Annie
jamás se había sentido tan inquieta. No paraba de repetirse que no había peligro, que estaba bien. Pero
todos parecían alterados desde que los equipos habían partido hacia el
Capitolio. Todos se esperaban lo peor.
Aquella
mañana, volvió a despertarse gritando. La diferencia radicaba en que Finnick no
se encontraba allí para abrazarla, y ese lado de la cama siempre estaba frío
desde que él se había marchado. Annie cerró los ojos, respirando hondo. No hay peligro, se dijo a sí misma, no esta vez.
Se
llevó las manos al estómago. Desde que Finnick se había ido, había tenido un
dolor constante, como si le faltase algo. Tenía ganas constantes de vomitar,
como si tuviese una fiera dentro de ella que estuviese deseando salir. Annie se
acarició la piel de la barriga con los dedos congelados y se levantó.
Sintió
el mareo de inmediato. Cerró los ojos, tratando de serenarse, y se puso unas
zapatillas a ciegas. Salió de su habitación, directa hacia el hospital. Con
suerte, podría encontrar a la madre de Katniss y pedirle que le diese algo para
que remitiese la incomodidad. Atravesó las puertas y entró en el enorme
pabellón, lleno de habitaciones acristaladas y mamparas o cortinas que
separaban a unos pacientes de otros. Annie fue hacia la habitación de Johanna.
Sabía que la señora Everdeen estaría allí, se había comprometido a cuidarla en
ausencia de Finnick y Katniss.
Annie
abrió la puerta. Johanna estaba dormida, con la cabeza ladeada sobre la
almohada. La señora Everdeen levantó la cabeza, mirándola. Parecía cansada, a
pesar de que intentó forzar una sonrisa. ¿Cómo de cansada tendría que estar esa
mujer, que había visto a su hija ir a los Juegos dos veces, había presenciado
cómo destruían su distrito y había perdido a su marido? Annie agitó la cabeza.
-
Hola,
Annie – dijo la mujer, apretando la llave que le regulaba la morflina a Johanna
-. ¿Vienes a hacerle compañía?
Annie
negó con la cabeza.
-
Venía
a verte – La señora Everdeen se acercó a ella, observando los monitores a los
cuales estaba conectada Johanna por última vez -. Llevo unos días con dolor de
estómago y gan…
-
¿Ganas
de vomitar? – La mujer sonrió, apoyándole la mano en el hombro -. Yo también.
Seguramente sean solo los nervios y la preocupación.
Annie
le devolvió la sonrisa, bajando la cabeza.
-
Sin
embargo, ya sabes cómo son aquí. Te haré unos análisis, solo para comprobar.
-
¿Análisis?
-
Sí
– la mujer la cogió suavemente del codo y la arrastró fuera de la habitación -.
No te preocupes. Es solo el protocolo.
La
chica se estremeció, siguiendo a la señora Everdeen por el pasillo. La mujer le
acarició el dorso de la mano para tranquilizarla. Entraron en una sala pequeña
en la que solo se encontraba Prim, la hermana pequeña de Katniss, con sus dos
trenzas cayendo por su espalda. La niña se giró, sonriendo.
-
Prim
– comenzó la madre, sentando a Annie en una silla -. Análisis.
Prim
se marchó, volviendo a los pocos segundos con una caja de metal cerrada.
-
¿Qué
clase de análisis? – musitó Annie, al mismo tiempo que Prim le limpiaba el
brazo con alcohol.
-
Nada
complejo. Simplemente, para descartar posibles virus.
La
señora Everdeen sacó una aguja de la caja, haciendo retroceder a Annie, que se
levantó, sujetándose el brazo con la mano. La señora Everdeen, confusa, miró la aguja que tenía en la mano y
después a ella, alternativamente.
-
Oh,
no, Annie, no – dijo, tratando de calmarla -. Solo te vamos a sacar un poco de
sangre.
Annie
retrocedió. La última vez que había visto una aguja en manos de alguien, había
revivido los recuerdos más dolorosos de su vida. No estaba preparada para
volverlo hacer, no mientras Finnick estaba fuera. Prim se colocó en su campo de
visión, totalmente calmada. Puso las manos sobre su cuello, mirándola
directamente a los ojos, y cuando habló, parecía tan adulta que Annie se
tranquilizó al instante, como si le hubiesen metido morflina directamente en la
vena.
-
No
vamos a hacerte daño. Te lo prometo.
Annie
se dejó arrastrar de nuevo hasta la silla. La señora Everdeen, aún mirándola
con suspicacia, introdujo la jeringuilla en su brazo, tirando del émbolo
mientras el tubo se llenaba de sangre roja.
Es mi sangre, se dijo a sí mismo.
Es solo mi sangre.
-
Vale,
Annie – dijo Prim, separándose con una sonrisa -. Ahora vamos a hacer uno de
orina.
Annie
soltó una carcajada, tapándose la boca con la mano. Sin embargo, ninguna de las
dos personas que estaban con ella en aquella habitación compartía el chiste.
Annie se enderezó, poco a poco, mientras la señora Everdeen extendía hacia ella
un bote de plástico.
-
¿Es
en serio? Tengo que poner mi… mi…
Prim
rió.
-
¿Y
cómo vais a saber si tengo un virus con… - Annie señaló el bote, poniendo una
mueca de confusión – eso?
Ambas
estallaron en risas. En ese momento, la puerta se abrió, dejando entrar a
Johanna, que agarraba un gotero con la firmeza con la que sujetaba el hacha. La
chica miró a la pareja que reía con una máscara de incredulidad en el rostro y
desplazó sus ojos hacia Annie, sentada en el sillón con el bote en las manos.
Annie tragó saliva, colorada como un tomate. Esta vez, era ella la que no
entendía el chiste.
-
¿Qué
pasa? – preguntó Johanna, caminando desganada hacia Annie.
-
Es
que quieren…
-
Un
análisis de orina – explicó Prim, secándose las lágrimas de los ojos -. Si
vieses la cara que ha puesto…
Johanna
volvió a clavar los ojos en el bote que Annie sujetaba y soltó otra carcajada,
uniéndose a la madre y la hija.
-
Venga
ya, descerebrada, yo lo he hecho mil veces.
La
chica empujó a Annie hacia un baño y la encerró, tirándole una botella de agua.
Annie miró el bote fijamente, apoyada sobre la puerta, mientras escuchaba las
risas de las otras tres mujeres al otro lado.
Horas
después, esperaba junto a Johanna en su habitación los resultados de análisis
mientras veían la televisión. En ese momento, Beete había metido una propo del
pelotón de Finnick sentados alrededor de un fuego. Jugaban con Peeta,
contestando preguntas que él hacía con ‘real’ o ‘no real’, un juego que las
mantuvo pegadas a la pantalla la mayor parte de la mañana. Annie agarraba la
muñeca de Annie cada vez que Finnick salía en pantalla.
-
Está
bien – decía.
Johanna
no hacía más que asentir.
A
las cuatro horas de haberse hecho los análisis, la señora Everdeen llegó con
los resultados, escritos en una hoja. Johanna se revolvió en la cama, inquieta,
y Annie trató de serenarse. Como había dicho la mujer esa mañana, probablemente
solo fuesen los nervios.
Sin
embargo, la señora Everdeen no les leyó lo que habían obtenido, sino que
extendió la mano hacia ella, seria.
-
¿Puedes
acompañarme, Annie?
La
chica se bajó de la cama, sin soltar la mano de Johanna, que la miraba con
preocupación.
-
¿Pasa
algo? – gruñó ésta.
-
Solo
queremos comprobar algo y necesitamos maquinaria avanzada. Por favor.
Annie
se soltó de Johanna, indecisa, y salió de la habitación. La mujer la condujo a
una habitación oscura, iluminada únicamente por un pequeño foco de luz pálida y
un monitor colocado junto a una camilla. Prim, que ya se encontraba allí, le
pidió que se tumbase.
-
¿Pero
pasa algo? – preguntó Annie, mordiéndose el labio preocupada.
Prim
sonrió y miró a su madre, levantando las cejas.
-
Deberíamos
llamar a un médico del 13 que sepa ver estas cosas con claridad – sugirió la
mujer, preparando el monitor.
-
Yo
creo que está claro…
-
Prim.
Por favor.
La
niña salió de la habitación. La mano de Annie se entrelazó sin quererlo a la de
la señora Everdeen, que recogía un aparato redondo, como una piedra blanca, de
un mueble. La mujer le levantó la camisa y la miró, frunciendo el ceño.
-
No
voy a hacerte daño – aclaró, enseñándole el aparato redondo -. Te voy a poner
esto en la barriga. No duele, pero está un poco frío.
Annie
miró el aparato, y las imágenes pasaron por sus párpados fugazmente, nublándole
la vista. Torturadores llevando cosas similares en las manos, aplicándolas
sobre su cuerpo. Dolor. Su respiración aumentó.
-
Annie,
te lo prometo – continuó la señora Everdeen -. No te va a hacer daño.
La
mujer colocó el aparato en su estómago, cerca de la línea del pantalón que
llevaba puesto, por debajo del obligo. Estaba frío, muy frío, congelado.
Aguantó la respiración mientras la mujer observaba detenidamente la pantalla.
En ese momento, llegó Prim, seguida de un hombre alto cuya nariz estaba tan
roja que parecía pintada. Annie evitó reírse a tiempo.
-
Creo
que puede ser – susurró la señora Everdeen, señalando la pantalla -, pero
quería estar segura…
El
médico asintió, desplazando unos centímetros el aparato.
-
No
cabe duda.
-
¿De
qué? – dijo Annie, casi chillando, alarmada.
-
Annie…
-
Annie
– interrumpió Prim con una sonrisa -, estás embarazada.
La
palabra tardó en llegarle al cerebro. Embarazada. Pero no podía ser. Ella no
podía… no podía ser madre. Se tocó la barriga, mirando a la pantalla. La señora
Everdeen y Prim sonreían, mirándola como si fuese el nuevo juguete. Se encogió
en la camilla.
-
Los
dolores de estómago y las náuseas – añadió el médico, girándose hacia ella – se
deben al estrés, no te preocupes. Aún es pronto.
-
Tres
semanas – dijo Prim – como mucho.
Annie
se miró el estómago. ¿Era posible que, ahí, dentro de ella, casi diminuto,
estuviese creciendo una pequeña criatura, el hijo de Finnick Odair? Se acarició
la zona bajo el ombligo, aún fría por el roce del aparato. Dentro de ella,
estaba creciendo un bebé. Su bebé.
-
No
se ve muy bien aún – se apresuró a añadir la mujer, girando el monitor hacia
ella -, pero es esta manchita de aquí.
La
chica clavó la mirada en la pantalla. Ahí, a unos pocos milímetros del dedo de
la señora Everdeen, se distinguía una manchita oscura, no más grande que un
guisante. Sonrió. Esa cosita, ese ser diminuto… Era su bebé. Sintió una lágrima
deslizarse por su mejilla. Era el hijo de Finnick. Lo quiso de inmediato.
Le
agradeció a Prim y a su madre todo el tiempo que le habían dedicado y salió
corriendo. Estaba embarazada. Aún no podía creerlo. No podía imaginarse
cuidando de otra persona cuando aún tenían que cuidarla a ella. Pero daría la
vida por esa manchita, por esa cosita pequeña. No dejó de tocarse el estómago.
Su bebé. El bebé de ambos.
-
¡Jo!
Entró
como un huracán en la habitación. Johanna estaba sentada en la cama, mirando la
televisión apagada. Se giró para clavar en ella sus ojos castaños dilatados por
la morflina y se irguió más, frunciendo el ceño.
-
¿Ha
pasad…
-
¡Estoy
embarazada! – gritó Annie, sentándose junto a ella.
Esperó.
Aún no se lo creía. Johanna le miró la barriga y colocó una mano sobre ella,
levantando la vista hacia sus ojos. Annie vio lo brillantes que estaban.
-
¿Emba…
-
Sí
– musitó Annie, más para sí misma que para ella.
Una
lágrima diminuta se deslizó por la mejilla de Johanna, que sonreía a pesar de
la pesadez que le provocaban las drogas. Annie se dejó abrazar, aún
conmocionada. Ella, embarazada. De Finnick. ¿Cómo reaccionaría él cuando lo
supiese? No podía esperar a darle la noticia. Annie sonrió. Aquella criatura le
había devuelto la felicidad, incluso le había devuelto un poco la cordura.
Ahora tenía que dejar de ser una chica y convertirse en una mujer. Por su hijo.
-
Es…
- Johanna se separó de ella – es increíble, Ann. Ese bebé es…
-
Esperanza
– terminó Annie, sonriendo.
Su
hijo. El sol que vería un nuevo Panem. Se abrazó a sí misma. Daría lo que fuese
porque Finnick hubiese estado allí con ella. Seguro que lloraría. La besaría,
primero a ella y después a su barriga, tratando de llegar hasta el pequeño ser
que crecía en su interior.
No
le importaba si volvían al distrito 4 cuando todo acabase o tenían que ir a
otro lugar. No le importaba si, tras tomar el Capitolio, tenían que quedarse
allí a vivir. Solo quería un lugar en el que su hijo fuese feliz. Donde ellos
fuesen felices. Donde podamos ser una
familia.
En
ese momento, Haymitch irrumpió en la habitación, pálido, y la televisión se
encendió de repente.
-
¿Qué...
Haymitch
se sentó al borde de la cama, junto a ellas. Murmuraba algo para sí mismo, algo
que ninguna de las dos lograba entender. Annie acarició su barriga mientras
Johanna se aferraba a su mano, ambas mirando fijamente el sello de Panem que
acababa de aparecer en la televisión.
Una
mujer apareció en la pantalla, seguida de otros tres hombres que Annie había
visto grabando en su boda. Boggs, el musculoso comandante. Gale Hawthorne, que
había sido el primero en entrar en su celda. Entonces, salió una foto de
Finnick, la misma foto que había visto por todo el distrito durante el Vasallaje.
Annie miró a Haymitch sin entender, ignorando las fotos de Peeta y Katniss.
El
Presidente Snow se adueñó de la pantalla. Tenía los dedos cruzados por encima
de la mesa, con una sonrisa de insuficiencia grabada en unos labios gordos.
Annie empezó a marearse.
-
Esta
mañana – comenzó, frunciendo el ceño – la guerra a la que este amado país se
enfrenta ha tomado un curso inesperado. Víctimas rebeldes han caído bajo las
fuerzas de la Paz del Capitolio. A vosotros, a los miles de Agentes que os
esforzáis por mantener la paz y la justicia, gracias. Gracias también por
detener esta absurda rebelión que no ha hecho más que destrozar la unión de la
nación, gracias por… quitarle al Sinsajo su voz.
-
No
puede ser – murmuró Haymitch, con las manos delante de la boca.
No
podía ser. Annie miró a la pantalla. Era el pelotón estrella. No había peligro
real. ¡Finnick lo había dicho! No podía ser, no…
-
Sin
esa voz – prosiguió el Presidente -, sin esa voz que solo chillaba, que solo
alentó a un grupo desconcertado que se agarró a un puñado de bayas, el Sinsajo
no cantará más. Ningún sinsajo. Y sin esos sinsajos, demasiado débiles como
para confiar en una cara bonita y un par de trucos inútiles, jamás volarán
tampoco. Hoy es el día en el que Panem recuperará la paz por la que luchamos.
Hoy es el día en el que volveremos a ser uno.
Annie
cayó al suelo, de rodillas. Finnick no podía haberse ido. No podía haberla
dejado. Johanna se arrodilló junto a ella, tironeándole de los hombros.
-
No
está muerto – susurró -. No lo está.
Annie
sintió el pecho explotar, arder.
La
imagen cambió. Esa vez era la Presidenta Coin la que hablaba, pero Annie no
podía escucharla. Era Finnick el que hablaba en su oído: no será igual, somos el pelotón estrella, no hay peligro real…
-
No
está muerto.
Annie
levantó la vista hacia la televisión. La imagen de Katniss, solo su imagen, fue
sustituida por el Presidente Snow, relajado. Annie sintió el aire escapársele
de los pulmones.
-
Mañana
por la mañana, cuando saquemos el cadáver de Katniss Everdeen de entre las
cenizas, veremos quién es el Sinsajo en realidad: una chica muerta que no podía
salvar a nadie, ni siquiera a sí misma.
La
chica se llevó las manos al pecho. Dolía. Dolía como si…
-
Annie,
mira.
La
voz de Haymitch le hizo levantar la
vista. En la televisión, estaban emitiendo un reportaje sobre los rebeldes, los
últimos momentos. Annie vio cómo un río negro se arrastraba hacia el pelotón,
situado en un cruce lleno de sangre y humo. Finnic arrastraba a un hombre hacia
una puerta, con la cara contraída en una mueca de esfuerzo. Gale disparaba a
una red en la que se encontraba un cuerpo ensangrentado y, a los pocos
segundos, la emisión se cortaba.
-
Están
vivos – masculló Haymitch -. Tienen que estarlo.
-
Solo
hemos visto morir a Boggs y al otro – gruñó Johanna -. El resto estaban
corriendo hacia la casa cuando se ha cortado. Están vivos.
-
Tienen
que estarlo.
Annie
seguía sujetándose el pecho, aferrada a la esperanza. Se sentía en un huracán,
balanceada de un lado a otro. Estaba agarrada a una tabla de madera, agarrada
al hecho de que Finnick estaba arrastrando a un hombre hacia la casa. Vivo.
Tenía que estar vivo.
Algo
vibró en la muñeca de Haymitch, que se levantó de golpe y salió corriendo.
Annie lo siguió, con Johanna, sin el gotero, a pesar de seguir con la vía
clavada en el brazo, les pisaba los talones. La sala de Mandos era un caos.
Plutarch daba voces, ordenando a unos y a otros vigilar las pantallas, que
mostraban mapas del Capitolio. El hombre casi chocó con los tres.
-
Beetee
ha estado rastreando los dispositivos de las cámaras de Cressida. Ha percibido
una señal, pero es débil. Demasiado débil.
Algo
se agitó en el pecho de Annie. La mano de Johanna apretó su muñeca.
-
Pueden
estar bajo tierra.
Bajo
tierra, pero vivos.
Estaban
vivos.
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