Finnick le había dicho que
volvían a casa, pero ella no podía recordar ningún lugar que pudiese reconocer
como ‘casa’. Para Annie, su destino era desconocido.
Miró a Finnick, que estaba
apoyado en el cristal de la ventana del tren que los transportaba. Su espalda
estaba tensa bajo la camisa blanca que llevaba, y no dejaba de pasarse la mano
por el cuello. Annie sabía que él hacía ese gesto cada vez que estaba nervioso,
y si ahora estaba nervioso, eso significaba que el lugar al que iban le preocupaba.
¿Debería preocuparle también a ella? Annie se estremeció.
-
Tranquila, Annie –
susurró Mags a su lado -. Es tu casa.
-
Pero yo no recuerdo
ninguna casa – respondió ella, enrollándose un mechón de pelo en torno al dedo.
Finnick se separó de la ventana
y se acuclilló junto a ella, con una media sonrisa, a pesar de que su ceño
estaba fruncido.
-
Cierra los ojos.
Annie se miró las manos
entrelazadas, con la piel suave, tanto que ni siquiera recordaba que esa fuese
su piel. La chica cerró los ojos y Finnick colocó una mano cálida sobre las
suyas. Al contrario que su propia piel, Annie recordaba perfectamente cuál era
el tacto de la piel de Finnick.
-
Abre la ventana,
Mags – ordenó él, con la voz suave.
Annie sintió cómo la mujer se
levantaba del sillón que estaba junto al suyo y se alejaba. Al momento, sintió
una brisa fría en la nuca y un nuevo estremecimiento le recorrió el cuerpo.
-
Inspira, Annie –
murmuró Finnick, apretándole las manos -. ¿Lo hueles? ¿Hueles la sal?
Annie inspiró con fuerza y se
detuvo un momento a analizar los olores. Percibía el olor a la colonia que le
habían dado en el Capitolio, un perfume dulzón con el que habían embadurnado
casi la totalidad de su cuerpo. Percibía también el olor del perfume de
Finnick, más tenue, porque a él no le gustaban. El olor de la comida que
procedía de las cocinas del tren. Y, muy tenuemente, un olor conocido,
familiar. Su mente se nubló por un momento, alejándola del tren, alejándola de
Finnick, y vio una inmensa superficie cristalina que reflejaba el cielo azul.
El mar, y una pequeña parte de arena blanca. Se vio a sí misma llevando uno de
los vestidos de Yaden que parecían hechos del mismo océano.
Su playa.
Sonrió. Ya recordaba cuál era
su hogar, su casa. Y, sin embargo, ¿por qué se sentía como si ya no
perteneciese allí? ¿Como si su hogar hubiese cambiado de sitio?
Abrió los ojos y vio a Finnick
mirándola con el rostro relajado. Y comprendió. Finnick se había convertido en
su guardián, en su ángel, en todo lo que ella necesitaba para sentirse segura.
¿No es eso un hogar, algo que te da seguridad, tranquilidad y cariño? Finnick
le daba todo eso. Él era su hogar.
-
¿Lo recuerdas,
Annie? – preguntó Finnick -. Es tu casa.
-
No – respondió ella,
con las mejillas encendidas -. Mi casa eres tú.
Algo de cristal se rompió
contra el suelo detrás de ellos, y Annie se giró, asustada. Mags estaba
agachada junto a una mujer de piel oscura, recogiendo del suelo los cristales
rotos de un vaso. Cuando la anciana levantó los ojos, Annie vio que un millón
de emociones cruzaban por ellos a toda velocidad, desde tristeza hasta emoción.
¿Qué habría visto Mags para ponerse así? Annie miró a Finnick, que se había
levantado con una media sonrisa. Él y Mags intercambiaron una mirada que para
Annie resultaba indescifrable y la mujer sonrió.
Mientras Annie observaba el
intercambio de miradas, las luces se apagaron por completo, y todo se sumió en
la más profunda oscuridad. Annie emitió un pequeño grito, asustada. ¿Habían
vuelto las sombras, con más fuerza que nunca? Finnick buscó su mano y se la
agarró, levantándola del asiento. Annie se pegó a su costado, agarrando su
camisa con fuerza.
-
Finnick… - comenzó,
pero él le apretó los dedos.
Annie sintió el aire frío dar
de lleno en su cara. El olor del mar la envolvió, y, por encima del rugido del
viento contra el tren, escuchó las olas.
Sintió más miedo y empezó a
temblar.
-
No pasa nada, Annie
– susurró Finnick junto a su oído -. Nadie va a hacerte daño.
Si Annie hubiese podido
fundirse con él, lo hubiera hecho para que él pudiera protegerla de la
oscuridad que la rodeaba, y de los recuerdos de olas que la arrastraban y…
sangre. Los temblores fueron en aumento, y Finnick se colocó tras ella,
abrazándola.
-
Está bien, Annie,
tranquila…
Entonces, la luz volvió.
Al principio, no vio nada,
salvo una blancura casi infinita. Entonces, tras unos instantes de ceguera,
Annie empezó a ver siluetas, y escuchó gritos. Sin embargo, no eran gritos de
dolor como los que siempre había escuchado, sino gritos de alegría, voces que
vitoreaban su nombre. Y no eran sombras.
-
Míralos – susurró
Finnick a su espalda.
Annie abrió mucho los ojos para
poder enfocar cada una de las caras que tenía delante. Ancianos, mujeres,
niños, pescadores. Y todos sonreían, con los puños en alto. Annie se fijó en un
niño moreno, al que le faltaban un par de dientes pero que seguía sonriendo,
feliz. El niño la señaló con una mano diminuta y empezó a gritar su nombre.
Annie sonrió. Era el motivo de la felicidad de ese niño. Sin saber por qué, sin
saber qué había hecho para serlo, pero ese niño era feliz gracias a ella.
Finnick se apartó, dejándola
sola frente a la ventana. Pero no tenía miedo, porque delante de ella había
felicidad. Entonces, unos hombres vestidos de blanco apartaron a la multitud y
enormes focos de luz impactaron de lleno contra sus ojos, cegándola. Annie
retrocedió, chocando contra el pecho de Finnick, que la envolvió con los
brazos.
-
Mags, ¿qué hacemos?
Finnick apartó a Annie de los
focos. La chica temblaba. Si la gente sonriente no podía hacerle daño, los que
portaban esa luz sí se lo habían hecho. Esos focos procedían del Capitolio, y
ella había sufrido en ese lugar. Eso sí lo recordaba.
-
Finnick, no dejes
que… - comenzó.
Finnick colocó a Annie en la
oscuridad, ocultándola tanto de la luz como de los gritos.
-
Malditas cámaras –
gruñó.
Mags cerró la ventana con
fuerza, y Finnick pudo soltar a Annie. Al mirar a través del cristal, ella pudo
ver los flashes de las cámaras, pero ya no los escuchaba. Ese cristal la
aislaba del exterior.
-
He hablado con el
conductor. El coche va a aparcar justo delante de la puerta, Finnick, tienes
que ser rápido.
-
Hecho.
Finnick cogió a Annie de la
mano otra vez y la arrastró hacia la parte delantera del tren. Annie intentaba
mantener su paso rápido, pero no pudo evitar chocar contra el marco de la
puerta, haciéndose daño en el hombro.
-
Au – se quejo.
Finnick se detuvo, girándose
para mirarla.
-
¿Estás bien?
-
Me he chocado –
respondió ella, frotándose la zona dolorida.
Finnick sonrió y, con un solo
movimiento, la cogió en brazos. Annie se agarró a su cuello, apoyándose contra
su pecho, una zona tan conocida como su playa. Parecía amoldarse perfectamente
a la forma en la que él se movía. Como si fuesen piezas de un puzle. Finnick se
colocó justo detrás de la puerta, con Annie apretada contra su pecho.
En cuanto las puertas se
abrieron, Finnick salió del tren como una bala, y Annie solo tuvo tiempo de
escuchar un par de flashes y sentir el roce de una mano sobre la piel desnuda
de su hombro antes de que Finnick se metiese con ella en un coche oscuro.
-
Rápido y eficaz –
sonrió Finnick mientras sentaba a Annie en el asiento.
Annie se acomodó junto a él, apoyándose
en su hombro. Cuando el coche arrancó, Annie se atrevió a asomarse por la
ventana, y volvió a ver al niño moreno. Estaba bajo el brazo de una mujer
anciana, y ambos sonreían, saludándola con las manos escuálidas.
Y, de repente, Annie volvió a
tener esa sensación, la sensación de que había algo que quería volver, que
quería regresar.
‘Annie’.
Annie apoyó la cabeza contra el
cristal frío y cerró los ojos. Tenía que dejarlo volver, fuese lo que fuese.
‘Vuelve’.
Ella misma tenía que volver.
Se giró hacia Finnick para
pedirle ayuda, pero entonces, el coche frenó, y vio al chico tendiendo una mano
hacia ella.
-
¿Vamos?
Annie frunció el ceño, pero le
tomó de la mano, esa mano cálida que era capaz de tratarla como si fuese tan
frágil como un fino cristal.
Finnick tiró suavemente de ella
hasta que ambos bajaron del coche. No había cámaras alrededor, ni gente, solo
el golpeteo de las olas a su alrededor y el olor a mar.
‘Annie, regresa’.
-
Finnick – llamó,
tirando de su mano. El chico se giró hacia ella con una sonrisa -. ¿Quién soy?
La sonrisa de Finnick se
desvaneció tan pronto como había salido, pero su rostro no se tornó triste,
sino serio. Finnick se giró, sin contestar, y tiró de ella hasta una casa
grande, con el marco de la puerta rodeado de conchas y la fachada pintada con
el color suave de la arena seca. Finnick se sacó una llave plateada del
bolsillo y la introdujo en una cerradura oscura. Cuando la puerta se abrió,
ambos se metieron dentro, y Finnick cerró la puerta a su espalda.
-
Esta es tu casa –
susurró.
Annie se giró hacia él. ‘Pero
tú eres mi casa’, quería decirle. Sin embargo, se soltó de su mano y recorrió
sola la inmensa casa, rozando con los dedos sus paredes azules. Llegó hasta una
amplia habitación, en la que una de las paredes era un inmenso ventanal que
ofrecía una perfecta vista del mar. Annie contempló la superficie azulada, en
calma, y sintió que la llamaba, como si estuviese atada al océano. Recordó cómo
tiraba de ella la ola que la arrastró en la Arena, cómo quería llevársela a las
profundidades, y se dejó caer al suelo, abrazándose con sus propios brazos.
Volvía a por ella.
Sin embargo, lo que tiraba de
ella ahora no eran esos hilos que querían ahogarla, sino algo más bueno, como
una red de finos hilos que la acunase en lugar de atraparla. La llamaba para
protegerla. Como Finnick.
Annie se tumbó en el suelo y
observó el movimiento de las olas, el suave choque de las mismas contra los
acantilados rocosos. Quería ir. Necesitaba
sentir el roce de la arena caliente bajo sus pies, o el beso del agua sobre
la piel. Quería saber si ese había sido verdaderamente su hogar.
-
¿Annie? – Finnick entró
en la habitación y se colocó tras ella -. ¿Estás bien?
Annie se giró y lo miró a los
ojos, tan brillantes, pacíficos y de un color tan similar al mar que se
preguntó si no estarían hechos de agua.
-
Quiero ir, Finnick –
respondió -. Quiero ir a mi playa.
-
Pero yo… yo no sé
dónde está, Annie.
Annie se sentó en la cama que
estaba en el centro de la habitación, con los ojos cerrados. ¿Cómo podría
regresar eso que tanto quería volver si ni siquiera sabía cómo llegar a lo más
sencillo, como era su hogar? Por lo menos, sabía su propio nombre. Sabía que se
llamaba Annie Cresta, pero desconocía quién había sido esa persona.
Annie cerró los ojos,
enterrando la cara en las manos. Finnick se sentó a su lado, colocando una mano
en su espalda.
Annie intentó recordar con
fuerza, rebuscando en todos sus recuerdos. Sin embargo, no podía recordar más
allá de la inmensa ola. Se estremeció y empezó a llorar, impotente.
-
Quiero… quiero
recordar – gimoteó.
Finnick la abrazó, acunándola
entre sus brazos como si fuera una niña pequeña.
-
No sé quién era, no
recuerdo… - Annie empezó a temblar con violencia, enterrando la cabeza entre su
pelo y el hombro de Finnick.
El muchacho la separó de su
cuerpo, mirándola a los ojos. Le dedicó una media sonrisa y empezó a quitarle
las horquillas del pelo, con delicadeza, deslizando los mechones entre sus
dedos.
-
Eres luz, Annie.
Annie le miró a los ojos. Ella
misma le había dicho a él que era luz, que era su luz, porque él mantenía a todas las sombras alejadas. Pero,
¿cómo iba a ser ella luz para él? Ella, que se sentía diminuta y apagada, cuya
mente era más oscuridad que recuerdos luminosos. Ella, que siempre estaba
rodeada de sombras.
-
No puedo llevarte a
tu playa, Annie – susurró Finnick, apartando la última horquilla -. Pero tú la
encontrarás. Puedes encontrarla.
Annie sonrió, cerrando los ojos.
Su playa. Su playa.
Pero ya no solo era suya. ‘Ahora
es nuestra’.
-
No.
Finnick se levantó de un salto,
mirando con furia los ojos del Presidente Snow. Éste permanecía quieto, sentado
en el mullido sofá de piel, con una media sonrisa en los labios.
-
No, ella no hará
nada de eso.
-
¿Está impidiéndome
que haga algo, señor Odair? ¿A mí?
Finnick volvió a sentarse,
resignado. Si Snow quería algo, lo conseguiría, y él nunca podría hacer nada.
Snow era quien llevaba los hilos.
-
En realidad, esto
no es de su incumbencia, señor Odair – prosiguió Snow -. Si lo comento con
usted, es por el apego que parece haberle cogido a la joven.
Finnick se irguió, tenso.
Conocía ese juego, pero era Snow quien ponía las reglas. Y Finnick sabía muy
bien qué clase de reglas serían esas. Si Snow sabía cuán importante era Annie
para Finnick, podría usarlo en su contra. Ella era la moneda de cambio de Snow.
‘Haz lo que te digo o todos los que quieres morirán’. Esa era la regla absoluta
del juego más peligroso del Presidente.
-
Sin embargo,
querido señor Odair, por extraño que pueda parecerle, me preocupo por el estado
de mis vencedores, y considero que la señorita Cresta no está en perfectas
condiciones. Está… defectuosa.
Finnick apretó los puños dentro
de los bolsillos del pantalón. Defectuosa. ¿Era esa la palabra que utilizaba el
Presidente para designar el estado mental en el que quedaban aquellos que no
podían soportar todo ese dolor, todos los recuerdos del infierno que habían
vivido? No, Annie no estaba defectuosa, porque algo defectuoso es algo que no
puede repararse, y Finnick tenía la esperanza de que él podía recuperar a
Annie. Annie no estaba defectuosa, estaba rota. Y lo roto, puede arreglarse.
-
Así que, ya ve,
señor Odair. No soy tan malvado.
Finnick forzó una media
sonrisa. Por supuesto que lo era.
-
Pero no debe
olvidar que la señorita Cresta, al igual que usted, es mía. Confío en una
recuperación lo más rápida posible.
A Finnick se le cayó el alma a
los pies. Después de todo, él lo conseguiría, no importaría el cómo ni las
consecuencias que eso supondría. No le importaría romper a Annie por todos lados,
como había hecho con él, si conseguía venderla.
Y Finnick no podría soportar
que se la tratase a ella como él era tratado.
El Presidente Snow se levantó
del sofá y extendió la mano con una sonrisa, estirando sus labios hinchados.
Finnick se levantó y, asqueado por dentro, le dedicó una sonrisa fingida y le
estrechó la mano.
-
Espero verle
pronto, señor Odair.
‘Una pena que yo no,
Presidente’.
El Presidente salió de la
habitación, dejando a Finnick solo y resignado. ¿Cómo podría salvar a Annie de
ese castigo? Ya era bastante que ella tuviese que lidiar consigo misma. No
podía permitir que la expusieran como un juguete.
Finnick se dirigió a la
habitación de Annie, pero solo encontró allí a los avox que limpiaban el
desastre que ella había provocado apenas una hora antes. El chico recordó que
ella estaría en su habitación, así que caminó hacia allí, temiendo
encontrársela en un estado peor. Se preguntó si sería siempre así, si siempre
que caminase para encontrarse con Annie lo haría con miedo: miedo a encontrársela
herida, a encontrársela loca, a ver cómo se destruía, miedo a ver cómo Snow se
la llevaba.
De repente, Finnick se dio
cuenta de algo de lo que hasta entonces nunca se había percatado: estaba
pensando en un futuro. Y en ese futuro, él seguía con ella.
Finnick apoyó la cabeza en la
madera de su puerta y suspiró. Cuando se ofreció para ser mentor, nunca pensó
que llegaría hasta ese punto casi obsesivo de cuidar a una persona. Ni siquiera
antes, cuando solo se preocupaba por sí mismo.
Cuando giró el pomo de la
puerta y entró, se sorprendió al ver que Annie no estaba sola. Mags estaba con
ella, sentada en el suelo con la espalda apoyada en la cama, mientras
acariciaba el pelo de Annie, que estaba dormida en su regazo. Finnick se agachó
a su lado.
-
¿Cómo estás? –
preguntó, recordando que la había dejado en mitad de la búsqueda de Annie
boqueando en el pasillo.
-
Bien, no te
preocupes por mí, Finn.
-
¿Y… y ella?
Mags miró a la muchacha con
ternura. Parecía tan tranquila…
-
He tenido que
ponerle una dosis de morflina. Había empezado a alucinar.
Finnick tragó saliva. ¿Iba a
estar Annie toda su vida ligada a los medicamentos, ligada a las drogas que la
mantenían tranquila?
-
Le importas,
Finnick.
Finnick miró a la mujer, con
los ojos muy abiertos, sorprendido. Mags nunca le mentiría y, además, nadie era
capaz de ver más allá de las personas como Mags. Si Mags había dicho que él le
importaba a Annie, tenía que ser cierto.
-
Se preocupa por ti
más que por sí misma – continuó -. Ella… ella estaba teniendo un ataque, algo la estaba persiguiendo, y, de
repente, le daba igual todo, solo quería irte a buscar…
Finnick sonrió con tristeza. Ya
eran dos, entonces.
-
Finnick… eso no es
bueno.
El chico se puso serio de
repente. ¿Por qué no iba a ser eso bueno? Eso significaba que Annie empezaba a
ver más allá de sus alucinaciones. Eso significaba que Annie podría llegar a
mejorar.
-
¿Por qué no es
bueno? – preguntó el chico.
-
Te miro a los ojos
ahora, Finn, y veo que no estás bien. Mírate.
-
Mags…
-
No, Finn. No puedes
preocuparte tanto por ella. Tu tarea ya ha acabado, déjala.
Finnick empezó a ponerse
furioso. ¿Cómo podría decir eso Mags, precisamente ella, que no le había
abandonado desde que fue su mentora? ¿Cómo podía ser tan hipócrita?
-
Tú no me dejaste –
gruñó Finnick -, y yo no voy a dejarla a ella.
Mags acarició una mejilla de
Annie con cariño. Finnick siempre la había visto como una madre, no solo con
él, sino con todo el mundo. Si bien era fría, con los niños era todo cariño.
-
Cuando saliste de
la Arena – comenzó Mags -, tan joven, tan pequeño… Eras prácticamente huérfano,
Finnick. Y con ese carisma, con esa cara… ¿quién no habría sentido la necesidad
de cuidar de ti?
Finnick agachó la cabeza. Lo
recordaba perfectamente. Cuando él fue enviado a la Arena, su padre tenía los
días contados debido a una enfermedad que ni siquiera el médico del distrito
había sido capaz de determinar. Sabía que, al salir del estadio, estaría solo.
Y, sin embargo, encontró a Mags, que se convirtió en toda su familia.
-
Yo… me impliqué
demasiado contigo – siguió Mags -, hasta el punto de que podría sacrificarme
por ti. Puedo sacrificarme por ti si
es necesario, Finnick. Lo haría.
Finnick miró a los ojos grises
de la mujer. Ella nunca le había dicho algo así. Finnick sabía que ella lo
quería, pero no hasta ese extremo. Era excesivo. ¿Sería él capaz de morir por
ella?
‘Desde luego. Porque eso es lo
que hace la familia’.
-
Y ahora tú estás
implicado de la misma manera con Annie – suspiró Mags -. Yo no quiero que te
hagan daño, ¿entiendes? Y esta chica, de una manera u otra, te lo está
haciendo. Veo cómo la cuidas y sé, sé que serías capaz de dar la vida por ella,
del mismo modo que yo daría la mía por ti. Y yo no puedo dejar que a ti te dañen.
Finnick se miró las manos. No
podía negarlo. Si le pidiesen que se cortase un dedo por Annie, él daría la
mano entera con tal de que a ella no le sucediese nada malo.
-
No la odio, Finnick
– aclaró Mags -. No puedo odiarla, porque sé cómo se siente. Pero me gustaría
que la dejases ir. Aunque sé que eso, para ti, conociéndote, es imposible.
No lo dijo con reproche, si no
como un hecho ya asentado. Mags sabía que él no sería capaz de abandonarla,
porque ella no había sido capaz de abandonarlo a él. Finnick se giró y abrazó a
su mentora, a su madre, escondiendo la cabeza en su menudo hombro. Tenía que
agradecerle toda la vida a esa mujer. Al fin y al cabo, había sido ella la que
lo había ayudado a salir de la Arena con vida.
-
Gracias, Mags –
susurró Finnick.
Mags se apartó, con una
sonrisa.
-
Puedo ayudarte –
dijo -. Puedo ayudarte a cuidarla.
-
¿Por qué?
-
Te he dicho que yo
sé por lo que está pasando.
-
¿Algún tributo que
salió así de la Arena?
Mags cerró los ojos, apretando
los labios en una fina línea. Ese era un gesto que la anciana repetía con
frecuencia y que Finnick había tomado.
-
Algo así – dijo,
finalmente.
Finnick asintió. Se acercó a
Annie y le rozó el cuello con las puntas de los dedos. Su piel era la piel más
suave que él había tocado nunca. Y podía asegurar haber tocado una gran
cantidad de pieles.
Recordó entonces la
conversación con el Presidente. Si Annie se recuperaba, él la reclamaría.
Finnick se pasó la mano por el pelo. Fuese cual fuese el resultado del paso del
tiempo, sería horrible, tanto para Annie como para él.
‘Sé que serías capaz de dar la
vida por ella, del mismo modo que yo daría la mía por ti’.
Finnick cogió a Annie en brazos
y la llevó hasta la cama. Mags lo ayudó a meterla bajo las sábanas y arroparla.
Finnick se sentó junto a ella, en el mismo sitio que ocupaba siempre, con sus
dedos enredados en los de Annie.
-
Me voy a descansar,
Finn – susurró Mags.
La mujer se acercó a él y
depositó un beso en su frente. Finnick sonrió. Esa era en realidad su familia.
La anciana mujer que le había dado la oportunidad de vivir y la chica que le
había demostrado cuánto pueden importar las personas.
Mags se dirigió a la puerta y
giró el pomo. Sin embargo, antes de salir, Mags se giró, con la cabeza gacha.
-
Fui yo, Finnick.
Fui yo quien… quien salió así de la Arena.
Finnick abrió la boca, sin
entender. Y, cuando hubo analizado todas y cada una de las palabras, lo
comprendió, sorprendido.
Mags había salido como Annie.
Se había vuelto loca al salir del estadio. Pero ahora estaba bien. Estaba
completamente cuerda. Y eso solo podía significar que había esperanza para
Annie.
Que estaría bien.
-
¿Annie?
Annie levantó la cabeza. Sentía
un frío glacial alrededor de su muñeca, allí donde aquel hombre la sujetaba.
Había hecho desaparecer a las sombras, como si todas ellas le temiesen, y había
notado su odio, pero se habían ido, y Annie sabía que ese hombre no era luz,
como Finnick era. Era algo mucho más peligroso que los rastros oscuros que la
perseguían.
-
Nuestra encantadora
vencedora se encuentra perfectamente, señor Odair – dijo el hombre.
Annie miró a Finnick, cuya cara
brillaba por el sudor. Él abrió los brazos y ella hizo ademán de correr hacia
él, pero el hombre la detuvo.
-
Por favor – imploró
Finnick. Annie empezó a llorar, desesperada por zafarse de ese hombre -. Por
favor, deje que se vaya.
El hombre clavó sus ojos en
Finnick, pero la soltó. Annie corrió hacia Finnick y se refugió en sus brazos,
donde sabía que encontraría un lugar que se ajustaría a ella. Finnick la
envolvió, acariciándole el pelo con ternura. Annie dejó caer la cabeza en su
pecho, consciente de la falta de tensión que originaba la desaparición de las
sombras.
-
Encantadora, sí –
murmuró el hombre -. Y muy guapa también. Deseable.
Finnick se puso tenso de
repente, y Annie se separó de él. ¿Habría visto también a las sombras? ¿Habrían
vuelto? Empezó a gemir en voz baja, asustada, y su cuerpo temblaba, como su aún
tuviese la mano de hielo de aquel hombre sobre su piel.
-
No.
-
¿Cómo? – inquirió
el hombre trajeado, acariciando el capullo de la rosa que llevaba en la
chaqueta.
-
Ella no hará eso –
añadió Finnick -. No puede. Ella solo…
Annie trató de calmarse. Las
sombras se habían ido, era motivo suficiente para sentirse calmada. Pero el
hombre le causaba mayor temor.
Algo encajó en su cerebro y empezó
a ver una tira de imágenes, una detrás de otra. Una plaza llena de niños, su
nombre. Un precioso vestido que parecía hecho de agua. Y le vio a él, con una
sonrisa fingida, asomado a un balcón. Las imágenes se sucedían rápidamente,
mareándola, y Annie tuvo que agarrarse a la camiseta de Finnick para no caer.
Todo a su alrededor giraba. Sabía, sentía en su interior que ese hombre, además
de miedo, le provocaba furia, una furia incontrolada. Se sintió una sombra más,
y quiso hacerle daño.
-
Por favor – continuaba
Finnick.
-
Crowd. Llévate a la
encantadora señorita Cresta a su habitación. El señor Odair y yo tenemos que
hablar.
Finnick sujetó a Annie con
fuerza contra su pecho, y ella se agarró a su camisa con más fuerza. Un hombre
calvo se acercó y tendió un brazo hacia ellos, pero Finnick no la soltó, sino
que la agarró con más fuerza. Annie no quería irse de su lado, no podía, porque
todo el mundo era oscuro menos él.
-
Deje que yo la
lleve, por favor – suplicó Finnick.
El hombre del pelo blanco se
pasó la mano por la barbilla y asintió.
-
Vuelva aquí en
veinte minutos, señor Odair.
-
Veinte minutos –
repitió Finnick.
Finnick cogió en brazos a Annie
y se la llevó de vuelta. Annie escondió la cara en su hombro, dejando que las
lágrimas empezasen a surgir. Las sombras iban a volver, volverían a por ella...
Finnick abrió una puerta y se
introdujo dentro con ella. Annie abrió los ojos y descubrió que no se
encontraba en su habitación, la misma en la que había atacado al hombre mudo
que había intentado tocarla. Finnick la depositó en la cama y se sentó a su
lado, acariciándole el pelo. Annie empezó a llorar.
-
¿Qué está mal,
Annie?
Annie tragó saliva y se
incorporó, agarrando la almohada entre los brazos.
-
¿Son las… las
sombras otra vez, Annie? – preguntó Finnick, apartándole las lágrimas de las
mejillas.
Annie asintió, pero no eran
solo las sombras. Era aquel hombre frío, aquel a quien incluso las sombras,
esos monstruos temían.
-
Annie, no dejaré
que él te toque – susurró Finnick, tocándole la rodilla.
Annie levantó la cabeza y le
miró. Tenía los ojos verdes, pero no un verde común. Era el verde azulado del
mar en calma, del cielo reflejado. Eran hermosos y únicos.
-
Ellos… - comenzó,
apartándose las lágrimas de la cara – Ellos están aquí, ¿verdad? – añadió,
apuntándose a la cabeza.
Finnick cogió su cara entre las
manos y apoyó la frente contra la suya. Sentía el calor que irradiaba su piel,
igual que el sol. Sentía su respiración agitada y su aliento en la piel. Y era
como una brisa suave, una brisa que la mecía como su estuviese en una barca en
el medio del mar.
-
Ellos están aquí –
continuó Annie, temblando -. Y son fuertes para hacerme da…
-
No – interrumpió Finnick
-. Sácalos, Annie. Sácalos de tu cabeza y ellos no serán lo suficientemente
fuertes.
Annie empezó a temblar con más
fuerza. Empezaba a escuchar los susurros de las sombras arrastrándose por las
paredes, salvo que ahora gritaban, gritaban de dolor, de furia, gritos por
todos lados. Annie se tapó los oídos y se pegó más a Finnick.
-
Gritan, Finnick.
Haz que se callen.
Finnick colocó las manos sobre
las suyas, sobre los oídos, amortiguando los gritos.
-
Páralos, por favor –
gimió Annie.
Finnick se apartó de ella.
Annie le gritó que volviese, que la protegiese de las sombras, pero él se
levantó de la cama. Cogió una silla y le rompió una de las patas. Annie dejó de
gritar y observó cómo él golpeaba con furia las paredes, los muebles. A su
alrededor, las sombras, asustadas, comenzaron a desaparecer. Annie empezó a
reír. ¡Él las había hecho desaparecer! No volverían, porque ya no era solo que
Finnick las mantuviese a raya, sino que ellas le temían a él casi tanto como al
hombre del pelo blanco. Finnick empezó a reír también, golpeando la habitación,
rompiendo vasijas de cristal y espejos, cuyos cristales se esparcieron por el
suelo. Annie lo observó, sin dejar de reírse, escuchando cada carcajada que
salía de su garganta. Era libre, estaba a salvo. Ellas no iban a tocarla o acercársele
nunca más, porque temían a Finnick.
El chico soltó la pata de la
silla en el suelo y se sentó de nuevo en la cama, con una sonrisa en el rostro.
-
¿Se han ido?
Annie sonrió. Ya no había
sombras, ya no había gritos. Todo estaba bien.
-
Se han ido –
respondió Annie, aún sorprendida.
Finnick se recostó junto a
ella, pasándole los dedos por la cara.
-
Tengo que irme –
susurró Finnick.
Annie deslizó un dedo por su
mejilla.
-
No me dejes sola.
Finnick se acercó a Annie y le
besó la frente. Ella cerró los ojos y se vio en su playa, con el sonido del
agua a su alrededor. Quiso volver, tumbarse en la arena, con el sol sobre ella
y el mar rozándole los dedos de los pies. Finnick se levantó y salió de la
habitación, dedicándole una sonrisa antes de que la puerta se cerrase.
Annie se quedó sola, mirando al
techo. Tenía miedo de que las sombras volviesen a aparecer, pero ellas no lo
harían, estaba casi segura. Temía más a lo que el hombre de la rosa pudiese
hacerle a Finnick. Nadie, absolutamente nadie, podía hacerle daño.
Annie cerró los ojos y, por
primera vez, sintió que estaba relajada, y que una parte de ella que desconocía
ansiaba regresar, pero no sabía qué era esa parte. Como un recuerdo, un
recuerdo que buscaba salir a flote. No sabía quién había sido antes, qué clase
de persona. No recordaba nada.
‘Annie’.
Annie abrió los ojos. Finnick
se había marchado y la habitación estaba completamente vacía. Pero alguien
había hablado, estaba segura.
‘Annie’.
Annie se levantó de la cama y
se dirigió al baño de la habitación. El espejo le devolvió su propia imagen,
una chica delgada, con la piel blanca y pálida, los ojos verdes rodeados de
ojeras y el pelo castaño revuelto.
‘Annie, vuelve’.
La muchacha se tapó los oídos y
se dejó caer junto al espejo. ¿Quién quería que volviese? ¿Qué era exactamente
lo que tenía que volver?
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No sé – susurró,
escondiendo la cabeza entre las rodillas.
Alguien le puso una mano sobre
el hombro, sobresaltándola. Annie dio un grito y se apartó, golpeándose en la
parte trasera de la cabeza con la pared. Todo empezó a dar vueltas y sintió
cómo se formaba una nube de niebla ante sus ojos.
-
Tranquila, soy yo.
Soy Mags.
Annie se frotó los ojos para
apartar la neblina. Le dolía la cabeza intensamente allí donde se había
golpeado.
La mujer se acercó a ella con
cautela. Annie no sabía mucho de ella, pero si Finnick confiaba en la anciana,
ella también podía hacerlo. Finnick nunca la dejaría al cuidado de alguien en
quien él no confiase.
-
¿Estás bien, Annie?
– susurró la mujer, acuclillándose junto a ella.
Annie la miró, preguntándose
qué habría hecho por Finnick. Para él, Mags era como su madre. ¿Qué
significaría él para ella? Annie agachó la cabeza, esquivando su mirada. Mags
era tan absolutamente fría… ¿Cómo podía sentir algo por alguien? Era como si
fuese un trozo de piedra.
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¿Annie? ¿Dónde está
Finnick?
Annie se irguió ante la mención
de Finnick. Había en el tono de voz de Mags un deje de preocupación, y eso era
suficiente para que Annie supiese que Finnick le importaba.
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Él… se ha ido.
-
¿Dónde? – preguntó Mags.
Parecía alterada.
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El hombre… El que
todos temen… Él le dijo…
-
¿Snow?
Snow.
Annie se vio en una plaza llena
de niños. Todo a su alrededor estaba en el más absoluto silencio. A su lado
había una chica con trenzas oscuras que temblaba como si tuviera frío, pero
hacía mucho sol. De repente, una mujer sacó un papel de una urna y, acercándose
al micrófono, leyó el nombre en voz alta.
‘¡Annie Cresta!’.
Annie empezó a temblar.
Todo era culpa de Snow. Los
Juegos, la Arena. Kit. Lo vio todo con claridad en su mente, como si alguien
las hubiese impulsado allí de repente. Lo recordó todo.
La muchacha se agarró el pecho.
No podía respirar. La rabia, el odio, el miedo y os recuerdos la consumían. Sentía
a Mags gritar a su lado, pero no podía oír qué decía. Quería matar a Snow.
Quería hacerle pagar.
Las lenguas de agua empezaron a
ascender por sus extremidades hasta llegar a su pecho, donde apretaron sus
pulmones con fuerza. Su piel estaba húmeda, y escuchó la ola venir a por ella.
Volvía a estar en la Arena, Kit muerto, y Finnick estaba en peligro junto a
Snow. Toda su calma se había resquebrajado como un fino cristal. Mags se
levantó y salió corriendo del baño. Annie le gritó que buscase a Finnick, que
lo alejase de Snow, pero ni siquiera podía oírse a sí misma. El sonido de la
ola lo amortiguaba todo.
Annie se arrastró por el suelo,
tirando de los brazos líquidos de agua que la sujetaban. Ellos querían que ella
se mantuviese débil, que se dejase llevar por ellos, pero ella debía salvar a Finnick. Y Snow iba a
hacerle daño, porque eso es lo que él hacía. Herir y herir, matar.
Justo cuando Annie consiguió
salir del baño, con las rodillas llenas de rozaduras, Mags entró en la
habitación de nuevo, con una jeringuilla en la mano. Annie sabía lo que las
jeringuillas le hacían, sabía que Mags pretendía dormirla, y no podría salvar a
Finnick de Snow si estaba dormida.
Mags se agachó junto a ella y
le apartó el pelo del cuello. Annie arañó a la mujer, tiró de su ropa hasta
rasgársela, pero, cuando sintió el pinchazo en el cuello, supo que todo estaba
perdido, y se sintió traicionada por Mags.
-
Annie – susurró la
mujer -. Annie, él va a volver.
-
No, Snow va a
hacerle daño, mucho daño…
-
Annie, él pasaría
por encima de un millón de Snows solo para protegerte.
Annie clavó sus ojos en los de
Mags y vio que, debajo de esa determinación y frialdad, no solo había
preocupación, sino también pena. ¿De quién? ¿Por qué?
-
Le importas, Annie –
continuó Mags.
Annie empezó a sentir la
pesadez del narcótico sobre su cuerpo. El dolor se alejó, y las manos de agua
la soltaron. Annie se acurrucó junto a las rodillas de Mags y ésta comenzó a
acariciarle el pelo. Cuando sintió que se quedaba dormida, un solo pensamiento
afloró en su mente. Uno solo, pequeño y, a la vez, tan fuerte, cierto e
importante.
‘Le importo’.