sábado, 5 de abril de 2014

Capítulo 85. 'Donde podamos ser una familia'.


Annie jamás se había sentido tan inquieta. No paraba de repetirse  que no había peligro, que estaba bien. Pero todos parecían alterados desde que los equipos habían partido hacia el Capitolio. Todos se esperaban lo peor.
Aquella mañana, volvió a despertarse gritando. La diferencia radicaba en que Finnick no se encontraba allí para abrazarla, y ese lado de la cama siempre estaba frío desde que él se había marchado. Annie cerró los ojos, respirando hondo. No hay peligro, se dijo a sí misma, no esta vez.
Se llevó las manos al estómago. Desde que Finnick se había ido, había tenido un dolor constante, como si le faltase algo. Tenía ganas constantes de vomitar, como si tuviese una fiera dentro de ella que estuviese deseando salir. Annie se acarició la piel de la barriga con los dedos congelados y se levantó.
Sintió el mareo de inmediato. Cerró los ojos, tratando de serenarse, y se puso unas zapatillas a ciegas. Salió de su habitación, directa hacia el hospital. Con suerte, podría encontrar a la madre de Katniss y pedirle que le diese algo para que remitiese la incomodidad. Atravesó las puertas y entró en el enorme pabellón, lleno de habitaciones acristaladas y mamparas o cortinas que separaban a unos pacientes de otros. Annie fue hacia la habitación de Johanna. Sabía que la señora Everdeen estaría allí, se había comprometido a cuidarla en ausencia de Finnick y Katniss.
Annie abrió la puerta. Johanna estaba dormida, con la cabeza ladeada sobre la almohada. La señora Everdeen levantó la cabeza, mirándola. Parecía cansada, a pesar de que intentó forzar una sonrisa. ¿Cómo de cansada tendría que estar esa mujer, que había visto a su hija ir a los Juegos dos veces, había presenciado cómo destruían su distrito y había perdido a su marido? Annie agitó la cabeza.
-        Hola, Annie – dijo la mujer, apretando la llave que le regulaba la morflina a Johanna -. ¿Vienes a hacerle compañía?
Annie negó con la cabeza.
-        Venía a verte – La señora Everdeen se acercó a ella, observando los monitores a los cuales estaba conectada Johanna por última vez -. Llevo unos días con dolor de estómago y gan…
-        ¿Ganas de vomitar? – La mujer sonrió, apoyándole la mano en el hombro -. Yo también. Seguramente sean solo los nervios y la preocupación.
Annie le devolvió la sonrisa, bajando la cabeza.
-        Sin embargo, ya sabes cómo son aquí. Te haré unos análisis, solo para comprobar.
-        ¿Análisis?
-        Sí – la mujer la cogió suavemente del codo y la arrastró fuera de la habitación -. No te preocupes. Es solo el protocolo.
La chica se estremeció, siguiendo a la señora Everdeen por el pasillo. La mujer le acarició el dorso de la mano para tranquilizarla. Entraron en una sala pequeña en la que solo se encontraba Prim, la hermana pequeña de Katniss, con sus dos trenzas cayendo por su espalda. La niña se giró, sonriendo.
-        Prim – comenzó la madre, sentando a Annie en una silla -. Análisis.
Prim se marchó, volviendo a los pocos segundos con una caja de metal cerrada.
-        ¿Qué clase de análisis? – musitó Annie, al mismo tiempo que Prim le limpiaba el brazo con alcohol.
-        Nada complejo. Simplemente, para descartar posibles virus.
La señora Everdeen sacó una aguja de la caja, haciendo retroceder a Annie, que se levantó, sujetándose el brazo con la mano. La señora Everdeen,  confusa, miró la aguja que tenía en la mano y después a ella, alternativamente.
-        Oh, no, Annie, no – dijo, tratando de calmarla -. Solo te vamos a sacar un poco de sangre.
Annie retrocedió. La última vez que había visto una aguja en manos de alguien, había revivido los recuerdos más dolorosos de su vida. No estaba preparada para volverlo hacer, no mientras Finnick estaba fuera. Prim se colocó en su campo de visión, totalmente calmada. Puso las manos sobre su cuello, mirándola directamente a los ojos, y cuando habló, parecía tan adulta que Annie se tranquilizó al instante, como si le hubiesen metido morflina directamente en la vena.
-        No vamos a hacerte daño. Te lo prometo.
Annie se dejó arrastrar de nuevo hasta la silla. La señora Everdeen, aún mirándola con suspicacia, introdujo la jeringuilla en su brazo, tirando del émbolo mientras el tubo se llenaba de sangre roja.
Es mi sangre, se dijo a sí mismo. Es solo mi sangre.
-        Vale, Annie – dijo Prim, separándose con una sonrisa -. Ahora vamos a hacer uno de orina.
Annie soltó una carcajada, tapándose la boca con la mano. Sin embargo, ninguna de las dos personas que estaban con ella en aquella habitación compartía el chiste. Annie se enderezó, poco a poco, mientras la señora Everdeen extendía hacia ella un bote de plástico.
-        ¿Es en serio? Tengo que poner mi… mi…
Prim rió.
-        ¿Y cómo vais a saber si tengo un virus con… - Annie señaló el bote, poniendo una mueca de confusión – eso?
Ambas estallaron en risas. En ese momento, la puerta se abrió, dejando entrar a Johanna, que agarraba un gotero con la firmeza con la que sujetaba el hacha. La chica miró a la pareja que reía con una máscara de incredulidad en el rostro y desplazó sus ojos hacia Annie, sentada en el sillón con el bote en las manos. Annie tragó saliva, colorada como un tomate. Esta vez, era ella la que no entendía el chiste.
-        ¿Qué pasa? – preguntó Johanna, caminando desganada hacia Annie.
-        Es que quieren…
-        Un análisis de orina – explicó Prim, secándose las lágrimas de los ojos -. Si vieses la cara que ha puesto…
Johanna volvió a clavar los ojos en el bote que Annie sujetaba y soltó otra carcajada, uniéndose a la madre y la hija.
-        Venga ya, descerebrada, yo lo he hecho mil veces.
La chica empujó a Annie hacia un baño y la encerró, tirándole una botella de agua. Annie miró el bote fijamente, apoyada sobre la puerta, mientras escuchaba las risas de las otras tres mujeres al otro lado.
Horas después, esperaba junto a Johanna en su habitación los resultados de análisis mientras veían la televisión. En ese momento, Beete había metido una propo del pelotón de Finnick sentados alrededor de un fuego. Jugaban con Peeta, contestando preguntas que él hacía con ‘real’ o ‘no real’, un juego que las mantuvo pegadas a la pantalla la mayor parte de la mañana. Annie agarraba la muñeca de Annie cada vez que Finnick salía en pantalla.
-        Está bien – decía.
Johanna no hacía más que asentir.
A las cuatro horas de haberse hecho los análisis, la señora Everdeen llegó con los resultados, escritos en una hoja. Johanna se revolvió en la cama, inquieta, y Annie trató de serenarse. Como había dicho la mujer esa mañana, probablemente solo fuesen los nervios.
Sin embargo, la señora Everdeen no les leyó lo que habían obtenido, sino que extendió la mano hacia ella, seria.
-        ¿Puedes acompañarme, Annie?
La chica se bajó de la cama, sin soltar la mano de Johanna, que la miraba con preocupación.
-        ¿Pasa algo? – gruñó ésta.
-        Solo queremos comprobar algo y necesitamos maquinaria avanzada. Por favor.
Annie se soltó de Johanna, indecisa, y salió de la habitación. La mujer la condujo a una habitación oscura, iluminada únicamente por un pequeño foco de luz pálida y un monitor colocado junto a una camilla. Prim, que ya se encontraba allí, le pidió que se tumbase.
-        ¿Pero pasa algo? – preguntó Annie, mordiéndose el labio preocupada.
Prim sonrió y miró a su madre, levantando las cejas.
-        Deberíamos llamar a un médico del 13 que sepa ver estas cosas con claridad – sugirió la mujer, preparando el monitor.
-        Yo creo que está claro…
-        Prim. Por favor.
La niña salió de la habitación. La mano de Annie se entrelazó sin quererlo a la de la señora Everdeen, que recogía un aparato redondo, como una piedra blanca, de un mueble. La mujer le levantó la camisa y la miró, frunciendo el ceño.
-        No voy a hacerte daño – aclaró, enseñándole el aparato redondo -. Te voy a poner esto en la barriga. No duele, pero está un poco frío.
Annie miró el aparato, y las imágenes pasaron por sus párpados fugazmente, nublándole la vista. Torturadores llevando cosas similares en las manos, aplicándolas sobre su cuerpo. Dolor. Su respiración aumentó.
-        Annie, te lo prometo – continuó la señora Everdeen -. No te va a hacer daño.
La mujer colocó el aparato en su estómago, cerca de la línea del pantalón que llevaba puesto, por debajo del obligo. Estaba frío, muy frío, congelado. Aguantó la respiración mientras la mujer observaba detenidamente la pantalla. En ese momento, llegó Prim, seguida de un hombre alto cuya nariz estaba tan roja que parecía pintada. Annie evitó reírse a tiempo.
-        Creo que puede ser – susurró la señora Everdeen, señalando la pantalla -, pero quería estar segura…
El médico asintió, desplazando unos centímetros el aparato.
-        No cabe duda.
-        ¿De qué? – dijo Annie, casi chillando, alarmada.
-        Annie…
-        Annie – interrumpió Prim con una sonrisa -, estás embarazada.
La palabra tardó en llegarle al cerebro. Embarazada. Pero no podía ser. Ella no podía… no podía ser madre. Se tocó la barriga, mirando a la pantalla. La señora Everdeen y Prim sonreían, mirándola como si fuese el nuevo juguete. Se encogió en la camilla.
-        Los dolores de estómago y las náuseas – añadió el médico, girándose hacia ella – se deben al estrés, no te preocupes. Aún es pronto.
-        Tres semanas – dijo Prim – como mucho.
Annie se miró el estómago. ¿Era posible que, ahí, dentro de ella, casi diminuto, estuviese creciendo una pequeña criatura, el hijo de Finnick Odair? Se acarició la zona bajo el ombligo, aún fría por el roce del aparato. Dentro de ella, estaba creciendo un bebé. Su bebé.
-        No se ve muy bien aún – se apresuró a añadir la mujer, girando el monitor hacia ella -, pero es esta manchita de aquí.
La chica clavó la mirada en la pantalla. Ahí, a unos pocos milímetros del dedo de la señora Everdeen, se distinguía una manchita oscura, no más grande que un guisante. Sonrió. Esa cosita, ese ser diminuto… Era su bebé. Sintió una lágrima deslizarse por su mejilla. Era el hijo de Finnick. Lo quiso de inmediato.
Le agradeció a Prim y a su madre todo el tiempo que le habían dedicado y salió corriendo. Estaba embarazada. Aún no podía creerlo. No podía imaginarse cuidando de otra persona cuando aún tenían que cuidarla a ella. Pero daría la vida por esa manchita, por esa cosita pequeña. No dejó de tocarse el estómago. Su bebé. El bebé de ambos.
-        ¡Jo!
Entró como un huracán en la habitación. Johanna estaba sentada en la cama, mirando la televisión apagada. Se giró para clavar en ella sus ojos castaños dilatados por la morflina y se irguió más, frunciendo el ceño.
-        ¿Ha pasad…
-        ¡Estoy embarazada! – gritó Annie, sentándose junto a ella.
Esperó. Aún no se lo creía. Johanna le miró la barriga y colocó una mano sobre ella, levantando la vista hacia sus ojos. Annie vio lo brillantes que estaban.
-        ¿Emba…
-        Sí – musitó Annie, más para sí misma que para ella.
Una lágrima diminuta se deslizó por la mejilla de Johanna, que sonreía a pesar de la pesadez que le provocaban las drogas. Annie se dejó abrazar, aún conmocionada. Ella, embarazada. De Finnick. ¿Cómo reaccionaría él cuando lo supiese? No podía esperar a darle la noticia. Annie sonrió. Aquella criatura le había devuelto la felicidad, incluso le había devuelto un poco la cordura. Ahora tenía que dejar de ser una chica y convertirse en una mujer. Por su hijo.
-        Es… - Johanna se separó de ella – es increíble, Ann. Ese bebé es…
-        Esperanza – terminó Annie, sonriendo.
Su hijo. El sol que vería un nuevo Panem. Se abrazó a sí misma. Daría lo que fuese porque Finnick hubiese estado allí con ella. Seguro que lloraría. La besaría, primero a ella y después a su barriga, tratando de llegar hasta el pequeño ser que crecía en su interior.
No le importaba si volvían al distrito 4 cuando todo acabase o tenían que ir a otro lugar. No le importaba si, tras tomar el Capitolio, tenían que quedarse allí a vivir. Solo quería un lugar en el que su hijo fuese feliz. Donde ellos fuesen felices. Donde podamos ser una familia.
En ese momento, Haymitch irrumpió en la habitación, pálido, y la televisión se encendió de repente.
-        ¿Qué...
Haymitch se sentó al borde de la cama, junto a ellas. Murmuraba algo para sí mismo, algo que ninguna de las dos lograba entender. Annie acarició su barriga mientras Johanna se aferraba a su mano, ambas mirando fijamente el sello de Panem que acababa de aparecer en la televisión.
Una mujer apareció en la pantalla, seguida de otros tres hombres que Annie había visto grabando en su boda. Boggs, el musculoso comandante. Gale Hawthorne, que había sido el primero en entrar en su celda. Entonces, salió una foto de Finnick, la misma foto que había visto por todo el distrito durante el Vasallaje. Annie miró a Haymitch sin entender, ignorando las fotos de Peeta y Katniss.
El Presidente Snow se adueñó de la pantalla. Tenía los dedos cruzados por encima de la mesa, con una sonrisa de insuficiencia grabada en unos labios gordos. Annie empezó a marearse.
-        Esta mañana – comenzó, frunciendo el ceño – la guerra a la que este amado país se enfrenta ha tomado un curso inesperado. Víctimas rebeldes han caído bajo las fuerzas de la Paz del Capitolio. A vosotros, a los miles de Agentes que os esforzáis por mantener la paz y la justicia, gracias. Gracias también por detener esta absurda rebelión que no ha hecho más que destrozar la unión de la nación, gracias por… quitarle al Sinsajo su voz.
-        No puede ser – murmuró Haymitch, con las manos delante de la boca.
No podía ser. Annie miró a la pantalla. Era el pelotón estrella. No había peligro real. ¡Finnick lo había dicho! No podía ser, no…
-        Sin esa voz – prosiguió el Presidente -, sin esa voz que solo chillaba, que solo alentó a un grupo desconcertado que se agarró a un puñado de bayas, el Sinsajo no cantará más. Ningún sinsajo. Y sin esos sinsajos, demasiado débiles como para confiar en una cara bonita y un par de trucos inútiles, jamás volarán tampoco. Hoy es el día en el que Panem recuperará la paz por la que luchamos. Hoy es el día en el que volveremos a ser uno.
Annie cayó al suelo, de rodillas. Finnick no podía haberse ido. No podía haberla dejado. Johanna se arrodilló junto a ella, tironeándole de los hombros.
-        No está muerto – susurró -. No lo está.
Annie sintió el pecho explotar, arder.
La imagen cambió. Esa vez era la Presidenta Coin la que hablaba, pero Annie no podía escucharla. Era Finnick el que hablaba en su oído: no será igual, somos el pelotón estrella, no hay peligro real…
-        No está muerto.
Annie levantó la vista hacia la televisión. La imagen de Katniss, solo su imagen, fue sustituida por el Presidente Snow, relajado. Annie sintió el aire escapársele de los pulmones.
-        Mañana por la mañana, cuando saquemos el cadáver de Katniss Everdeen de entre las cenizas, veremos quién es el Sinsajo en realidad: una chica muerta que no podía salvar a nadie, ni siquiera a sí misma.
La chica se llevó las manos al pecho. Dolía. Dolía como si…
-        Annie, mira.
La voz de  Haymitch le hizo levantar la vista. En la televisión, estaban emitiendo un reportaje sobre los rebeldes, los últimos momentos. Annie vio cómo un río negro se arrastraba hacia el pelotón, situado en un cruce lleno de sangre y humo. Finnic arrastraba a un hombre hacia una puerta, con la cara contraída en una mueca de esfuerzo. Gale disparaba a una red en la que se encontraba un cuerpo ensangrentado y, a los pocos segundos, la emisión se cortaba.
-        Están vivos – masculló Haymitch -. Tienen que estarlo.
-        Solo hemos visto morir a Boggs y al otro – gruñó Johanna -. El resto estaban corriendo hacia la casa cuando se ha cortado. Están vivos.
-        Tienen que estarlo.
Annie seguía sujetándose el pecho, aferrada a la esperanza. Se sentía en un huracán, balanceada de un lado a otro. Estaba agarrada a una tabla de madera, agarrada al hecho de que Finnick estaba arrastrando a un hombre hacia la casa. Vivo. Tenía que estar vivo.
Algo vibró en la muñeca de Haymitch, que se levantó de golpe y salió corriendo. Annie lo siguió, con Johanna, sin el gotero, a pesar de seguir con la vía clavada en el brazo, les pisaba los talones. La sala de Mandos era un caos. Plutarch daba voces, ordenando a unos y a otros vigilar las pantallas, que mostraban mapas del Capitolio. El hombre casi chocó con los tres.
-        Beetee ha estado rastreando los dispositivos de las cámaras de Cressida. Ha percibido una señal, pero es débil. Demasiado débil.
Algo se agitó en el pecho de Annie. La mano de Johanna apretó su muñeca.
-        Pueden estar bajo tierra.
Bajo tierra, pero vivos.
Estaban vivos.


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