Hacía frío en aquel viejo
sótano y estaba completamente oscuro. La niña estaba acurrucada en una esquina,
con el alborotado pelo sucio y enredado. Sentía un punzante dolor en la
espalda, allí donde la hermana Olga la había golpeado antes de encerrarla.
Helena arañó la pared, temblando. El agua se filtraba por las goteras del
techo, golpeando su frente. Las gotas de agua helada caían por la comisura de
su ojo, junto a su nariz, congelándole el rostro. Arañaba la pared con las uñas
mordidas, pero la pared parecía no tener una puerta que golpear, una puerta
para poder salir. Y no veía nada.
De repente, la luz entró en la
habitación, cegándola. Helena se colocó las manos involuntariamente en frente
de los ojos, a modo de visera, observando la sombra que se acercaba a ella,
como un ángel oscuro viniendo de la luz.
-
¿Te has
arrepentido, divchyna? – dijo la
sombra, en perfecto ucraniano.
La hermana Olga se agachó a su
lado, acariciándole la cara con el dorso de la mano. Helena se estremeció,
ocultando el rostro. Aún le dolían las nalgas ahí donde la hermana la había
golpeado con una zapatilla. La hermana Olga era una mujer de mediana edad, de
complexión delgada, con una cara que a Helena siempre le había recordado a un
cuervo. Tenía la nariz larga, como el pico de un ave rapaz, y los labios
demasiado finos, siempre apretados en una línea tan fina que Helena alguna vez
le había preguntado si no se pintaba ella misma la boca con un lápiz. Los ojos
de la mujer eran pequeños, de un azul gélido, que nunca sonreían al mismo tiempo
que sus labios. A Helena nunca le había gustado.
-
¿Eh, niña? –
repitió la mujer, apartándole el agua de la cara con el pulgar, casi con
ternura -. ¿Has recapacitado?
Helena asintió, tomando la mano
que la hermana le tendía. Aquel sótano empezaba a ser una cárcel más que un
lugar de castigo para niños. Había pasado allí dos noches, escuchando el sonido
de las ratas corretear a su alrededor. No era precisamente su lugar favorito en
el mundo.
Cuando Christina había cogido
su mendrugo de pan de su plato no le había importado. Compartir es propio de
las criaturas de Dios. Lo decía la Biblia que tantas veces había leído, y era
la oración que repetían las monjas cada mañana. Pero cuando la niña había
lanzado el mendrugo a la basura, mordisqueando el suyo propio para regodearse,
Helena no había podido contenerse. Había saltado por encima de la mesa, tirando
los platos a su alrededor, y había cogido las coletas de la niña con las dos
manos, tirando con todas sus fuerzas. Cuando las monjas las habían separado,
Helena contaba con un precioso mechón de pelo rubio en sus manos.
-
Ella empezó – había
susurrado Helena, meneando el mechón de pelo delante de Valeria tal y como ella
había hecho con su pan.
Sin embargo, a la hermana Olga
no le habían importado las explicaciones de la niña. La había cogido del pelo y
la había arrastrado hacia la mesa de la Madre Superiora, la hermana Alicia, que
se había limitado a asentir mientras la hermana Olga colocaba a Helena sobre
sus rodillas y le golpeaba las nalgas con una zapatilla. Una, dos, tres veces,
así hasta quince, cada vez más fuerte. Helena no había llorado ni una sola vez,
ni siquiera cuando la hermana la encerró en el sótano, sola, lanzándola al
interior de un empujón.
Sin embargo, sí había llorado y
gritado por la noche, pidiéndole que la sacase de allí. No podría decir cuántas
veces había dicho que lo sentía, a pesar de no pensarlo realmente.
La hermana Olga la llevaba
ahora de la mano, repitiéndole que en el perdón estaba la bondad del ser
humano, pero ella debía entender que lo que hizo era más propio de Caín, pegar
así a una hermana.
-
Ella me robó mi
comida – masculló Helena, en un gruñido.
La hermana le cogió el lóbulo
de la oreja, tirando con fuerza. Helena apretó los dientes, conteniendo la
rabia.
-
¿Quieres volver al
lugar oscuro, divchyna?
Helena negó con la cabeza.
-
Lo siento.
-
Bien – asintió la
mujer, golpeándole levemente la mejilla con la palma de la mano -. Ahora vas a
decirle lo mismo a tu hermana Valeria.
‘No es mi hermana’, pensó.
En cuanto entraron en el
comedor, todas las niñas se quedaron en silencio, mirándola. Helena intentó
ignorarlas, tal y como había hecho siempre. Durante los doce años que tenía,
siempre se había sentido muy sola. No tenía amigas y tampoco había recibido
algún gesto de cariño por parte de las monjas. Ninguna de las niñas que vivían
con ella se había acercado para jugar o para hablar siquiera. Decían que había
algo malo en ella.
-
Vamos, Helena –
gruñó la mujer, tirando con fuerza de su mano.
Helena se dejó arrastrar,
sintiendo como la sangre dejaba de correrle por los dedos por culpa de la
presión de la monja. La hermana Olga la llevó hacia una mesa en la que se
sentaba Christina, rodeada de un montón de niñas que miraban a Helena casi con
miedo. La monja le clavó los dedos en la espalda, mirándola con las cejas
levantadas.
-
Lo siento – escupió
Helena, sonriendo con ironía.
La hermana volvió a clavarle
los dedos en la espalda, insistente.
-
¿Lo siento qué?
-
Lo siento… sestra.
La hermana Olga asintió,
soltando a la niña, que se masajeó los dedos. Una de las niñas extendió hacia
ella una bandeja, invitándola a sentarse a su lado. Helena la miró, con las
cejas levantadas y el rostro serio. Su boca se curvó en una especie de sonrisa,
aunque Helena no acostumbraba a sonreír. Se sentó, ignorando el dolor de
nalgas, y cogió el tenedor.
Sin embargo, al mirar la comida
de su plato, se dio cuenta de que eran sobras. Una manzana medio comida, un
trozo de carne mordisqueado y un mendrugo de pan tan mojado que parecía más
masa que pan propiamente dicho. Helena sintió la rabia ascender como un animal
desde la parte baja de su espalda, allí donde sentía dolor, como un animal
arrastrándose por el interior de su cuerpo.
-
Es metafórico –
susurró Christina, inclinándose hacia ella -. Quiere decir que aquí sobras.
Las niñas a su alrededor
estallaron en risas, agudas y penetrantes. A Helena le recordaron a las ratas
con las que había dormido.
La niña hizo ademán de
levantarse, sin soltar el tenedor. Empujó la bandeja hacia Christina y tragó
saliva, conteniéndose.
-
No en la mesa –
continuó -, sino en el mundo. Estaríamos mejor si te murieras.
Más risas.
-
¡Silencio! – gritó
la Madre Superiora, golpeando la mesa con la mano.
Las niñas continuaron riendo.
Helena se fijó en Christina, con su brillante pelo dorado y esa sonrisa
angelical capaz de convencer a las monjas de que ella no había hecho nada
incluso cuando la evidencia estaba ante sus ojos. Christina se inclinó aún más
cerca de Helena, colocando las manos a ambos lados de la bandeja que Helena
había empujado.
-
Das asco – susurró.
Sin pensárselo dos veces,
Helena levantó el brazo y clavó el tenedor en una de las manos de la niña. Un
grito aún más agudo que su risa estalló en el comedor, provocando que las
monjas se levantasen de sus asientos, alarmadas. Helena se inclinó hacia la
niña, que se agarraba la mano llena de sangre con la cara mojada por las
lágrimas y contraída por el dolor.
-
Me gusta tu pelo –
susurró Helena, sujetándole un mechón con los dedos.
En ese momento, Helena sintió
los dedos de la hermana Olga clavados en su antebrazo, tanto que los sentía en
el interior de su piel. Helena se revolvió en sus brazos, pero la monja la
tenía bien agarrada. Le dio un bofetón en la cara, agachándose hasta quedar a
su altura. Helena la miró directamente a los ojos, desafiante. No podía darle
miedo.
-
¿Por qué has hecho
eso, niña? – casi gritó la monja, zarandeándola -. ¿No has aprendido nada?
Helena la escupió. La monja se
limpió con el dorso del hábito, sin apartar sus ojos helados de ella, con el
rostro transformado en una mueca de odio.
-
Tienes dentro a
Satán – masculló, pegándola de nuevo en la cara.
Helena sentía su mejilla
enrojecer por momentos. El apretón de la hermana Olga era cada vez mayor, y cada
vez más doloroso.
-
¡Tomás! – chilló la
mujer, cogiendo a la niña por el pelo.
El conserje que vivía en el
convento se acercó a ellas, con el rostro serio.
A Helena le gustaba Tomás. Le
gustaba escucharlo rezar por la noche, solo en la iglesia, una y otra vez. Le
gustaba la forma en la que trataba a las niñas, casi con un cariño paternal. Y
le gustaba porque incluso a ella le había dedicado alguna pequeña caricia o le
había dado alguna piruleta sin que las monjas lo viesen. Era un hombre de
mediana edad, con algunas canas en el pelo y los ojos azules escondidos tras
unas gafas de media luna. Siempre estaba serio y silencioso, apartado en una
esquina, pero nunca faltaba alguna sonrisa para las niñas.
-
Coge a esta hija
del demonio y enciérrala en el sótano. Yo no puedo con ella.
-
No tengo demonios,
tú los tienes – murmuró Helena, tratando zafarse de ella.
La hermana se agachó, mirándola
de nuevo a los ojos. Helena sintió la palma de la mujer en su mejilla de nuevo.
-
¿Qué has dicho,
niña? – La mujer le dio un cachete en el culo, demasiado fuerte -. Repítelo.
¡Repítelo!
Antes de que la hermana Olga
pudiese golpearla de nuevo, Helena le dio una patada en el muslo, provocando
que la mujer la soltase, en medio de un grito. Helena saltó sobre ella, con los
pulgares sobre los fríos ojos de la monja. Helena apretó todo lo que sus
pequeñas manos le permitían, a pesar de los chillidos de la monja que hacía
todo lo posible por quitársela de encima.
-
No volveré al sitio
oscuro – musitó la niña, forcejeando con la mujer mientras esta le arañaba los
brazos -. Y tú no saldrás de él.
De repente, Helena sintió unas
manos enormes bajo sus axilas, apretando firmemente. Tomás la arrastró por el
suelo del comedor, apartándola de todas las monjas que se acercaron a la
hermana Olga.
-
¡No veo! – chillaba
la mujer, retorciéndose en el suelo -. ¡Me ha dejado ciega!
Tomás la sacó del comedor,
tirando de ella mientras la niña le arañaba como podía las manos. El hombre la
soltó y la obligó a girarse, apretándole los brazos contra los costados. Olía a
colonia barata y a campo. Si había algo que a Helena no le gustaba de Tomás,
era su olor.
-
¿Por qué lo has
hecho? – gruñó el hombre, con los labios apretados. Ya no sonreía.
-
No tengo demonios.
¡No los tengo!
Helena pensó cómo sería si
dejase a Tomás ciego también. Si le diese oscuridad. Nunca volvería a mirar con
ternura a esas niñas que gritaban en el comedor, a Christina. Helena sonrió,
sintiendo los dedos calientes allí donde los había apretado contra los ojos de
la monja. ¿Sentiría ella la mano caliente cada vez que la pegaba?
-
Vamos, niña, ven
conmigo.
Tomás extendió hacia ella una
mano grande y callosa. Helena la observó. En torno a su dedo índice, el hombre
llevaba un anillo de oro con una enorme piedra engarzada. Helena no llegó a ver
la piedra, pero cogió la mano que el hombre le tendía, devolviéndole la mirada.
-
No tienes demonios,
Helena – dijo el hombre, arrastrándola con rapidez por el pasillo -. Eres la
luz. Eres una criatura de Dios.
Helena lo miró. Si hubiese
tenido un padre, le hubiese gustado que fuese como Tomás. El hombre estaba
serio, casi tanto que parecía enfadado, pero su mano no tenía un apretón
fuerte, como los de la monja, sino suave, tierno, firme. Helena corrió a su
lado.
-
No vas a llevarme
al sitio oscuro, ¿verdad?
La niña vio la sombra de una
sonrisa en los labios de hombre.
-
No, Helena. Eres
una criatura de Dios y hay algo que él quiere que hagas. Eres la elegida.
Helena sonrió para sí. De todas
las monjas, de todas las niñas que tan bien se portaban frente a ellas, ella
había sido la elegida por el Señor para llevar a cabo una misión. Ella.
¿Necesitaban las monjas más pruebas de que ella no tenía demonios dentro? No
era una hija de Satán.
Tomás atravesó con la niña las
puertas del convento, casi corriendo. Helena vio un coche negro más allá,
pequeño y antiguo, pero muy limpio. Tomás abrió la puerta trasera, empujando a
la niña al asiento. Mientras el hombre ocupaba el asiento delantero y ponía en
marcha el coche, Helena vio a través de la ventana como la Madre Superiora
salía a toda prisa del convento, con el brazo levantado. Helena sonrió para sí.
Tomás arrancó el coche y la niña pudo ver, con una sonrisa como nunca había
tenido cómo la monja quedaba atrás, gritando por su enorme boca.
-
¿Dónde vamos? –
preguntó la niña, inclinándose hacia su salvador.
Tomás aceleró.
-
Hay muchas cosas
que debes saber, Helena. Pero ahora duérmete.
Y la niña obedeció.
Cuando despertó, había
anochecido y Tomás seguía conduciendo. Cerró los ojos, disfrutando de la poca
libertad que el asiento trasero del coche le permitía. Al menos allí no había
ratas. De repente, el hombre frenó y, asegurándose de que Helena seguía dormida,
salió del coche, dejando la puerta abierta.
Helena abrió los ojos y se
asomó a la ventana. Tomás estaba junto a una cabina de teléfono, con el
teléfono colocado en la oreja. Helena se inclinó, tratando de escuchar lo que
el hombre decía.
-
…tengo. Sí. Es la
que dejaron allí, Maggie, no me he equivocado. Llevo doce años observándola, es
más de lo que has hecho tú. No, nadie nos sigue. En unas horas supongo. No,
está dormida. Prepárale una cama. Perfecto. Ve con Dios, Maggie.
Helena volvió a tumbarse en el
sillón, con los ojos cerrados, mientras Tomás se metía en el coche y arrancaba
de nuevo.
Helena no sabía dónde la
llevaban. No sabía nada de Tomás, ni de esa Maggie con la que había hablado,
pero sí sabía una cosa.
Había gente que se preocupaba
por ella.
Most adorable serial killer ever.
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PD: ¿Qué es divchyna?
PD2: ¿Tomás conserje?
PD3: (Sí se me había olvidado) Me encanta el título :D
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