viernes, 2 de mayo de 2014

Capítulo 89. 'Morflina'.

Empezó a comer. Dormir regularmente con la ayuda de la morflina. Hablar con el resto sin sentir que sus oídos se taponaban. Sentir, de nuevo, y quizá fue esa la parte más dura.
La primera semana, Annie no se había dado cuenta de la vida a su alrededor. Pero cuando había visto a Snow muerto sobre los adoquines de la plaza por la televisión, había sentido alivio y no creía que fuese cruel por desear su muerte, la de otro ser humano, porque Snow no era más que una serpiente. Y, con el alivio, habían llegado el resto de emociones.
Plutarch había contratado un psiquiatra especial para ella. Era un hombre llamado Marfil, del 13. Serio, encorvado y con una calva en mitad de la cabellera oscura. El hombre se limitaba a decirle que cerrase los ojos y tratase de encerrar el pasado en una caja. Por su parte, lo que Annie hacía en esas sesiones era dormir.
Ningún médico podría superar a Dexter, a su amigo, al hombre que la había cuidado cuando Finnick faltaba. Qué ironía que ahora faltasen los dos. Annie trataba de pensar en nuevos poemas, pero los versos no acudían a su cabeza, como si esa parte que tanto le gustaba a Dexter se hubiese esfumado. Y con ella, toda posibilidad de recuperarse.
Su médico le había hablado de las etapas del luto, pero Annie estaba segura de que ella las había pasado todas al mismo tiempo. La rabia, la negación, el dolor… Annie se había sumado al grupo de personas que habían sobrevivido a la vida en lugar de a la guerra, y era mucho peor.
Los días pasaban. Cuando la morflina dejaba de hacer efectos en sus sueños blancos, llegaban las pesadillas, en las que siempre abrazaba una caja de madera que no podía abrir. Siempre sabía que Finnick estaba ahí dentro, frío al tacto, y que no podrían darle un entierro digno. Que seguiría en esa caja. Despertaba gritando. Se levantaba siempre con una mano en la barriga, tratando de llegar hasta la criatura que crecía ahí dentro. Más de una vez se había imaginando dándolo a alguna casa de huérfanos. Quizá le asignasen una familia en la que pudiese ser feliz, con un padre vivo y una madre sana. Se obligaba a sí misma a dejar de pensar y seguir sobreviviendo. Comía con Johanna. Hablaba con Peeta. Apoyaba el oído en la puerta de la habitación de Katniss, escuchándola cantar. Y regresaba a la cama, dejando que Haymitch le pusiese la vía de morflina en el brazo, la suficiente para poder pasar el resto de la noche, aunque iban reduciendo la dosis cada día más.
Sin embargo, el día que despertó y no vio el gotero a su lado, todo empezó a derrumbarse. Johanna parecía delgada y mustia, Peeta apenas podía hablar, y el Sinsajo no cantó al otro lado de la puerta. Desolada, Annie esperó sentada en el suelo, acariciándose la barriga mientras esperaba a Haymitch. Pero Haymitch tampoco llegó esa noche.
Caminó como un zombie hasta su habitación y se dejó caer sobre la cama. Sabía que, si la vencía el sueño, las pesadillas serían demasiado horribles para soportarlas. No estaba preparada para ver una versión extendida de las que había sufrido cada mañana antes de abrir los ojos. No estaba preparada para enfrentarse a las noches sin la droga que la mantenía en sus sueños blancos. Se giró, haciendo espirales en su estómago. Llevaba varias semanas en el Capitolio. Cerró los ojos y se imaginó en su playa, con el agua golpeando las rocas y un niño corriendo por la orilla de la mano de Finnick. Su hijo, ese bebé que ya había empezado a querer y al que no podría cuidar. Y Finnick, que jamás volvería a ver esa playa y que jamás vería a su hijo.
Una mano escamosa pareció rasgar la imagen y abrió los ojos, asustada. Johanna estaba frente a ella, con los ojos castaños llenos de preocupación.
-        Volvemos a casa – dijo, acariciándole la mejilla.
Annie se irguió, colocando las manos a ambos lados del cuerpo.
-        ¿A casa?
-        Al 4. No me queda nada en el 7.
Annie le cogió la mano. Johanna estaría con ella. Se cuidarían. Se necesitaban tanto como Finnick las había necesitado a ambas.
-        ¿Hay algo que quieras llevarte? – inquirió Johanna, frotándose la nuca.
La chica miró a su alrededor. No tenía nada realmente suyo en aquella habitación. Sin embargo, sabía dónde había cosas que quería conservar…
-        Espérame.
Johanna asintió, tumbándose. Annie salió de la habitación y atravesó el palacio presidencial hacia una habitación que había visitado antes, días atrás. Era la sala a la que habían llevado todo lo que habían podido recuperar de los caídos en la guerra y lo que habían podido llevarse del 13.
Annie esperó frente a la puerta, inspirando hondo. De repente, escuchó una voz a su derecha.
-        Annie.
Peeta caminaba cojeando hacia ella, con el brazo aún vendado. Parecía ser el Peeta que había visto en los Juegos del Hambre, el Peeta carismático que había enamorado al país, en lugar del loco que había creado el Capitolio. Pero nunca volvería a ser ese Peeta, solo una extraña versión de él, igual que ella era una versión de la que había sido, o aquella persona era una versión de lo que era ahora. Forzó una media sonrisa.
-        ¿También te vas? – dijo, abriendo la puerta.
Annie asintió, entrando tras él. Peeta recorría los pasillos y pasillos de cajas, mirando los nombres escritos en ellas. Annie lo siguió, incapaz de enfrentarse a la caja que tenía su nombre y apellido. Peeta se paró frente a una de ellas y la sacó del montón. No ponía Mellark. Ponía Everdeen. El chico empezó a sacar cosas, pequeñas baratijas que Katniss había usado. Annie se giró, dándole privacidad y comenzó a caminar. Tampoco ella buscaba una caja con Cresta escrito en ella.
Extrajo la caja del montón. Pesaba. Abrió las solapas, cerrando los ojos. Tenía que hacerlo. No podía irse de allí y dejarlo todo, todos los recuerdos que le habían quedado. Tumbó la caja en el suelo y se arrodilló junto a ella.
Sacó un tridente. No el tridente sofisticado que Beetee había fabricado para él, sino uno sencillo, de metal oscuro, como el que había utilizado siempre. Sacó la red dorada que había servido de arco en su boda. Sacó el precioso vestido verde que Katniss le había prestado y la chaqueta del de Finnick. Un papel doblado y desgastado que contenía el poema que había escrito para él antes del Vasallaje. Y, finalmente, sacó una pequeña tira de tela enrojecida. La sostuvo en sus manos unos instantes, temblando. La habían recuperado de su cuerpo cuando lo encontraron. No le habían dejado verlo, solo había visto la caja. Una fría caja de metal. Una caja que nunca ardería a las orillas del mar.
Se limpió las lágrimas y, tomando las pertenencias, salió del almacén. Peeta seguía arrodillado junto a la caja de Katniss, y sostenía en sus manos un trozo de tela dorado con una perla diminuta en su centro. Parecía totalmente concentrado en ella. Podía ser un recuerdo. De todos modos, no se vio con fuerzas para decirle adiós.
En cuanto Johanna la vio aparecer, le prestó una mochila prácticamente vacía, a excepción de un hatillo de tela con hojas dentro, para meter todas sus cosas, excepto el tridente. Annie lo sostuvo sobre su pecho; nadie podría arrancárselo de allí, aunque tuviese que quedarse en el Capitolio abrazada a él de por vida. Por suerte, nadie puso ninguna objeción.
El viaje en aerodeslizador  fue breve. Johanna se quedó dormida nada más despegar, pero Annie luchaba contra el sueño como si se le fuese la vida en ello. Acariciaba el mango del tridente, recordando cómo él solía sujetarlo, cómo parecía bailar cuando lo empuñaba. Annie pasó un dedo por el filo de uno de los brazos, acariciándolo.
Cuando las puertas del aerodeslizador se abrieron, el aire salado penetró en su nariz de lleno. Annie tuvo que sentarse, embriagada por ese olor que nunca creyó volver a oler. Johanna salió de la bruma del sueño y miró directamente al exterior, con toda la luz del sol dándole en la cara.
-        ¿Ya hemos llegado?
Annie se levantó como respuesta y salió. La Aldea de los Vencedores estaba prácticamente llena, exceptuando las casas que habían pertenecido a los vencedores. Sin embargo, Haymitch había mencionado que todos los vencedores estaban muertos, exceptuando algunos afortunados y, desde luego, en el 4 no había muchos. La casa de Mags, que casi no había tocado desde que Dexter se había comprometido a tratarla en casa de Annie, y la de Finnick, que había permanecido siempre casi vacías, estaban muertas.
Tanto como ellos, pensó Annie, tragando saliva. Caminó hacia su casa, acompañada de Johanna, que la seguía de cerca. La puerta estaba abierta. Annie apoyó la mano en la madera, sintiendo cómo se agitaba su respiración. En cuanto abriese, Dexter correría a abrazarla. Margaret le colocaría un cuenco de sopa en las manos. Emer se sentaría a su lado y le contaría alguna historia sobre su colegio. Mags bajaría corriendo las escaleras, dispuesta a trenzarle el pelo. Y Finnick… Finnick atravesaría toda la casa solo para llegar hasta ella. En cuanto abriese, vería el cuerpo de Margaret junto a la puerta. A Dexter, sangrando en el suelo con un orificio en la cabeza. A Emer, tumbado de lado frente al sofá, blanco como la cera. A Mags disuelta en volutas de niebla. Y a Finnick…
Johanna le apoyó una mano en la cintura.
-        Estoy contigo.
Annie expulsó todo el aire contenido en sus pulmones y empujó la puerta. El suelo estaba limpio y la casa vacía. Solo estaban ellas dos. Solo ellas.
No se preocuparon en deshacer el poco equipaje que llevaban. Simplemente, se sentaron en el sofá y se quedaron dormidas con las manos entrelazadas, como si esa unión pudiese bloquear las pesadillas de ambas.
Una mano sobre su hombro la despertó.
Dos ojos oscuros. Eso fue lo único que vio antes de saltar hacia atrás y caer sobre la alfombra, dando un grito. Johanna reaccionó tarde, algo impropio de ella, y se dejó caer al suelo, aún aturdida. Cuando reparó en la figura que estaba junto al sofá, se colocó en posición defensiva, enseñando los dientes. Pero Annie ya había conseguido enfocarla bien.
-        ¿Margaret?
La anciana sonrió. Tenía un feo corte a medio cicatrizar en la cabeza y llevaba un enorme vendaje en la pierna, pero parecía sana. Y viva. La mujer abrió los brazos y Annie corrió hacia ellos, dejándose arropar.
-        Lo siento, niña – susurró la mujer -. Lo siento tanto…
Annie se dejó caer. No estaba en casa. No estaba en casa si faltaban los más importantes. Finnick, Dexter, Mags. Apoyó la cabeza en el hombro de Margaret, que le acariciaba la espalda con suavidad. Luchaba por mantener los ojos abiertos. Entonces, reparó en un pequeño marco colocado sobre la mesa. Se separó de la mujer y corrió hacia él.
Era una foto. Finnick sonreía, verdaderamente feliz. Annie vio su traje, la posición de su cuerpo. El día de su boda. Alguien debía haberla traído a su casa mientras la guerra seguía su curso, quizá cuando ya había acabado y se conocían las víctimas. La chica cogió el marco entre las manos, viendo cómo las lágrimas caían sobre el cristal. Y, sin pensar un segundo más, salió corriendo.
Incluso su playa había cambiado. El agua había llegado hasta su pequeño nido en la cueva, llevándose la mitad de aquel regalo que Finnick había construido para ella. Annie se sentó en la cama, con las sábanas rígidas por la sal, y lloró. Lloró porque, a pesar de haber vuelto a casa, aquel no era su hogar.
Salió al exterior cuando el sol comenzaba a esconderse, con la foto de Finnick en la mano. Se sentó en la arena, frente al mar, y acarició el cristal, dibujando sus rasgos. Lo tenía ahí, bajo los dedos, perfecto, suyo, y sin embargo estaba tan lejos…
-        Hola.
Annie se giró, sobresaltada. Un niño caminaba hacia ella. Tenía una cicatriz enrojecida en la mandíbula, llevaba el brazo en un cabestrillo y estaba visiblemente más delgado. Se parecía tanto a Kit que dolía. Emer se sentó a su lado, mirando la foto.
-        Te he buscado por todas partes – continuó -. No sabía que esto existía.
La chica arrugó la nariz, abrazando la foto. En otra ocasión, probablemente se habría enfadado. Esa era su playa. El único lugar que podía considerar hogar, suyo propio, aunque ya no estaba segura de poder llamarlo como tal.
-        Me alegro de que estés viva – susurró el niño, bajando la cabeza.
Annie sintió una lágrima comenzar a formarse en su ojo. Emer estaba allí, junto a ella, recordándole a Kit con cada movimiento que hacía. La chica tomó aire.
-        Estoy embarazada.
El niño se giró y la miró con enormes ojos castaños.
-        Mi mamá también. Dice que es esperanza. Y la abuela dice que será el primer niño que nacerá sin miedo.
Annie se abrazó el estómago, sosteniendo la foto contra él. Su hijo nacería sin miedo, pero sin padre.
Emer se colocó frente a ella, cogiéndole la mano. El niño tenía una mirada dulce y, por primera vez, Annie se dio cuenta de que no eran los mismos ojos que los de Kit. Emer los tenía más claros, cálidos como una puesta de sol, dulces, llenos de la inocencia de la infancia. Y sin miedo.
-        Sé que estás asustada – dijo el niño, mordiéndose el interior de la mejilla -. Pero no tienes por qué. Sé que puedes cuidarlo.
Emer colocó la mano libre sobre los brazos de Annie que escondían su barriga. La chica negó con la cabeza, cerrándose a sí misma. No podía cuidarlo. No sabía cómo hacerlo. No tenía a nadie que la guiase, a nadie que la ayudase y la cuidase a ella en el proceso.
-        No, no…
-        Tienes miedo, pero él no – continuó Emer, señalándole la barriga -. Y no te tiene miedo a ti tampoco. Eres su madre. Y tú tampoco debes tenerle miedo a él.
Annie miró a Emer a los ojos.
No te tiene miedo.
Eres su madre.
Tú tampoco debes tenerle miedo a él.
Annie apartó las manos poco a poco, mirándose la piel pálida del estómago. Su hijo, el hijo de Finnick, un niño al que ya quería sin haberlo visto. No podía tenerle miedo. Miró a Emer, sonriendo. No podía seguir teniendo miedo.
-        ¿Ves? – señaló el niño, poniéndose en pie -. Eres valiente.
Annie volvió a dirigir los ojos hacia su barriga, maravillada. Ahí estaba el hijo de Finnick Odair. Sabía que no podría hacerlo sola, pero podía al menos intentarlo. Intentar que ese niño fuese feliz sabiendo quién había sido su padre, quién era su madre. Cerró los ojos, visualizando la playa. Su hijo corría por la arena, chapoteando en la orilla. Sonrió.
-        Vas a ser la mejor madre del mundo, como la mía – añadió Emer, extendiendo la mano hacia ella.
La muchacha la tomó y se levantó.
La certeza de saber que sería madre la dejó embobada toda la noche, tumbada en la cama sin dejar de pasear las puntas de los dedos por la piel de su estómago. Seguiría adelante. No por ella, sino por él. Por Finnick. Por ambos. Se lo merecían.
Y su hijo nacería sin miedo.
Y sería la esperanza que había perdido.



 

2 comentarios:

  1. Veo que si no comento yo la primera nadie comenta, so... ESTO ES UN COMENTARIO. VENGA, PIPIOLINES, SEGUID A VUESTRA PIPIOLA MADRE.

    No tengo tiempo para comentar así que sólo diré que Emer ftw, que el momento de las cajas con las cosas de los muertos (y la Everdeen viva) duele y que la casa vacía de la señorita Cresta es béh.

    COSAS BUENAS: NO PUEDO CREERME QUE NO HAYAS MATADO NI A EMER NI A MARGARET, GRACIAS POR CONTROLAR TUS INSTINTOS ASESINOS.
    Y bueno, imaginarme a Johanna compartiendo piso con Annie y con un bebé me hace gracia.

    Pd: eres una furcia por restregarme que solo quedan dos.

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