sábado, 26 de enero de 2013

Capítulo 19. 'Destrucción'.

Finnick apretó las manos contra la piel del sillón blanco, pero ese fue el único movimiento que hizo. Caesar le miró, con los ojos llenos de lágrimas.
-      ¿Finnick? – susurró.
Finnick tragó saliva, pero sentía la garganta totalmente seca. Agarrotada. Volvió a intentarlo, pero había un nudo que no le dejaba hacer nada. Así que, cuando habló, con la legua áspera raspándole el paladar, intentó parecer el de siempre.
-      Tranquilo, Caesar. Estoy bien.
Pero todo lo que quería era llorar. Gritar. Golpear algo. Kit estaba muerto, no había podido salvarlo. Pero tenía que ser fuerte, por Annie.
La había visto escapar, meterse en el río, pasar bajo el agua más de lo que una persona normal podría. Y había salido minutos después, empapada, con la cara completamente desencajada, y se había arrastrado exhausta hacia una abertura en una raíz. Miró hacia la pantalla y la vio allí, acurrucada, envolviéndose las rodillas con los brazos. Sus ojos miraban sin ver.
Se preguntó cómo era ella de fuerte y si su fuerza sería suficiente para los dos.
-      Finnick, puedes marcharte – dijo Caesar, secándose las lágrimas.
Finnick se percató de que las cámaras habían sido apagadas. El equipo de televisión lo observaba afligido, algunos incluso llorando. Se sintió con ganas de estrangularlos a todos. En un par de horas, todos ellos habrían olvidado a Kit, habrían olvidado su desparpajo en la entrevista, su manera de morir. Sería otro nombre olvidado escrito con sangre en la historia de los juegos.
El chico se levantó y se encaminó hacia la azotea, con las manos en los bolsillos. Le escocían los ojos, pero no podía llorar, no debía llorar. Tenía que sacar a Annie de la Arena, y tenía que tener la cabeza fría para ello.
Fuera hacía viento. Finnick entrecerró los ojos mientras el aire revolvía sus cabellos cobrizos y se acercó al balcón, con paso firme, aunque se sentía capaz de caer en cualquier momento.
-      ¿Finnick?
El joven se giró y la vio allí, sentada en el suelo, con surcos sobre el maquillaje emborronándole los ojos y las mejillas. Tenía el pelo revuelto y la ropa arrugada.
-      ¿Johanna? – murmuró, con voz ronca.
Se acercó hacia ella y se puso de cuclillas, poniéndole un brazo en el hombro. La chica sollozó, y Finnick se rascó la nuca, incómodo. ¿Johanna Mason llorando? Algo había pasado. Algo grave para hacer que alguien como ella estuviese así.
-      Finnick… Lo ha matado – dijo, entre lágrimas -. Nell.
Snow. Siempre Snow. Finnick recordó cómo él le había amenazado, cómo había sugerido indirectamente que todos sus seres queridos irían cayendo si él se negaba a complacer al presidente. Y Johanna lo había hecho.
Esas eran las consecuencias.
Finnick abrazó a su amiga, aun sabiendo que un abrazo no era suficiente para que todo su dolor se esfumase. Pensó en Kit, en cómo se le había deshecho la sonrisa, y sintió ganas de vomitar. En su lugar, tragó la bilis que le subía por la garganta y, separándose de Johanna, golpeó con fuerza la pared, una, dos, tres veces, hasta que sus nudillos se abrieron y manó la sangre de ellos. Johanna abrió los ojos, sorprendida, pero no le pidió explicaciones.
Entre lágrimas, le contó cómo el cadáver de Nell había aparecido en una de las plantaciones dedicadas a las fábricas del distrito 7, con dos orificios bajo el ojo derecho. Los Agentes de la Paz que habían recogido el cuerpo lo habían atribuido a una picadura de serpiente, pero Johanna, al igual que Nell, sabía que no había serpientes en esa zona del distrito. Alguien había hecho eso con jeringas.
La mano de Finnick empezó a escocer a mitad del relato, pero el dolor le recordaba que tenía que ser fuerte, que no podía dejarse llevar por las emociones. Annie iba a ganar los juegos. No sabía cómo, pero iba a hacerlo.
Hacia la media tarde, Finnick ya había envuelto sus nudillos con su impecable chaqueta gris, ahora manchada de sangre, y había dejado que Johanna descansase en su hombro, aunque no había dejado de temblar.
-      Siento lo de tu chico – susurró entonces Johanna, casi sin voz.
-      Yo también – respondió Finnick, apretando los dedos de la mano herida. ‘No llores, no sientas’ -. Era un gran chico.
Johanna se apretó más contra él.
-      Quiero matarlo – dijo, con la voz mucho más firme.
Finnick la apartó con cuidado de él y la miró a los ojos, esos enormes ojos castaños que ahora desprendían frialdad. Y deseo de venganza.
-      Jo…
-      Y no va a impedírmelo nadie.
Johanna se levantó, se dio una bofetada en la cara y Finnick vio cómo cambiaba, como si se hubiese puesto una camiseta diferente. Los ojos, negros por el maquillaje emborronado, no parecían los de una chica miserable, si no que amenazaban. Sus dedos se crispaban a los costados, rígidos. La chica apretó los labios y se marchó de allí.
Finnick se apartó la chaqueta de la mano y la examinó con cuidado. Sabía que se había roto los nudillos, porque tenía la mano hinchada y empezaban a ponérsele morados los dedos. Se limpió la sangre y, envolviéndose la mano de nuevo con la chaqueta, bajó hasta el piso del distrito 4.
Radis, Yaden y Carrie estaban allí, sentados en el sillón, frente al televisor. Radis lloraba en una esquina, y Carrie abrazaba a Yaden. Finnick quiso pegarles también. Incluso a Carrie, aunque sabía que ella no olvidaría a Kit.
-      Finnick… - comenzó Radis, pero él la ignoró y se sentó en el otro extremo del sofá.
En ese momento, los profesionales estaban junto al enorme muro. La chica del distrito 2 jugaba con un cuchillo y el chico del 1 afilaba la punta de una lanza. Finnick sintió ira. ¿No tenían remordimientos siquiera? Él los había tenido. Sabía que habían sido educados así, pero los remordimientos son humanos. Y los niños no son niños sin ellos.
Aunque claro, puede que los profesionales nunca hubiesen sido niños.
Finnick se acarició los nudillos rotos con el pulgar, ignorando las punzadas de dolor. Si Annie se quedaba escondida, probablemente el resto de tributos se matasen entre ellos y ella pudiese salir viva de aquel infierno. Solo tenía que proporcionarle comida para seguir manteniéndose viva.
Entonces, algo le llamó la atención. El muro vibraba, como si le hubiesen proporcionado una descarga eléctrica. Al principio, pensó que se trataba de un nuevo terremoto, pero no tenía sentido. Los Vigilantes solo provocaban uno cada dos días, y apenas habían pasado unas horas desde el último. ¿Por qué vibraba el muro entonces?
Finnick observó cómo los profesionales empezaron a alejarse de él. Todos menos el chico del distrito 1, que había soltado la lanza y se acercaba a el cemento con cuidado.
-      ¡Eh, mirad! – gritó, sonriendo -. ¡Por aquí sale agua!
Los tributos soltaron un grito de alegría y se acercaron a la diminuta grieta por la que manaba un hilillo de agua.
Entonces, se oyó un crujido, y el muro se vino abajo.
Lo primero que Finnick vio fue cómo un enorme trozo de cemento caía sobre uno de los profesionales, aplastándolo. Ni siquiera supo a cuál, porque, de repente, una enorme ola entró en el estadio, como si el mar hubiese invadido la Arena. Destrozó árboles, incluso la Cornucopia, que se desprendió del suelo, fragmentándose en trocitos de metal. Finnick se levantó, como acto reflejo, y, sin escuchar los gritos, tanto de los presentadores como de sus compañeros, salió casi corriendo de la habitación.
Annie, Annie, Annie.
Ella estaba en un estado de shock.
Ella no podría salir de la Arena por sí misma.
Había un número muy alto de probabilidades de que muriese a causa de la ola, bien ahogada o bien atravesada por un trozo de metal, una rama o aplastada por un trozo de cemento.
Y Finnick no podía permitirse perder a Annie también.
Sabía dónde estaba la sede de los Vigilantes, el lugar de tortura donde planeaban sus juegos. Una chica se lo había contado en una de sus citas en el Capitolio. Llegó a la puerta, una superficie de metal oscuro en la cual únicamente se veía una pantallita azul con cuatro cuadrados y un teclado numérico. Finnick sabía incluso la contraseña, así que introdujo los números, 09042013, con dedos temblorosos y la puerta se abrió.
Caos. Eso fue lo primero en lo que pensó cuando vio lo que había dentro de esa sala. Era redonda, con los asientos dispuestos a modo de semicírculo en torno a una proyección de la Arena, donde se podía ver cómo la ola inundaba cada una de las partes. Apenas quedaba nada de la selva que había sido. Los Vigilantes tecleaban en las pantallas, llamándose a gritos. Unos corrían, con manojos de cables; otros, sencillamente, habían huido de la sala. El Vigilante Jefe estaba en una zona acordonada, con las manos sobre una mesa, mientras miraba desesperado la proyección. Finnick corrió hacia él.
-      ¡TÚ! – chilló. Llegó hasta él, saltando las cuerdas, y lo agarró por el cuello de la camisa -. ¡SÁCALA! ¡SÁCALA DE AHÍ!
-      ¿Qué hace usted aquí? – soltó el hombre, nervioso ante la ferocidad de Finnick.
-      ¡HE DICHO QUE LA SAQUES! ¡HAZ TODO LO POSIBLE POR SACAR A ANNIE DE AHÍ!
Finnick soltó al hombre y lo lanzó contra la mesa. Un ordenador cayó al suelo, haciéndose pedazos. Nadie pareció reparar en ello. El hombre llamó a alguien, pero Finnick volvió a cogerlo por el cuello de la camisa, estampándolo contra la superficie de la mesa. Sus nudillos habían dejado de doler.
-      Un aerodeslizador – pidió -. Busca un aerodeslizador y sácala de ahí.
-      Pero hay más tributos…
-      ¡ESTÁN TODOS MUERTOS! – estalló Finnick, golpeándolo.
-      Los Juegos…
-      ¡QUE LA SAQUES, YA!
Alguien cogió a Finnick de la camiseta y tiró de él hasta que soltó al Vigilante Jefe. Finnick se dio la vuelta y se encontró con un hombre alto, de hombros anchos, con una barba extrañamente cortada, que le miraba con intensos ojos azules. Llevaba una bata blanca, así que su cargo era, simplemente, ser Vigilante.  
-      Hay un aerodeslizador fuera – dijo, antes de que Finnick pudiera pegarle.
Finnick siguió al hombre, que corría por unas escaleras, saltándolas de dos en dos. Llegaron a una especie de hangar gigante, con al menos media docena de aerodeslizadores colocados en perfecta línea. Había un grupo de gente colocado junto a uno de ellos.
-      Suba – ordenó el hombre a Finnick, con la voz extrañamente suave.
Finnick ya había visto un aerodeslizador después de proclamarse campeón de los Juegos, pero siempre se sorprendía al ver que parecía una especie de hospital improvisado. Las habitaciones separadas por cristales, habitaciones llenas de material médico, incluso una habitación con una mesa llena de comida. Finnick se giró para ver cómo entraba el grupo y la puerta se cerró a su espalda. Dos segundos después, estaban en el aire.
Annie, Annie, Annie.
‘Por favor, aguanta’.
-      Esto es un desastre – dijo el hombre de la barba extraña, pasándose los dedos por el pelo negro.
-      ¿Qué ocurrirán si mueren todos? – preguntó una mujer con una bata. Una médica.
‘No, no, todos no. Annie, por favor, aguanta’.
-      Que moriremos todos – dijo un hombre anciano que toqueteaba los botones de una pantalla.
Finnick se pasó las manos por el pelo. Una mujer le ofreció una taza de líquido humeante, pero él la rechazó.
-      No es nuestra culpa – soltó el hombre de la barba.
-      No seas iluso, Crane. Somos nosotros quienes creamos la Arena. Lo que pase dentro de ella nos afecta a todos.
Crane tragó saliva.
-      Séneca, lamento esto – añadió la mujer de la bata -. Es tu primer año…
-      ¿Cuánto queda? – interrumpió Finnick, desesperado.
Todos le miraron, con los ojos desorbitados.
-      ¿Qué hace él aquí? – susurró el anciano. No era un reproche. Era más bien una muestra de admiración.
-      Solo hay dos tributos vivos en el estadio ahora mismo – dijo Séneca -. El chico del 5 y la chica del 4.
Todos asintieron, sin apartar los ojos de él, pero Finnick no tenía ni ganas ni fuerzas para ser el gran Finnick Odair. Todos sus pensamientos estaban puestos en sacar a Annie de la Arena.
-      Estamos llegando – susurró Séneca.
Otra persona se puso en pie al mismo tiempo que Finnick. Se trataba de una mujer, Amelia Ursgot, campeona de los Quincuagésimo Segundos Juegos del Hambre. Distrito 5. Era una mujer fuerte, con grandes hombros y rasgos masculinos, y, a pesar de no ser bella, era exótica. Sin embargo, nada de eso llamó la atención de Finnick.
Pasaban sobre la Arena destrozada. Finnick vio por qué se había inundado: tras el muro había habido una presa de agua, que servía para alimentar al río del estadio. Pero ya no había río.
Finnick observó las pantallas a su alrededor. Mostraban diferentes zonas de la Arena, o de lo que quedaba de ella. Finnick escudriñó cada hueco de cada imagen y, entonces, algo le llamó la atención. Un sonido.
Un cañón.
Se giró de inmediato, asustado, con el corazón martilleándole con fuerza en el pecho. Séneca Crane se giró, pero no le miraba a él.
-      Distrito 5.
Amelia Ursgot asintió y se marchó a una de las habitaciones sin decir nada. Probablemente, ya estaba acostumbrada a perder tributos en el estadio.
Finnick volvió a inclinarse hacia las pantallas y, de nuevo, vio algo.
Primero vio una mano que sobresalía del una ola furiosa, magullada y llena de heridas. Luego vio una capa de pelo castaño que rompía la superficie del agua y, justo después, el agua la levantó, y ella boqueó, pidiendo aire.
Annie.
Y viva.

2 comentarios:

  1. ME ENCANTA Es aksjdhfjsahfkja como siempre, no sé como puedes escribir tan bien, es increíble, nunca lo dejes por favor y espero que sigas sorprendiéndonos y haciéndonos felices con más capítulos :) GRACIAS

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Jo, muchísimas gracias, de verdad, a ti y a los que me leéis :)

      Eliminar