domingo, 10 de marzo de 2013

Capítulo 25. 'Luz'.

‘No, porque eres luz’.
Finnick se pasó una mano por la piel tirante de la cara. Llevaba toda la noche entre el sueño y la vigilia, con los dedos calientes de Annie enlazados en los suyos. La luz del amanecer entraba por la ventana, iluminando la habitación con un tenue color dorado. Finnick observó a Annie. ¿Cómo era posible que pudiese estar tan serena, tan tranquila, teniendo en cuenta cómo había estado apenas horas antes? Él recordaba sus primeras noches tras salir de la Arena. Recordaba las pesadillas como si las hubiese repetido a lo largo de los años, una y otra vez. ¿Por qué Annie enloquecía cuando despertaba? ¿No sería lo normal hacerlo cuando no podía controlar su mente, cuando dormía?
‘Claro, que ella ya nunca podrá controlar su mente, ni despierta ni dormida. Porque está loca’.
‘No, no loca. Enferma. Enferma y traumatizada’.
Finnick le apartó un mechón de pelo de la cara, y ella arrugó la nariz. La luz del sol al salir proyectaba sombras sobre su rostro, haciéndolo más afilado y, a la vez, más suave. Era una combinación siniestra y hermosa. Finnick la arropó con la colcha y le soltó cuidadosamente los dedos. Antes de salir de la habitación, el muchacho observó el techo de la habitación. ¿Qué era lo que aterrorizaba tanto a Annie? La había visto más de una vez mirar el techo, asustada. ¿Qué había en él?
Sombras. Ella había hablado de sombras.
Finnick cerró la puerta, sin hacer ruido, y apoyó la cabeza en la fría pared. Sabía que Annie estaba mal, le habían advertido de ello, pero no sabía realmente hasta qué punto. Había visto cómo lo temía y lo necesitaba al mismo tiempo. Ella estaba en un lugar al que él no podía acceder. No podía ver lo que ella veía, o sentir lo que ella sentía. No podía comprenderla.
La vio tirada en el suelo del ascensor, sobre las esquirlas del espejo que había roto, con las rodillas llenas de sangre, y la escuchó gritar en su cabeza. Recordó la impotencia al pensar que, hiciera lo que hiciese, ella no se iba a calmar. Se preguntó si se sentiría así siempre, y si podría soportarlo.
Le gustaría ser como Mags o cómo Johanna, capaz de desentenderse. Quizá, si no se hubiese preocupado por ella desde el principio, si no hubiese sentido esa necesidad casi irracional de protegerla, no se sentiría así, tan destrozado, tanto física como emocionalmente. Se preguntó por qué o cómo había sucedido todo aquello. Cómo se había ligado a ella tan rápido y tan fuerte.
Finnick se separó de la pared y comenzó a andar hacia el comedor, como un autómata, sin saber muy bien por dónde pisaba.
Radis caminaba de arriba abajo, enredando los dedos en el traje rojo chillón, nerviosa. Yaden estaba sentado en uno de los sillones, con los largos dedos entre los mechones de pelo, junto a Carrie. Fue esta última la que vio entrar a Finnick, con el cuello marcado con dedos ensangrentados. Carrie se levantó y corrió hacia él.
-         ¿Estás bien? – preguntó, con urgencia.
Finnick se tocó el cuello.
-         Es de Annie. Ha pasado algo en el ascensor.
-         Ya lo hemos visto – aclaró la mujer, abrazando a Finnick.
Sin embargo, él se mantuvo tenso, mirando con alarma a la nerviosa Radis.
-         ¿Qué pasa? – inquirió.
Radis se paró en seco y se volvió hacia él, con el rostro surcado de arrugas y restos de maquillaje. Parecía que no había dormido nada y, por primera vez, eso le daba apariencia de persona normal.
-         ¿Que si ha pasado algo? ¡Os habéis saltado el protocolo!
-         A la mierda el protocolo – masculló Finnick.
-         ¡Las cosas no se hacen así, Finnick, no señor!
Finnick empezó a apretar los puños. Radis y su empeño en que todo saliese bien únicamente para que la gente del Capitolio disfrutase eran lo único que le hacía perder los nervios con tanta facilidad.
-         ¡Se suponía que Annie tenía que estar bien para el público! El pobre Caesar no sabía qué hacer, ha tenido que…
-         ¿El pobre Caesar?
Finnick clavó sus ojos en Radis, y la mujer calló de repente, intimidada. Finnick sintió la mano de Carrie en su hombro, pero la apartó bruscamente y se acercó a Radis, tenso y enfadado.
-         ¿Qué hay de ella? ¿La has visto? No. Tú no sabes nada.
Radis empezó a retroceder al mismo tiempo que él avanzaba.
-         Ella está enferma. Y no hacéis más que recordarle lo único que ella quiere olvidar.
-         Pero los Juegos son parte de ella ahora, Finn.
Finnick se volvió, con el ceño fruncido. Mags estaba apoyada en la puerta, con expresión de cansancio. Se acercó al grupo y, sin alterar el rostro, se sentó en un sillón.
-         Poned la televisión.
Finnick se desplazó como un robot hacia la televisión y deslizó el dedo por la pantalla. A continuación, las imágenes comenzaron a aparecer.
Caesar Flickerman estaba sonriéndole al público. Annie le miraba sin verle realmente, con las manos descansando cómodamente sobre sus rodillas. Entonces, cuando Caesar debía preguntar por los Juegos, la emisión se cortó, dando paso a un recordatorio de los Juegos de Annie con banda sonora de fondo. Finnick apagó la televisión, extrañado.
-         ¿Qué ha sido…?
-         ¿Crees que al Capitolio le conviene que el pueblo, que los distritos vean hasta dónde llega el trastorno de Annie Cresta, Finn? – inquirió Mags, con voz cansada -. En cuanto ella se ha vuelto loca, la emisión se ha cortado. Le han echado la culpa a un corte eléctrico, así que alguien del 5 lo pagará.
-         Pero…
-         La gente sabe lo que hacen los Juegos, pero el Capitolio pretende que le den más valor a la fama, la gloria y el honor que pueden conseguir si los ganan. No pueden dejar que se sepa que salir de la Arena es peor que morir en ella. ¿Qué crees que ocurriría si los tributos decidiesen controlar los Juegos? ¿Si decidiesen que todos deben morir o que no debe hacerlo ninguno? Sería su ruina.
Finnick tragó saliva, asintiendo. Los distritos no eran conscientes del poder que tenían. Si pudiesen hacer algo, si pudiesen rebelarse contra el Capitolio, éste se quedaría sin poder. Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a hacer algo así? ¿Quién valoraría más la libertad de todo el país que su propia vida?
Miedo. Eso era lo que el Capitolio tenía a su favor.
-         Finnick, a Annie le conviene ponerse bien. Cuerda.
En su cabeza, Finnick vio copas de veneno, accidentes provocados. Los secretos que había guardado a lo largo de los años empezaron a cobrar sentido. Snow encontraría la forma de deshacerse de Annie si ella le causaba problemas, si ponía en peligro sus Juegos, si mostraba lo que la Arena le había provocado. No sería la primera vez que ocurría.
De repente, Finnick sintió la necesidad de correr a la habitación de Annie y protegerla, no solo del resto, sino también de sí misma.
Y, como si le hubiesen leído el pensamiento, un avox irrumpió en la habitación. Finnick no había visto muchos avox en su vida, excepto lo que le habían servido en el Capitolio, y esos siempre tenían la misma máscara inalterable por cara. Finnick nunca había imaginado tener que ver a ninguno con la expresión que tenía aquel en la cara.
Parecía que intentaba gritar, pero solo salían estrangulados sonidos de su garganta, lo que resultaba aún más atroz. El avox estaba pálido, con el rostro completamente estirado y los ojos casi fuera de las órbitas. Corrió hacia Finnick y chocó contra su pecho. Finnick se fijó en el largo corte que le desgarraba la camisa, empapada de sangre, y le sobró tiempo para atar cabos.
Sin pararse a escuchar los comentarios de Radis sobre la falta de protocolo del avox, Finnick salió corriendo.
-         ¡Annie! – gritó, mientras corría -. ¡Annie!
La puerta de la habitación estaba abierta, pero ella no estaba allí. Finnick revolvió las sábanas, miró varias veces debajo de la cama, en el baño, incluso dentro del armario. Solo cuando iba a salir en su busca, se dio cuenta del desastre que había en la habitación.
Las plumas de la almohada estaban desperdigadas por el suelo, como si hubiesen desplumado pájaros. El espejo del baño estaba roto, y los cristales esparcidos por el suelo. Había una mancha de sangre en el lavabo y un cristal con marcas de dedos.
Finnick sintió ganas de vomitar.
Salió de la habitación con el estómago en la boca. Si le había pasado algo a Annie, nunca se perdonaría haberla dejado sola. Subió a la azotea, solo para descubrir que tampoco estaba allí. Recorrió todo el techo del Centro de Entrenamiento, palmo a palmo, como si desease encontrarla escondida bajo las baldosas del suelo. Cuando bajó al piso de nuevo, chocó con Mags.
-         ¿La has encontrado?
-         No, no, no… no sé dónde puede estar, y ella…
Mags echó a correr a su lado. Abrieron cada puerta que encontraban, chillaron su nombre, pero parecía que el aire se la había tragado.
-         Annie, dónde estás… - susurró Finnick.
La desesperación empezaba a consumirlo. Era casi peor que cuando ella había estado en la Arena, porque allí él no podía llegar aunque quisiera. Ahora estaban en el mismo mundo, en el mismo lugar, y ella estaba perdida. Finnick se pasó una mano por el pelo, con el cuerpo envuelto en un temblor incontrolado.
-         ¡Finnick!
Finnick corrió hacia Mags. La mujer estaba apoyada en la pared, deteniéndose para coger aire. Finnick la sujetó por los brazos y sintió su cuerpo dejarse caer.
-         No, no, déjame – suspiró la mujer, tragando con dificultad -. Ve a buscarla.
-         Mags…
-         Maldita sea, Finnick, ve.
Finnick se levantó y se introdujo en el ascensor. Vio el desastre que Annie había organizado por la noche, a pesar de que habían limpiado los cristales del suelo. La lentitud del aparato al bajar lo desesperaba. Cuando las puertas se abrieron, se lanzó al exterior, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho.
Había mucho revuelo en la planta baja. Estaba llena de cámaras, reporteros y gente del Capitolio que quería observar a Annie. Finnick sintió miedo. No porque le vieran en ese estado de desesperación y vulnerabilidad, sino por lo que pudiera pasarle a Annie entre aquella gente. La buscó con la mirada, pero no vio nada inusual. Si Annie hubiese salido del Centro, ellos no estarían allí, al igual que si ella se hubiese topado con ellos, se habrían vuelto locos y ella aún más. Lo que quería decir que ella no le había visto. Corrió por unas escaleras de emergencia hasta la Sala de Entrenamiento, y, cuando llegó al pasillo, lo vio.
No estaba sola.
Primero se fijó en la chica. Annie llevaba puesto únicamente la ropa interior, lo que dejaba al descubierto su piel pálida y desnuda. Tenía el pelo revuelto, y su boca se crispaba en una mueca. Estaba llorando, y las lágrimas le abrían surcos brillantes en las mejillas. En cuanto sus ojos verdes se clavaron en los de Finnick, el chico vio miedo. Pero no tuvo tiempo de llamarla o acercarse, porque se había congelado.
A su lado estaba un hombre. Llevaba un traje oscuro impoluto. Su pelo blanco estaba perfectamente peinado, y el hecho de estar sujetando a una chica que se debatía asustada entre sus dedos no parecía alterarlo lo más mínimo. Finnick sintió náuseas ante el olor que le penetró en la nariz, un olor demasiado dulzón como para ser agradable.
-         Vaya, señor Odair. Qué sorpresa.
Finnick lo miró a los ojos y se encontró con la mirada envenenada del Presidente Snow.

4 comentarios:

  1. ¡NOOOO! <--- Aquí iba a poner un taco para referirme a la presencia del señor peste a sangre y rosas al final del capítulo, pero he decidido modularme finalmente.

    Yo quiero que Finnick y Annie sean felices, cosa que parece que nunca voy a leer gracias a ti y a la perversa de Collins. De todas formas me encanta como vas contando las cosas, pero eso ya lo sabes, es muy realista, cada sentimiento parece salirse de las letras.

    Con <3, Fireduck.

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    1. ÑA, ÑA, ÑAAAAA :)
      Na, un poquito felices sí que son,,, Con el 'she crept up on me' y todo eso, ña. SON AMOR.
      Muchas gracias, mi fireduck, ña <3

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  2. D-I-O-S-M-I-O ME MUERO.
    Dema siado perfecto, que lo sepas, sigue por dios, sigue, no puedes dejarlo así :´(
    Genial, como siempre :)

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