-
¿Quieres estarte
quieto?
Ron soltó el pequeño bolsito de
cuentas en el suelo, pasándose una mano por el pelo rojo empapado de sudor.
Australia había colocado un sol abrasador sobre sus cabezas aquella mañana.
-
Lo que todavía no
entiendo – soltó Ron Weasley, apartándose el sudor de los ojos – es por qué no
utilizamos un hechizo localizador.
Hermione sonrió, ocultándose
tras una cortina de pelo castaño, aún enmarañado. Cerró la botella de agua que
había estado bebiendo y, recogiendo el bolso del suelo, la metió en él,
escuchando cómo golpeaba contra los libros.
-
¿Dónde estaría la
magia, Ronald?
-
¿No me estás
escuchando? Te digo que usemos un hechizo localizador…
La chica golpeó a su compañero
de vieja con el codo. Sentía la varita golpear la parte baja de su espalda,
metida en el bolsillo trasero de su pantalón. Podría usar un hechizo
localizador si tuviese algo que utilizar. Una prenda de ropa, algún recuerdo,
alguna foto, algo. Pero lo había dejado todo atrás por seguridad antes de
embarcarse en un viaje del que no tenía muchas esperanzas de volver.
A su lado, Ron daba vueltas a
la varita entre los dedos, con la mirada clavada en el suelo. Justo después de
la batalla de Hogwarts, Ron había pasado un par de semanas en San Mungo, donde
le habían advertido de que haber destruido Horrocruxes le dejaría secuelas.
Todavía se despertaba entre noche sintiendo ardor en los dedos allí donde
había sujetado la espada de Gryffindor
para destruir el guardapelo, un fuego que ni siquiera el agua fría conseguía
calmar, y el dolor le ponía histérico. Las imágenes que Voldemort le había
mostrado, sus miedos, se manifestaban ante sus ojos de nuevo y ya no podía
volver a dormir o descansar durante el día.
Pero Hermione siempre estaba
allí, apareciéndose a su lado cada vez que Ron la necesitaba. Y viceversa,
porque la guerra entre magos y mortífagos también había dejado secuelas en la
muchacha.
Nadie podía decir que Hermione
Granger no era valiente, pero desde la segunda batalla que se había vivido en
Hogwarts, después de haber visto morir a muchos de sus compañeros, se había
acostumbrado a vivir con miedo. No esa clase de miedo que te deja paralizado,
como tener miedo a las alturas y desmayarte cada vez que llegas a un sitio
alto. Era el miedo a cruzar la esquina y no tener preparado un hechizo para un
posible atacante. Era el miedo a llegar a Grimmauld Place, donde vivía con
Harry Potter, y descubrir a un mortífago escondido en las sombras. Era el miedo
a la oscuridad cada vez que alguien apagaba la luz.
Quizá por eso Hermione dormía
siempre con una luz encendida y su habitación siempre estaba iluminada. Quizá
por eso Ron le había dejado el iluminador de Dumbledore, a pesar de que él
también sentía miedo en ocasiones.
Ambos se habían apoyado en
Harry, que parecía el más cuerdo de los tres. Sin embargo, el joven mago
también se había despertado muchas noches gritando, cubierto de sudor. Hermione
había sido siempre la que había corrido hacia su habitación, con la varita en
la mano, preocupada por su amigo. La pregunta siempre era la misma: ‘¿te vuelve a doler?’. Y la respuesta,
también igual: ‘no, tranquila’. Esa
negativa no solo significaba que la característica cicatriz en forma de rayo no
le dolía, sino que significaba que Lord Voldemort seguía muerto y que podían
estar tranquilos.
-
¿Por qué los
enviaste a Australia? – bufó Ron, guardándose la varita en el bolsillo trasero
de las bermudas -. ¿No te gustaba, no sé, Noruega?
-
Fue lo primero que
me vino a la cabeza – respondió Hermione, consultando el mapa.
Ron se colocó a su lado,
dejando que sus brazos desnudos rozasen. Hermione le miró por el rabillo del
ojo. Durante el último año, se había dejado crecer el pelo, que tapaba su
frente y sobresalía tras sus orejas, de un naranja Weasley cada vez más intenso,
y parecía mucho más alto.
Ron le arrancó el mapa de las
manos, frotándose la nariz mientras lo colocaba delante de sus ojos.
-
Mira, la calle
Scarbrough está dos calles más a la derecha.
-
No – gruñó Hermione,
colgándose de su brazo para recuperarlo -, está dos calles a la izquierda.
-
Hermione, está aquí
marcado.
-
Ronald… Tienes el
mapa al revés. Scarbrough está dos calles a la izquierda.
Ron la miró entrecerrando los
ojos y apretando los labios en una fina línea, volviendo la vista al mapa de
reojo y dándole la vuelta con disimulo. Hermione sonrió.
-
Lo que yo decía –
continuó Ron, pasándose una mano por el pelo -. Dos calles a la izquierda.
Ron se guardó el mapa en el
bolsillo trasero del pantalón, tapando la varita. Caminaban por una calle muy
transitada por muggles de un montón
de nacionalidades diferentes. Ellos mismos podrían pasar por dos turistas
adolescentes completamente normales, pero un par de ojos curiosos podrían
fijarse y ver la forma cilíndrica de la varita de mago en el pantalón, o la
cantidad de cosas que Hermione sacaba del diminuto bolsillo de cuentas. Pero si
Hermione había elegido ese pueblo, había sido precisamente porque no era una
comunidad reconocida de magos, lo que significaba que había muy pocas
posibilidades de que alguien los reconociese. En cualquier caso, el
archiconocido Harry Potter no iba con ellos, así que eran dos personas más
entre el gentío.
-
¿Qué vas a hacer
cuando los veas? – preguntó Ron, rascándose justo por encima del codo.
-
No lo sé – contestó
Hermione, y el temor le atenazó el estómago por primera vez desde que había
empezado su búsqueda -. ¿Improvisar, supongo?
-
Por las barbas de
Merlín – masculló Ron, llevándose una mano a la cabeza -. ¿Estoy oyendo a
Hermione Granger decir ‘supongo’?
-
Eres idiota.
Ron soltó una carcajada y le
pasó un brazo por los hombros, atrayéndola hacia sí.
-
Lo harás bien,
Hermione. Siempre lo haces bien.
Hermione se sonrojó, disimulando
una sonrisa. De entre todas las cosas que podía agradecerle a Ronald Weasley,
la confianza ciega era una de ellas. No había persona sobre la faz de la Tierra
que confiase más en su cerebro, en su ingenio y en su magia más que Ron. Y eso
la hacía sentirse segura de sí misma, serena. Como en ese momento.
Hermione se detuvo en la
entrada de la calle Scarbrough, dirigiendo la mirada hacia el cartel colocado
en la fachada de ladrillos rojos. Las letras estaban pintadas de un potente
color granate, tan oscuro que casi parecía negro. La calle estaba repleta de
casas de fachada roja y puerta blanca, rodeadas de un jardín de césped de un
verde brillante y vallas blancas. Parecían casas de cuento, nada comparada a la
destartalada Madriguera o a la oculta mansión de los Black en la que Hermione
había pasado el último año.
Por una parte, se sintió
orgullosa de haber pensado en ese lugar de ensueño cuando lanzó el hechizo,
pero, en la otra cara de la moneda, aparecieron los nervios, el miedo y las
ganas de marcharse de allí y olvidar aquel viaje. De todas formas, había sido
precisamente el olvido lo que la había llevado allí en primer lugar.
-
¿Vamos? – ofreció
Ron, tendiéndole la mano.
Hermione entrelazó sus dedos
con los del muchacho, dejando que él tirase levemente de ella y la arrastrase
por la calle.
Los ojos de Ron observaban todo
a su alrededor con curiosidad, más preocupado por encontrar algún indicio de
magia que por encontrar lo que realmente estaban buscando. Tenía la varita
preparada, la corta varita de Colagusano que aún seguía manteniendo, y no era
precisamente malo a la hora de lanzar hechizos a diestro y siniestro. Había
tenido tiempo para practicar y, bajo la insistencia de Hermione, estudiar
hechizos de ataque no mortales. La varita de la que había sido su rata durante
tantos años y la rata de su familia durante algunos más había acabado por
convertirse en una extensión más de su brazo.
De repente, Hermione se quedó
congelada en mitad de la calle, incapaz de avanzar más. Ron la miró,
preocupado, sacando la varita del bolsillo casi con furia.
-
¿Herm…?
Pero la chica lo arrastró hacia
un callejón entre dos de las casas, tirando se su camiseta desteñida y sin
mangas de los Chudley Cannons. Una vez
allí, Hermione se apoyó contra la pared, tomando aire con dificultad. Ron se
colocó delante de ella, en posición defensiva, con la varita preparada y un
torrente de hechizos a punto de salirle por la boca. Solo necesitaba un
indicio. El movimiento de una capa negra, un rayo verde que pasase rozándolos o
el susurro de una maldición.
-
¿Qué has visto? –
gritó Ron, sin mirar a su compañera -. ¿Dónde?
Hermione colocó una mano en su
brazo y lo obligó a girarse para mirarla. La chica tenía los ojos empañados y
le temblaba en labio inferior, pero no parecía asustada. Además, su varita
permanecía en el bolsillo. Ron se acercó a ella, sin guardar la suya, y le
acarició la mejilla, preocupado.
-
¿Qué has visto? –
repitió, en apenas un susurro esta vez.
-
Eran… Bueno, los he
encontrado.
La chica se asomó de nuevo a la
calle principal, bajo la atenta mirada del muchacho. Justo enfrente del
callejón, en una casita con el jardín perfectamente cuidado, había un hombre de
mediana edad, con el pelo entrecano bajo un sombrero de paja que leía el
periódico sentado en una silla plegable de madera oscura. Hermione había visto
muchas veces esa expresión de concentración. Los ojos entrecerrados, rodeados
de pequeñas arrugas, el dedo meñique sobre el labio inferior. Era la misma cara
que había visto por las noches antes de irse a la cama o en la consulta, cuando
tenía que revisarse la dentadura, durante diecisiete años. Esas cosas no podría
olvidarlas ni con un millón de hechizos.
-
¿Es él? – preguntó
Ron, con una mano en la parte baja de la espalda de Hermione.
La muchacha asintió. Ver a su
padre había sido mucho peor y mejor de lo que lo había imaginado a partes
iguales. Por un lado, estaba el dolor casi instantáneo que le había provocado
en menos de un segundo. Los recuerdos que habían asaltado su memoria, el hecho
de haber pasado un año sin verlo, lo que había tenido que hacer para
protegerlo. Por el otro, estaba el enorme alivio al ver que estaba bien, vivo,
disfrutando del sol. Incluso se reía interiormente al ver que había cogido un
bonito bronceado sobre su piel.
Sintió la tentación de
acercarse y abrazarlo, pero sus pies no respondían. Parecía que se hubiesen
quedado anclados al suelo. No era un petrificus
totalus, sino su cerebro no queriendo actuar.
En ese momento, la puerta de la
casa se abrió y salió su madre. Llevaba el pelo recogido en un moño desordenado
y una bandeja en las manos con un vaso lleno de zumo de naranja y un plato de
galletas. La mujer entró en el jardín y besó a su marido en la mejilla, dejando
la bandeja en una mesilla junto a él. Ocupó ella misma otra silla y comenzó a
leer un grueso libro de tapas oscuras.
Hermione sintió como sus ojos
comenzaban a llenarse de lágrimas. Echaba de menos esa vida. Echaba de menos su
vida muggle, con sus dos preocupados
padres siempre pendientes de ella. Echaba de menos sentarse en la sala de
estar, con las piernas sobre las rodillas de su padre, mientras ambos leían en
el más cómodo de los silencios. Y echaba de menos los besos en la sien que su
madre le daba cada noche antes de irse a dormir.
Se había arrepentido muchas
veces de haber lanzado ese obliviate
y haberse alejado de la vida que tenía de esa manera, pero saber que era la
única manera de proteger a sus padres, la manera más inteligente al menos,
siempre había calmado su arrepentimiento. Están
bien, se repetía. Estén donde estén,
están bien.
Pero los dos señores Granger se
habían construido una vida diferente, la vida que su hija había querido para
ellos. Y ellos habían continuado a partir de ahí. Hermione ya no entraba en sus
planes porque ella misma lo había querido así, porque la situación la había
obligado a quererlo.
Interrumpir la maravillosa vida
que llevaban juntos era una crueldad para todos.
Hermione se apartó, limpiándose
los ojos. Ron continuaba con la vista clavada en ella y la varita en la mano.
La muchacha lo miró, con una media sonrisa llena de tristeza.
-
Están bien –
señaló, poniéndose ambas manos en la nuca.
Ron asintió, guardando por fin
la varita.
-
¿Quieres que vayamos?
Puedo hablar yo primero si quieres…
-
No, Ron.
El chico apoyó una mano al lado
de su cara, inclinándose para que sus ojos quedaran a su misma altura.
-
Hermione…
-
Están bien y es
todo lo que importa – concluyó, bajando la mirada -. Deberíamos irnos.
Ron hizo ademán de replicar,
pero hasta él entendió que Hermione tenía batallas que librar consigo misma. Y
él nunca podría ayudarla a ganarlas, era lo suficientemente inteligente para
hacerlo por sí misma.
Hermione les lanzó a sus padres
una última mirada antes de darse la vuelta y volver por donde habían venido.
Quizá algún día les enviase una carta deseándoles ‘Feliz Navidad’. O se
presentase en esa misma puerta para contarles toda la verdad y devolverles al
mundo mágico en el que, sin quererlo, les había metido a los once años. O
encontrase alguna forma de devolverles los recuerdos y pudiese recuperarlos.
Pero, por ahora, estaba mejor así. Sus mundos, completamente separados.
Anduvieron durante una hora en
completo silencio, cogidos de la mano, por las calles de aquel pequeño
pueblecito australiano en el que tanto calor hacía hasta que encontraron una
pequeña playa metida en una cala. Hermione tironeó de Ron hasta que los pies de
ambos tocaron la arena ardiente, y esperaron bajo una sombrilla rota y abandonada
hasta que el sol se escondió y empezó a anochecer, aún en silencio.
Ron sacó la varita y comenzó a
hacer formas en el aire con la arena, comprobando en todo momento que nadie
estuviese mirando. En cualquier caso, ya podían hacer magia fuera de Hogwarts. Hermione
observaba, con la espalda en la arena y la cabeza apoyada en el regazo del
chico.
-
¿Puedo preguntarte
por qué no les has dicho nada? – soltó, rompiendo el inmaculado silencio en el
que llevaban casi dos horas.
Hermione respiró hondo.
-
Están bien –
repitió -. Tienen una vida maravillosa, sin preocupaciones, alejados de la
magia. ¿Qué pensarías si una chica de dieciocho años se presentase en tu puerta
diciéndote que es tu hija, pero que no la conoces porque te lanzó un hechizo
para olvidarla y protegerte de un mago oscuro?
Ron se rascó la nariz,
arrugando la frente.
-
Entiendo. Pero
podrías obviar la parte del mago oscuro y eso.
-
Si llego ahí y les
digo ‘eh, hola, soy vuestra hija, Hermione, vengo de Londres’… Sería incómodo
cuanto menos. Y no quiero eso, Ron. Ni para ellos ni para mí. Quiero que sean
felices y lo son, así que…
Hermione guardó silencio de
nuevo, con el sonido del mar de fondo y la mirada clavada en las formas que Ron
trazaba en el aire. Por mucho que lo hubiese intentado, Ron nunca podría
adaptarse al mundo muggle. Había sido
criado rodeado de magia, rodeado de varitas y hechizos. Se sentía mejor cuando
podía usar la varita, aunque fuese un hechizo sin importancia como el que usaba
en ese momento.
-
¿Algún día? –
susurró Ron, dejando caer la mano.
-
Algún día.
-
Bien.
La chica se irguió, colocándose
a su lado, frente al mar. La playa era preciosa. Se podía ver a sí misma
llevando una vida normal, una vida muggle,
sin magia que le ayudase a recoger, llevando una maleta enorme como cualquier
persona en lugar de un bolsito de cuentas en el que cabía todo. Sin embargo, la
magia se había metido en ella durante todos los años que había pasado en la
escuela y nunca más saldría. Era tan suya como sus ojos castaños.
Ron, por su parte, no pensaba
en nada. Odiaba el calor que había sufrido ese día. Odiaba el haber andado
durante horas para encontrar aquella casa. Odiaba el fingir ser una persona
normal en lugar de un mago. Pero no se quejaba de que ese viaje hubiese sido en
vano. Para él, tenía valor. Hermione había encontrado a sus padres, había
descubierto que estaban bien, y eso la hacía feliz en parte. Era suficiente.
-
Lo siento – murmuró
Hermione de repente.
-
No tienes que
sentirlo – contestó Ron, girándose hacia la muchacha -. Lo entiendo. Son tus
padres, y en este caso, por las barbas de Merlín, nunca pensé que diría esto,
tú decides que es lo mejor para ellos. Y si ahora no quieres interrumpir así en
sus vidas, está bien, Hermione. Es tu decisión. No me quejo. Y Australia no
está tan mal.
Hermione sonrió, girándose
también hacia él.
-
Gracias, Ron… Pero
lo decía por la arena. Creo que te he enterrado el pie sin querer.
Ron abrió la boca, confuso,
mirándose el pie desnudo cubierto de arena blanca hasta por encima del tobillo.
Dirigió los ojos hacia Hermione, que parecía hacer verdaderos esfuerzos por no
reírse, y de un salto, se levantó, arrastrándola en volandas hasta el mar.
-
A ver quién ríe
ahora – masculló Ron, ocultando una sonrisa.
Corrió hacia el agua y se dejó
caer, arrastrándola con él. Cuando volvió a salir a la superficie, los rizos
enmarañados de Hermione caían sobre sus ojos, llenos de trozos de pequeñas
conchas rotas de la orilla.
-
Eres un idiota,
Ronald Weasley – rió Hermione, apartándose el pelo de los ojos.
-
Sí – dijo el chico,
acercándose hacia ella, extendiendo una mano para quitarle un trozo de concha
del pelo -, pero tú eres la inteligente de esta pareja. Yo soy el que tiene
toda la belleza.
Hermione hizo ademán de
golpearle el estómago con el codo, pero él fue más rápido. La cogió por la
cintura, apretándole los brazos contra el cuerpo, y la besó.
Incluso un año después, seguía
sin acostumbrase a besarla. No era algo que hiciesen constantemente, sino que
eran besos momentáneos, casi robados, exclusivos. Y cada uno era como una
sorpresa, el recuerdo de que eran más que amigos. No se acostumbraba a besar a
una persona con la que había crecido y a la que había visto crecer, pero le
gustaba. Y era recíproco.
Hermione introdujo las manos en
el pelo empapado del chico, colgándose de él. Estaba bien ser una pareja normal
de vez en cuando.
De repente, una enorme ola se
levantó sobre ellos y cayó como si les hubiesen tirado un enorme cubo encima,
separándolos. Cuando el agua se retiró, apenas un segundo después, Hermione
apareció en la orilla, sentada, con la boca llena de agua, sal y arena. Miró a
todos lados, buscando a Ron, pero el chico no aparecía por ningún lado.
Hermione se levantó, asustada.
-
¿Ron? – llamó,
escupiendo la arena de la boca -. ¡Ron!
En ese momento, cuando ya
empezaba a ponerse nerviosa, escuchó una carcajada a su espalda. Se sacó la
varita y se giró, preparada para lanzar el primer hechizo de ataque que se le
viniese a la cabeza. Pero no era una amenaza, por supuesto que no.
Ron se irguió, sujetándose el
estómago con una mano, mientras se esforzaba para no reír. El pelo naranja se
le había pegado a la cabeza y le cubría los ojos, pero la estaba mirando,
agitando la varita en el aire.
-
Tú me enseñaste ese
hechizo – gritó, saltando y sacándose la empapada camiseta de los Canons por la cabeza.
Hermione bufó, despegándose la
blusa mojada del cuerpo, y levantó la varita.
-
¡Expelliarmus!
La varita de Ron salió volando
y cayó justo bajo la sombrilla, lejos de ambos. Ron se miró la mano vacía, con
los ojos muy abiertos y, mirando a Hermione una vez más, echó a correr por la
orilla.
-
¡RONALD BILLIUS
WEASLEY! ¡VUELVE AQUÍ SI NO QUIERES QUE TE HAGA VOMITAR BABOSAS… OTRA VEZ!
Y mientras corrían por la
playa, salió la luna. Sí, desde luego estaba bien ser una pareja de jóvenes
normales por una vez… pero ellos no eran jóvenes normales. Eran magos. Y las
parejas de magos hacen cosas normales más mágicas de lo que se espera.
¡Esta es una duda que me había planteado!... Me gustaría decir. Pero no. La verdad es que me leí Harry Potter siendo más pequeña y no pensé para nada en los padres de Hermione. Ahora bien, cuando he empezado a leer y me he dado cuenta de por dónde iban los tiros, pues sí que leí con más avidez. Ron no es uno de mis personajes favoritos, y no es mi shippeo, pero lo que me ha gustado del fic es el hecho de que siempre eres capaz de coger hilos sueltos de una historia y ponerte a jugar con ellos para crear algo sorprendente. Eso es lo que has estado haciendo toda la semana YOLO y también en otros de tus fics. Es genial que seas capaz de hacer eso y encima lograr redactar tus aportes a la historia con un estilo tan sensible y ameno.
ResponderEliminarUn saludo desde la maceta,
Tuli.