martes, 22 de julio de 2014

Orphan Black. 'Ojo por ojo'.


Hacía frío en aquel viejo sótano y estaba completamente oscuro. La niña estaba acurrucada en una esquina, con el alborotado pelo sucio y enredado. Sentía un punzante dolor en la espalda, allí donde la hermana Olga la había golpeado antes de encerrarla. Helena arañó la pared, temblando. El agua se filtraba por las goteras del techo, golpeando su frente. Las gotas de agua helada caían por la comisura de su ojo, junto a su nariz, congelándole el rostro. Arañaba la pared con las uñas mordidas, pero la pared parecía no tener una puerta que golpear, una puerta para poder salir. Y no veía nada.
De repente, la luz entró en la habitación, cegándola. Helena se colocó las manos involuntariamente en frente de los ojos, a modo de visera, observando la sombra que se acercaba a ella, como un ángel oscuro viniendo de la luz.
-      ¿Te has arrepentido, divchyna? – dijo la sombra, en perfecto ucraniano.
La hermana Olga se agachó a su lado, acariciándole la cara con el dorso de la mano. Helena se estremeció, ocultando el rostro. Aún le dolían las nalgas ahí donde la hermana la había golpeado con una zapatilla. La hermana Olga era una mujer de mediana edad, de complexión delgada, con una cara que a Helena siempre le había recordado a un cuervo. Tenía la nariz larga, como el pico de un ave rapaz, y los labios demasiado finos, siempre apretados en una línea tan fina que Helena alguna vez le había preguntado si no se pintaba ella misma la boca con un lápiz. Los ojos de la mujer eran pequeños, de un azul gélido, que nunca sonreían al mismo tiempo que sus labios. A Helena nunca le había gustado.
-      ¿Eh, niña? – repitió la mujer, apartándole el agua de la cara con el pulgar, casi con ternura -. ¿Has recapacitado?
Helena asintió, tomando la mano que la hermana le tendía. Aquel sótano empezaba a ser una cárcel más que un lugar de castigo para niños. Había pasado allí dos noches, escuchando el sonido de las ratas corretear a su alrededor. No era precisamente su lugar favorito en el mundo.
Cuando Christina había cogido su mendrugo de pan de su plato no le había importado. Compartir es propio de las criaturas de Dios. Lo decía la Biblia que tantas veces había leído, y era la oración que repetían las monjas cada mañana. Pero cuando la niña había lanzado el mendrugo a la basura, mordisqueando el suyo propio para regodearse, Helena no había podido contenerse. Había saltado por encima de la mesa, tirando los platos a su alrededor, y había cogido las coletas de la niña con las dos manos, tirando con todas sus fuerzas. Cuando las monjas las habían separado, Helena contaba con un precioso mechón de pelo rubio en sus manos.
-      Ella empezó – había susurrado Helena, meneando el mechón de pelo delante de Valeria tal y como ella había hecho con su pan.
Sin embargo, a la hermana Olga no le habían importado las explicaciones de la niña. La había cogido del pelo y la había arrastrado hacia la mesa de la Madre Superiora, la hermana Alicia, que se había limitado a asentir mientras la hermana Olga colocaba a Helena sobre sus rodillas y le golpeaba las nalgas con una zapatilla. Una, dos, tres veces, así hasta quince, cada vez más fuerte. Helena no había llorado ni una sola vez, ni siquiera cuando la hermana la encerró en el sótano, sola, lanzándola al interior de un empujón.
Sin embargo, sí había llorado y gritado por la noche, pidiéndole que la sacase de allí. No podría decir cuántas veces había dicho que lo sentía, a pesar de no pensarlo realmente.
La hermana Olga la llevaba ahora de la mano, repitiéndole que en el perdón estaba la bondad del ser humano, pero ella debía entender que lo que hizo era más propio de Caín, pegar así a una hermana.
-      Ella me robó mi comida – masculló Helena, en un gruñido.
La hermana le cogió el lóbulo de la oreja, tirando con fuerza. Helena apretó los dientes, conteniendo la rabia.
-      ¿Quieres volver al lugar oscuro, divchyna?
Helena negó con la cabeza.
-      Lo siento.
-      Bien – asintió la mujer, golpeándole levemente la mejilla con la palma de la mano -. Ahora vas a decirle lo mismo a tu hermana Valeria.
‘No es mi hermana’, pensó.
En cuanto entraron en el comedor, todas las niñas se quedaron en silencio, mirándola. Helena intentó ignorarlas, tal y como había hecho siempre. Durante los doce años que tenía, siempre se había sentido muy sola. No tenía amigas y tampoco había recibido algún gesto de cariño por parte de las monjas. Ninguna de las niñas que vivían con ella se había acercado para jugar o para hablar siquiera. Decían que había algo malo en ella.
-      Vamos, Helena – gruñó la mujer, tirando con fuerza de su mano.
Helena se dejó arrastrar, sintiendo como la sangre dejaba de correrle por los dedos por culpa de la presión de la monja. La hermana Olga la llevó hacia una mesa en la que se sentaba Christina, rodeada de un montón de niñas que miraban a Helena casi con miedo. La monja le clavó los dedos en la espalda, mirándola con las cejas levantadas.
-      Lo siento – escupió Helena, sonriendo con ironía.
La hermana volvió a clavarle los dedos en la espalda, insistente.
-      ¿Lo siento qué?
-      Lo siento… sestra.
La hermana Olga asintió, soltando a la niña, que se masajeó los dedos. Una de las niñas extendió hacia ella una bandeja, invitándola a sentarse a su lado. Helena la miró, con las cejas levantadas y el rostro serio. Su boca se curvó en una especie de sonrisa, aunque Helena no acostumbraba a sonreír. Se sentó, ignorando el dolor de nalgas, y cogió el tenedor.
Sin embargo, al mirar la comida de su plato, se dio cuenta de que eran sobras. Una manzana medio comida, un trozo de carne mordisqueado y un mendrugo de pan tan mojado que parecía más masa que pan propiamente dicho. Helena sintió la rabia ascender como un animal desde la parte baja de su espalda, allí donde sentía dolor, como un animal arrastrándose por el interior de su cuerpo.
-      Es metafórico – susurró Christina, inclinándose hacia ella -. Quiere decir que aquí sobras.
Las niñas a su alrededor estallaron en risas, agudas y penetrantes. A Helena le recordaron a las ratas con las que había dormido.
La niña hizo ademán de levantarse, sin soltar el tenedor. Empujó la bandeja hacia Christina y tragó saliva, conteniéndose.
-      No en la mesa – continuó -, sino en el mundo. Estaríamos mejor si te murieras.
Más risas.
-      ¡Silencio! – gritó la Madre Superiora, golpeando la mesa con la mano.
Las niñas continuaron riendo. Helena se fijó en Christina, con su brillante pelo dorado y esa sonrisa angelical capaz de convencer a las monjas de que ella no había hecho nada incluso cuando la evidencia estaba ante sus ojos. Christina se inclinó aún más cerca de Helena, colocando las manos a ambos lados de la bandeja que Helena había empujado.
-      Das asco – susurró.
Sin pensárselo dos veces, Helena levantó el brazo y clavó el tenedor en una de las manos de la niña. Un grito aún más agudo que su risa estalló en el comedor, provocando que las monjas se levantasen de sus asientos, alarmadas. Helena se inclinó hacia la niña, que se agarraba la mano llena de sangre con la cara mojada por las lágrimas y contraída por el dolor.
-      Me gusta tu pelo – susurró Helena, sujetándole un mechón con los dedos.
En ese momento, Helena sintió los dedos de la hermana Olga clavados en su antebrazo, tanto que los sentía en el interior de su piel. Helena se revolvió en sus brazos, pero la monja la tenía bien agarrada. Le dio un bofetón en la cara, agachándose hasta quedar a su altura. Helena la miró directamente a los ojos, desafiante. No podía darle miedo.
-      ¿Por qué has hecho eso, niña? – casi gritó la monja, zarandeándola -. ¿No has aprendido nada?
Helena la escupió. La monja se limpió con el dorso del hábito, sin apartar sus ojos helados de ella, con el rostro transformado en una mueca de odio.
-      Tienes dentro a Satán – masculló, pegándola de nuevo en la cara.
Helena sentía su mejilla enrojecer por momentos. El apretón de la hermana Olga era cada vez mayor, y cada vez más doloroso.
-      ¡Tomás! – chilló la mujer, cogiendo a la niña por el pelo.
El conserje que vivía en el convento se acercó a ellas, con el rostro serio.
A Helena le gustaba Tomás. Le gustaba escucharlo rezar por la noche, solo en la iglesia, una y otra vez. Le gustaba la forma en la que trataba a las niñas, casi con un cariño paternal. Y le gustaba porque incluso a ella le había dedicado alguna pequeña caricia o le había dado alguna piruleta sin que las monjas lo viesen. Era un hombre de mediana edad, con algunas canas en el pelo y los ojos azules escondidos tras unas gafas de media luna. Siempre estaba serio y silencioso, apartado en una esquina, pero nunca faltaba alguna sonrisa para las niñas.
-      Coge a esta hija del demonio y enciérrala en el sótano. Yo no puedo con ella.
-      No tengo demonios, tú los tienes – murmuró Helena, tratando zafarse de ella.
La hermana se agachó, mirándola de nuevo a los ojos. Helena sintió la palma de la mujer en su mejilla de nuevo.
-      ¿Qué has dicho, niña? – La mujer le dio un cachete en el culo, demasiado fuerte -. Repítelo. ¡Repítelo!
Antes de que la hermana Olga pudiese golpearla de nuevo, Helena le dio una patada en el muslo, provocando que la mujer la soltase, en medio de un grito. Helena saltó sobre ella, con los pulgares sobre los fríos ojos de la monja. Helena apretó todo lo que sus pequeñas manos le permitían, a pesar de los chillidos de la monja que hacía todo lo posible por quitársela de encima.
-      No volveré al sitio oscuro – musitó la niña, forcejeando con la mujer mientras esta le arañaba los brazos -. Y tú no saldrás de él.
De repente, Helena sintió unas manos enormes bajo sus axilas, apretando firmemente. Tomás la arrastró por el suelo del comedor, apartándola de todas las monjas que se acercaron a la hermana Olga.
-      ¡No veo! – chillaba la mujer, retorciéndose en el suelo -. ¡Me ha dejado ciega!
Tomás la sacó del comedor, tirando de ella mientras la niña le arañaba como podía las manos. El hombre la soltó y la obligó a girarse, apretándole los brazos contra los costados. Olía a colonia barata y a campo. Si había algo que a Helena no le gustaba de Tomás, era su olor.
-      ¿Por qué lo has hecho? – gruñó el hombre, con los labios apretados. Ya no sonreía.
-      No tengo demonios. ¡No los tengo!
Helena pensó cómo sería si dejase a Tomás ciego también. Si le diese oscuridad. Nunca volvería a mirar con ternura a esas niñas que gritaban en el comedor, a Christina. Helena sonrió, sintiendo los dedos calientes allí donde los había apretado contra los ojos de la monja. ¿Sentiría ella la mano caliente cada vez que la pegaba?
-      Vamos, niña, ven conmigo.
Tomás extendió hacia ella una mano grande y callosa. Helena la observó. En torno a su dedo índice, el hombre llevaba un anillo de oro con una enorme piedra engarzada. Helena no llegó a ver la piedra, pero cogió la mano que el hombre le tendía, devolviéndole la mirada.
-      No tienes demonios, Helena – dijo el hombre, arrastrándola con rapidez por el pasillo -. Eres la luz. Eres una criatura de Dios.
Helena lo miró. Si hubiese tenido un padre, le hubiese gustado que fuese como Tomás. El hombre estaba serio, casi tanto que parecía enfadado, pero su mano no tenía un apretón fuerte, como los de la monja, sino suave, tierno, firme. Helena corrió a su lado.
-      No vas a llevarme al sitio oscuro, ¿verdad?
La niña vio la sombra de una sonrisa en los labios de hombre.
-      No, Helena. Eres una criatura de Dios y hay algo que él quiere que hagas. Eres la elegida.
Helena sonrió para sí. De todas las monjas, de todas las niñas que tan bien se portaban frente a ellas, ella había sido la elegida por el Señor para llevar a cabo una misión. Ella. ¿Necesitaban las monjas más pruebas de que ella no tenía demonios dentro? No era una hija de Satán.
Tomás atravesó con la niña las puertas del convento, casi corriendo. Helena vio un coche negro más allá, pequeño y antiguo, pero muy limpio. Tomás abrió la puerta trasera, empujando a la niña al asiento. Mientras el hombre ocupaba el asiento delantero y ponía en marcha el coche, Helena vio a través de la ventana como la Madre Superiora salía a toda prisa del convento, con el brazo levantado. Helena sonrió para sí. Tomás arrancó el coche y la niña pudo ver, con una sonrisa como nunca había tenido cómo la monja quedaba atrás, gritando por su enorme boca.
-      ¿Dónde vamos? – preguntó la niña, inclinándose hacia su salvador.
Tomás aceleró.
-      Hay muchas cosas que debes saber, Helena. Pero ahora duérmete.
Y la niña obedeció.
Cuando despertó, había anochecido y Tomás seguía conduciendo. Cerró los ojos, disfrutando de la poca libertad que el asiento trasero del coche le permitía. Al menos allí no había ratas. De repente, el hombre frenó y, asegurándose de que Helena seguía dormida, salió del coche, dejando la puerta abierta.
Helena abrió los ojos y se asomó a la ventana. Tomás estaba junto a una cabina de teléfono, con el teléfono colocado en la oreja. Helena se inclinó, tratando de escuchar lo que el hombre decía.
-      …tengo. Sí. Es la que dejaron allí, Maggie, no me he equivocado. Llevo doce años observándola, es más de lo que has hecho tú. No, nadie nos sigue. En unas horas supongo. No, está dormida. Prepárale una cama. Perfecto. Ve con Dios, Maggie.
Helena volvió a tumbarse en el sillón, con los ojos cerrados, mientras Tomás se metía en el coche y arrancaba de nuevo.
Helena no sabía dónde la llevaban. No sabía nada de Tomás, ni de esa Maggie con la que había hablado, pero sí sabía una cosa.
Había gente que se preocupaba por ella.
Y eso era suficiente para volver a dormirse con una sonrisa en los labios. 

2 comentarios:

  1. Most adorable serial killer ever.
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    PD: ¿Qué es divchyna?
    PD2: ¿Tomás conserje?

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  2. PD3: (Sí se me había olvidado) Me encanta el título :D

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