del Capitolio, los tributos elegidos saldrán del grupo de vencedores.
Annie se giró, envuelta en su toalla. El Presidente Snow había susurrado eso en su oído apenas un segundo atrás. Lo había sentido. Incluso había olido su hedor a rosas y sangre.
Mags la agarró antes de que sus rodillas diesen con el suelo.
-         No quiero – lloró Annie, agarrando a la mujer del codo -. No quiero.
Mags la abrazó, repitiendo una y otra vez que no se preocupase. Pero Annie no podía tranquilizarse. Notaba el corazón a mil, golpeándole el pecho con fuerza.
El grupo de vencedores.
Los miembros más fuertes.
Como recordatorio a los rebeldes.
-         No somos los más fuertes – lloriqueó, sin soltar a Mags.
La anciana aún tenía fuerzas para levantarla y sentarla en la bañera. Le secó el pelo, se lo peinó con la destreza que solo su madre tenía. Annie pensaba que le haría un recogido similar a los que Yaden le hacía, pero solo le dejó el pelo suelto, cayendo castaño en hondas a ambos lados de su cara. Le puso un vestido blanco y la ayudó a levantarse.
-         ¿Ien?
Annie intentó sonreír, pero lo único que le salió fue un sollozo.
Por dios, descerebrada, deja de llorar.
La chica buscó a Johanna Mason en el baño, pero era evidente que no estaba allí. Era solo su voz, grabada en su cabeza, como si fuese un charlajo.
Finnick ya estaba abajo, con Dexter, vestido completamente de azul. Annie sintió cómo escocían sus ojos en cuanto lo vio. El azul era el color de pérdida del distrito. El color de despedida. Finnick avanzó hasta ella y le quitó las lágrimas de la cara.
-         Te quiero – dijo, besándola.
Mags fue la que acompañó a Annie hasta la puerta. Hacía un día soleado. Los demás vencedores del distrito que continuaban vivos salieron de sus casas prácticamente al mismo tiempo que ellos, algunos acompañados de sus parejas, otros incluso con niños que lloraban o trataban de parecer serios y orgullosos, por sus padres.
Niños que, en unos años, tendrían que dirigirse a esa plaza de la misma forma que sus padres lo habían hecho y hacían de nuevo.
Dexter cogió a Annie del brazo y tiró de ella entre el pequeño grupo de tributos.
-         ¿Cómo estás? – preguntó, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar.
Annie miró hacia atrás. Mags caminaba junto a Finnick, seria y segura. El chico la miró un segundo, un solo segundo antes de girar la cara hacia la anciana. ‘No te preocupes’, había querido decir Annie, pero no sabía cómo hacerlo sonando convencida.
-         No quiero volver – rogó, apretando la manga de Dexter.
El médico se paró a la entrada de la lúgubre plaza, en la que ya estaba reunido el distrito. Los tributos comenzaron a entrar en el silencio más absoluto, dirigiéndose a las partes de la plaza que les correspondían, separándose por sexo. El silencio era horrible. Era la clase de silencio que hay en los entierros.
-         Annie, sé fuerte – comenzó Dexter -. Solo es una posibilidad entre ocho. Recuerda eso.
Annie se mordió el labio. Una posibilidad entre ocho. Solo una.
Comenzó a caminar sola hacia el sector de mujeres, delimitado con unas tiras de terciopelo. Mags la cogió de la mano en cuanto llegó.
Annie desvió la mirada hacia el grupo de hombres. Finnick era el más joven de todos. Estaba al frente, con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en la multitud. Annie se mordió el labio con más fuerza.
El ritual fue el mismo que había sido siempre. Radis habló, presentó un vídeo especial por el Vasallaje, alentó al público a ver los Juegos y disfrutar en tiempos difíciles. De no ser por la firme mano de Mags sujetando la suya, Annie se habría tapado los oídos más de una vez.
-         O te peocupes – susurraba una y otra vez.
Annie miró hacia el escenario.
Miedo.
Incertidumbre.
Nervios.
Pero sobre todo, miedo.
Miedo y recuerdos.
Volvía a tener quince años. Estaba entre la multitud, esperando. ‘No voy a salir’, se decía una y otra vez. ‘No seré yo. Solo hay seis papeletas. Seis entre mil. No voy a salir’. Se había sujetado el estómago nerviosa mientras Radis, vestida de blanco, había empezado a hablar.
Radis caminó hacia la urna de las mujeres, pero Annie ya no distiguía cuál de las dos era, si la Radis del pasado o la del presente. No sabía el número de papeletas que había en esa urna, si una entre ocho o seis entre mil. Empezó a temblar.
-         ¡Las damas primero! – chillaron las dos Radis a la vez.
Annie se soltó de la mano de Mags.
Solo seis entre mil, se repitió. Una entre ocho.
Annie abrió mucho los ojos cuando Radis retiró la mano y, en el momento en el que la mujer se disponía a leer el papel, supo lo que iba a pasar.
Escuchó su nombre antes de que Radis pudiese leerlo.

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