sábado, 2 de noviembre de 2013

Capítulo 63. 'Gente pequeña'.

Hacía frío.
Annie apenas recordaba la última vez que había tenido que ponerse chaqueta abrigada en el distrito 4, en el que casi siempre brillaba un sol deslumbrante y caluroso. Quizá nunca lo había hecho, o quizá ni siquiera se acordaba. Se subió la cremallera hasta arriba y, metiendo la nariz en el amplio cuello de la chaqueta, trató de pasar desapercibida. A su lado, Dexter miraba despreocupado el puño de su gastada chaqueta oscura. Annie le había instado a ponerse una de Finnick, pero el médico se había negado educadamente, usando la suya propia. Annie en el fondo se lo agradecía. Haber tenido el olor de Finnick en el cuerpo de alguien que no era él y recordar todo lo que podría pasar si… Era algo en lo que prefería no pensar.
Era día de recogida. Los Agentes de la Paz llegarían en breves para recoger todo lo que el distrito había acumulado durante el mes, y, si no todo, al menos tres cuartas partes. Sin embargo, normalmente el Capitolio dejaba pasar ciertas ‘bajas’ en la producción, que no eran más que pequeñas partes de pescado o marisco que el propio distrito guardaba para sí. Ventajas de ser uno de los distritos favoritos del Capitolio.
Annie se acercó a un puesto de marisco. El dependiente, un hombre fornido con una cabeza calva que brillaba como si se la hubiese encerado, apilaba cestas y cestas llenas de marisco frente a la puerta, con el ceño fruncido por el esfuerzo. Cuando reparó en la mirada curiosa de la chica, hizo un gesto con la mano, invitándola a marcharse, mientras añadía:
-      No están en venta niña, lárgate.
Annie asintió y regresó junto a Dexter. Con el pelo rizado y revuelto, la piel bronceada y la chaqueta de cuero viejo, cualquiera hubiese podido confundirlo con un habitante del distrito. Sin embargo, sus costumbres seguían delatándolo: era demasiado educado con todo el mundo, los trataba como a desconocidos y no como gente que veía todos los días, y no se esforzaba por ocultar su acento del Capitolio.
-      ¿Pasa algo? – preguntó el hombre, cogiéndole el brazo.
Annie se colgó de él, negando con la cabeza. Anduvieron por las calles principales, ojeando los puestos por encima, hasta llegar a la plaza central. El escenario de la cosecha había sido sustituido por dos gigantescas pantallas que estaban en constante retransmisión. Si bien unas veces no hacían más que poner estadísticas y publicidad, por las tardes se llenaban de imágenes sobre los tributos y sus peleas más sangrientas. Annie no había visto ninguna imagen de Finnick en sus anteriores Juegos aún, pero sí había visto a una joven Johanna Mason avanzar hacia un chico corpulento y moribundo con un hacha en la mano, dispuesta a partirle en dos la cabeza. Annie no había podido seguir mirando.
En ese momento, las pantallas retransmitían simples pujas sobre el ganador del Vasallaje. De alguna manera u otra, Finnick se encontraba entre los tres primeros, con Brutus y, sorprendentemente, Katniss Everdeen, que probablemente fuese el tributo más joven de los Juegos. Annie frunció el ceño, pero no hizo ningún comentario.
-      Y yo que creo – comentó Dexter – acercándose al oído de Annie – que Johanna Mason debería estar en lugar de Katniss Everdeen.
Annie asintió, tirando de su amigo para salir de la plaza. Sin embargo, justo cuando se encontraban en la entrada de una de las calles que servían de salida, los camiones de los Agentes empezaron a llegar.
El distrito entero se sumió en un silencio tan profundo que, si alguien se hubiese atrevido a respirar un poco más fuerte, se habría oído. Todo el mundo estaba inmóvil, frente a sus puestos de trabajo, con la mercancía ya colocada y lista. Los agentes bajaron del camión. Annie contó cincuenta. Se colocaron en fila frente a las pantallas y comenzaron a dividirse en grupos de cinco para transportar la mercancía. Annie se quedó observando los rostros de los pescaderos, que trataban de ocultar su rabia bajo máscaras de seriedad. Todo un mes trabajando casi sin descanso para conseguir menos del diez por ciento de lo que habían recogido. Annie podía entender su enfado.
De repente, a su derecha, un niño comenzó a llorar. La chica giró la cabeza solo para ver cómo un agente le arrancaba una cesta de pescado de las manos a una criatura de apenas ocho años, escuálido y con la carita manchada por las lágrimas, que se aferraba a las asas de la cesta como si se le fuese la vida en ello. El niño tiró con más fuerza y la cesta se desgarró, cayendo todos los peces al suelo.
-      ¡Pero qué has hecho! – rugió el agente, soltando la mitad de la cesta rota.
El niño se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Annie comenzó a acercarse hacia el puesto, ignorando la insistente mano de Dexter, que no dejaba de tirar de ella.
-      Ann… - susurró el médico.
Annie llegó cuando el agente empezaba a sacar una porra de su cinturón. El grupo de agentes seguían llevando las cestas de pescado al camión, ignorando la escena, sorprendentemente al igual que el distrito. Nadie intercedía. Ni siquiera los padres del niño cuando lo golpearon por primera vez. Ni siquiera su hermano mayor, que miraba la escena con lágrimas en los ojos cuando lo golpearon por segunda vez.
Los gritos de dolor del niño taladraban los oídos de Annie. Cuando la porra le partió el labio, dejándolo tirado y encogido en el suelo, Annie se giró hacia Dexter, tratando de no llorar de impotencia.
-      ¿Es que nadie va a hacer nada?
Dexter se mordió el labio, haciendo ademán de marcharse. Pero Annie no podía hacerlo, no podía concebir dejar a ese niño solo sin la protección de su familia. Entonces, bajándose la cremallera de la chaqueta para que todos pudiesen verle la cara, se puso entre la porra y el chico, mirando al agente y aparentando más valentía y seguridad de las que sentía.
-      Ya basta.
El agente la miró con los ojos desorbitados por la rabia, sin bajar la porra.
-      ¿Quién eres tú para frenarme? – preguntó, entre dientes.
Annie tragó saliva, tratando de pronunciar su nombre con la mayor claridad posible, pero el agente no esperó. Levantó la porra, dispuesto a pegarla, pero un brazo de interpuso entre ellos.
Primero, se escuchó un grito de dolor. Un grito tan desgarrador que Annie pensó que había salido de sus propios pulmones. Y después, cuando abrió los ojos, descubrió a Dexter delante de ella, pálido, sujetándose el brazo con la otra mano.
-      Ella es Annie Cresta – dijo, con esfuerzo -, y no vas a tocarle un pelo.
El agente pareció ver a la chica por primera vez. Abrió mucho los ojos, con la boca entreabierta, pero ni siquiera le dio tiempo a reaccionar.
Lo que pasó a continuación fue tan rápido y tan bien organizado que parecía que hubiese sido planeado con anterioridad. El distrito entero se abalanzó sobre los Agentes de la Paz, arrancándoles las cestas de las manos y golpeándoles allí donde podían. Annie vio correr a algunos hacia los camiones completamente ilesos, pero el resto tenía la ropa desgarrada y la piel amoratada o ensangrentada en los peores casos. Los camiones comenzaron a salir de la plaza, entre los vítores de los habitantes, que los golpeaban a medida que avanzaban entre la multitud. Annie se levantó y corrió hacia Dexter, que se había sentado en el suelo, blanco como la tiza.
-      Dex.
El médico hizo una mueca de dolor cuando Annie le tocó el cuello.
-      No tenías que haberlo hecho – maldijo, apartándole un rizo de la frente -. No debías haberlo hecho.
-      Se lo prometí – susurró el hombre -. Se lo prometí.
Annie sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas, que se apartó con el pulgar. Dexter apretaba la mandíbula, intentando fingir que el brazo no le dolía, pero Annie sabía perfectamente que estaba roto. Había escuchado el crujido del hueso al fracturarse.
-      Necesitas que te vea un médico – añadió.
Dexter asintió, levantándose con cuidado. Sin embargo, el dolor comenzaba a marearlo, y el hombre tuvo que apoyarse en Annie para no caer al suelo. La chica lo sujetó, pero era demasiado pesado para ella, y no llegarían muy lejos si tenía que arrastrarlo.
En ese momento, sintió una mano en su espalda.
-      Tranquila, el médico ya está viniendo.
La chica ni siquiera supo quién le estaba hablando, porque en ese momento, un anciano se agachó junto a Dexter y, separándole el brazo con cuidado, comenzó a examinárselo. Dexter se mordió el puño para no gritar de dolor cuando el médico le hizo girar la muñeca. Ni siquiera le hizo un diagnóstico seguro, sino que comenzó a enrollar una venda alrededor de su brazo.
Annie observaba al médico trabajar, con una mano aún colocada sobre la rodilla de su amigo. Dexter respiraba con fuerza, y Annie podía entenderlo. En el Capitolio, si te rompías un brazo, tenías un grupo de médicos en tu casa que podían dejártelo como nuevo en un par de horas. Sin embargo, en los distritos, la medicina no estaba tan avanzada, y probablemente tuviese que estar bastante tiempo con el hueso roto. No era algo a lo que Dex pudiese acostumbrarse tan rápidamente.
El médico se levantó y entró en la pescadería, probablemente para curar al niño. Annie ayudó a Dexter a levantarse.
-      ¿Estás bien? – preguntó la chica, poniéndose frente a él para asegurarse de que no se caía.
-      Una venda no me hará nada – masculló, aún con los dientes apretados -. Necesito, como poco, una escayola.
Annie frunció el ceño, preguntándose qué sería una escayola, pero asintió. Podría pedírsela a Margaret, la abuela de Kit, para que la comprase.
Caminaron hasta la Aldea despacio, parándose a descansar. Annie trataba de ignorar los gemidos de dolor de Dexter, pero sabía cuánto estaba sufriendo. Él nunca había sentido un dolor físico tan grande y durante tanto tiempo.
Cuando llegaron a casa, ya era prácticamente de noche. Dexter se tumbó en el sofá, con el brazo extendido. Annie se agachó junto a su cabeza, apartándole el pelo sudoroso de la frente.
-      ¿Qué es una escayola? – preguntó.
Dexter comenzó a reír, evitando hacer muecas de dolor. Annie arrugó la nariz.
-      Solo dile a Margaret que necesito una. Y tráeme un vaso de agua, por favor.
Annie hizo lo que Dexter le había pedido, y Margaret apenas tardó cinco minutos en salir por la puerta. Annie se agachó de nuevo junto a su amigo, mientras este echaba una pastilla en el vaso de agua antes de bebérselo.
-      ¿Qué es eso? – preguntó Annie, señalando al líquido, blanquecino por la pastilla disuelta.
-      Un calmante – respondió Dexter -. Siempre llevaba uno para Mags. Reducirá el dolor.
Annie vio a su amigo cerrar los ojos, apretando de nuevo la mandíbula. Le acarició el pelo con el cariño de una madre o el de una hermana, y trató de que su voz no temblase cuando empezó a hablar.
-      Gracias – susurró.
Dexter abrió un ojo.
-      No las quiero.
-      Pero yo quiero dártelas.
-      Tengo que protegerte, Annie. Se lo prometí a Finnick. Y lo hubiese hecho incluso aunque no se lo hubiese prometido. Porque no pueden hacerte daño.
Annie tragó saliva y lo abrazó, pestañeando para eliminar las lágrimas de sus ojos.
-      Siento que te hayan hecho daño – dijo, con los labios rozando el cuello de la camisa del hombre.
Dexter le puso una mano en la nuca y asintió.
-      No te preocupes, no es tu culpa.
La chica difería en esa afirmación, pero prefirió callarse. Dexter discutiría con ella hasta que aceptase que no tenía razón.
Se quedaron abrazados un largo rato. Estaba bien tener un amigo que la protegiese. De hecho, Annie sabía lo mucho que le debía. Más que por haberse roto el brazo. Más que por haber estado siempre disponible para escucharla. Annie le debía su cordura, o lo que quedaba de ella. Y eso era algo que nunca podría pagarle, ni con todo el dinero del mundo, porque eso no sería suficiente.
-      Deberías irte a dormir –propuso el hombre, girando la cabeza.
Annie se apartó de su amigo.
-      ¿Estás seguro?
Dexter sonrió, poniéndole una mano en un lado de la cara.
-      Completamente. Margaret vendrá en nada y podré curarme como dios manda. Y tú debes irte a dormir.
Annie arrugó la nariz, pero asintió. Se inclinó para darle un beso a Dexter en la frente y un último abrazo antes de subir a la cama.
Ya arriba, tapada hasta las orejas, comenzó a pensar. Era un juego tedioso al que se había acostumbrado desde que Finnick se había ido, hacía menos de una semana, pero lo hacía casi involuntariamente cada noche. Y siempre empezaba de la misma forma.

¿Qué ha pasado hoy que
haga que merezca la pena seguir adelante?

Al principio, solo había buscado detalles sin importancia, detalles que apuntaba en su ya casi lleno cuaderno blanco: las escamas de uno de los peces que Finnick le había regalado; un café que Margaret había hecho con extra de azúcar, solo para ella; una planta que había comenzado a crecer en el jardín. Sin embargo, cada día buscaba algo más, algo que le hiciese creer que ella podía hacer cosas. Y nunca había encontrado nada.
Hasta hoy.
Porque había presenciado una revolución. Había visto que incluso la gente más pequeña puede hacer grandes cosas. Había visto que, si todos se unían, eran más fuertes que el Capitolio. Solo tenían que seguir intentándolo.

 
 
 

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